La redención del escritor (una teoría sobre El pabellón de oro)

Por Nicolás Sánchez Frascini.

El 25 de noviembre de 1970 cuatro hombres ingresan a un cuartel militar en las afueras de Tokio. Bloquean el despacho del comandante con barricadas y lo atan a su silla. El líder del grupo sale al balcón a dar un discurso en el que alienta a las tropas a que den un golpe de Estado y restituyan el poder al emperador. Los soldados no lo escuchan. No lo siguen. El líder regresa al despacho y se suicida cometiendo un rito tradicional conocido como Seppuku.
Seguramente el hecho habría pasado inadvertido en el mundo occidental si el golpista no hubiera sido Yukio Mishima, uno de los escritores japoneses más importantes del siglo xx (junto a Kensaburo Oé y Yasunari Kawabata).
Cuando alguien —un profesor, tal vez— me introdujo en el mundo de Mishima, lo hizo, al igual que yo en este artículo, por su acto final. Un acto que no puede abandonarse al encarar la lectura de El pabellón de oro, a mi entender, su obra más lograda (muchos podrán discrepar). Una novela escrita de forma muy cuidada por un autor que tenía una manera peculiar y cautivante de hacer literatura: narrar el conflicto interno haciendo primar la concatenación de los hechos por sobre el monólogo interior.
La literatura japonesa en general, y la de Mishima en particular, posee, además, otra característica que la distingue: la crudeza con que se narran las miserias humanas. De esta crudeza parte la historia de Mizoguchi: un joven poco agraciado (igual que el autor), débil y tartamudo, que crece a la sombra de los relatos sobre el pabellón de oro que su padre —un monje budista encargado de un templo perdido en la montaña— le va contando desde chico.
A medida que avanzo por las páginas, empiezo a descubrir un posible paralelismo entre los sentimientos del protagonista y los del autor. Y ahí logro entender que Mishima, como escritor pasional, quiere que el lector se mimetice con sus sufrimientos, que transpire con su dolor y que entienda, en el fondo, el Seppuku que cometió.
Mizoguchi sufre. Mishima también. Este es el mensaje que escapa, a gritos, desde El pabellón de oro. Una novela actual, que versa sobre el acoso psicológico a un joven que busca sobrevivir en un mundo que continuamente lo defrauda; en un mundo falible constituido por personas falibles, personas que viven a la sombra del pabellón de oro; un pabellón de oro cuya belleza lo sofoca y lo invade hasta en sus actos más íntimos; un pabellón de oro que, en definitiva, le pide, como a Mishima, que se rebele, que sea libre.
Me atrevo a afirmar que Mishima, en cada novela que dejó, además de trascendencia (como todo escritor), buscaba redención. Como si su destino hubiera estado marcado desde el comienzo, como si la decisión del Seppuku hubiera sido tomada antes de escribir su primera y, tal vez, más autobiográfica novela: Confesiones de una máscara.
Me cuesta concluir este artículo. Me cuesta encontrar la frase que le dé un final. Camino, descalzo como estoy, hasta mi biblioteca, y tomo, nuevamente, El pabellón de oro. Lo abro en algunas páginas al azar. Pienso en Mizoguchi (que para mí es Mishima) y trato de entenderlo, una vez más. Coloco el punto final a este texto sin importarme si está terminado.

 

Nicolás Sánchez Frascini (28)
Marino mercante
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