Por Clara Minieri.
En pleno microcentro porteño, donde el reloj es tirano y el producto final parece ser la razón de todo,un artista callejero decidió inmortalizar allí, contra toda lógica, un mensaje de amor. Usando una pared espantosa como lienzo y un spray blanco como pincel y pintura, dejó en Reconquista y Tres Sargentos un corazón y cuatro palabras: “Te quiero mi Reina”. El contraste es desconcertante, porque su obra luce en el medio del mundo de los negocios, donde las corridas, los cálculos frívolos y los cerebros le ganan a los paseos, a las meditaciones y a las historias de amor. Sin quererlo, decoró ese infierno urbano, transformándolo en un lugar mejor y devolviéndole la fe a las almas inquietas que buscan algo más que números y resultados.
Como fanática acérrima de los romances, debo admitir que este artista anónimo se ganó mi corazón. Para empezar, me simpatiza que use términos de posesión y de realeza (¡con mayúscula y todo, porque para él ella esa única!). En segundo lugar, me maravilla que, sin conocerlo, logre alimentar mi intriga y ocupar, por un rato, mis pensamientos; así es que todos los días, cuando llego al trabajo y me choco de nuevo con su graffiti, me pregunto quién será él, quién será su reina, si ella supo recordarle que él también era el rey y dueño de su propia vida, qué será hoy de su historia…
A veces creo que mi artista era un romántico perdidamente enamorado de alguna chica que trabajaba por la Cityporteña y quiso hacer de ese muro su primera declaración de amor. La esperó a la salida con nervios y repleto de dudas, porque el éxito de esa atrevida campaña, como todas las grandes e inaugurales muestras de afecto, dependía exclusivamente de la predisposición de la otra parte. Si ella estaba interesada, entonces terminó de conquistarla; si ella era indiferente, puedo asegurar que salió espantada (aunque, quizás, después la ganó por cansancio, porque eso de perseverar ante la adversidad es una gran virtud de los grandes hombres). De todos modos, si esa relación nunca se cimentó, esta versión de la historia de mi artista no me da tristeza, porque los castillos de los enamorados que aún no aman están hechos de nubes y, como tales, son poco significantes.
Otras veces, cuando el día está gris y frío, creo que la obra de mi artista representó un manotazo de ahogado en una relación que se hundía; un intento por recuperar terreno perdido, que probablemente compró algo de tiempo adicional junto a su reina, aunque lamentablemente el desenlace fatal ya estaba escrito. En esos días, mi corazón se rompe un poco con el de mi artista, porque no hay llanto que alcance para dar vuelta el calendario y regresar a las épocas doradas de esa relación ya desmoronada. Lloro con él, porque el castillo que construyó con su reina, ladrillo por ladrillo, todos puestos con mucho cariño, cierta confianza, bastante sudor y, tal vez, lágrimas, se está cayendo a pedazos. Seguramente, sobre la marcha se percataron de que sus planos eran muy distintos o que los materiales de construcción no eran compatibles. Cuando ya era tarde, se dieron cuenta de que habían construido sobre arena. Artista querido, en esos días quisiera encontrarte para prestarte el hombro y consolarte, y sollozar juntos por el amor perdido.
De todas maneras, la mayoría de las veces pienso en mi historia preferida, la que quiero creer que es: la de un castillo lindísimo construido sobre roca, en estado de obra permanente —tanto de refacción como de ampliación—, que cada día se acerca más al cielo. Han caído lluvias, han soplado vientos, pero ese castillo no piensa derrumbarse. Acá me imagino a mi artista, spray en mano, con la mueca de una sonrisota indisimulable, que es la misma que portan muchos hombres cuando van por la calle con un ramo de flores, mirando el piso porque, supongo, están entretenidos con el ojo de la mente, que ve a sus respectivas y la pronta expresión de grata sorpresa que se dibujará en sus caras ante el gesto amoroso. Acá mi artista está feliz, sabe con certeza absoluta que con su regalo va a triunfar en la reconquista de su reina que tanto lo quiere, y yo me regocijo con él.
Pero aunque me divierta en los callejones de mi imaginación, tratando de vislumbrar la historia de mi artista, lo mejor de él es que de lunes a viernes me recuerda que el amor es inspiración, tanto para el arte como para la vida misma, porque los mejores amores son los que nos soplan y empujan a nuestros límites, hacia donde pertenecemos, llevándonos a ser más en todo sentido. Son los que toman y abrazan ese borrador que somos como personas, llenos de tachaduras y enmiendas, y nos guían la mano una y otra vez para alcanzar una nueva y mejor versión, acompañándonos en ese estado de permanente edición, porque como mortales de este mundo somos, por ahora, una obra inconclusa.
A pesar de ser imperfecta, nuestra vida va a ser siempre la mejor historia que tenemos, porque la realidad creada por Dios es infinitamente superior a la ficción inventada por los hombres. Por eso, incluso para los que tienen la dicha de tener alma de artistas, siempre el foco tendrá que estar en la propia vida, recordando que la mejor musa para nuestra obra principal es, sin lugar a dudas, el amor. Y ello es así porque, tal como las musas eran divinidades griegas, el amor es que lo que hace más divina nuestra existencia.
Clara Minieri (27)
Abogada
claraminieri@hotmail.com