Por Tatiana G. Dore.
Era una brújula antiquísima, malísima, esférica.
Era cómico, maniático, su cántico.
Era pálido, era trémulo, su péndulo,
moviéndose de norte a quién sabe dónde.
Era rápida, era lúgubre, era bélica.
Era gótica, dinámica, fanática.
De estrambótico ópalo, ni al óleo ni al acrílico,
su voz afónica, caótica, cínica,
espasmódica, hipócrita, bulímica,
dando órdenes, cínica, ilegítima.
Provocándome su sílaba, su dádiva, errática,
encontrándome su céfiro barítono, gélido.
Fui discípulo, elástico, en pánico,
y su rugir excéntrico, intrépido, melódico,
convencía a cualquier ser en desvelo.
Era válido su lacónico código, mi vértigo,
su clásico, mágico, impávido hábito;
su andar céntrico, cómodo, fúnebre.
Logró mi desánimo aquella máquina con su oráculo.
Llegué a la cúpula, a la última capa, a la cúspide, a lo estático.
De mis cárceles, con su técnica, fue el artífice.
Rompió la cáscara: fue mi ídola; yo, su trámite.
Con arsénico, lóbrego, el deceso.