Por Santiago Legarre.
Quien la haya visto actuar a Meryl Streep en “Los puentes de Madison County” entenderá fácilmente el sutil camino que va de cocinar a cocinarte. Durante la primera parte de ese hit romántico de comienzos de los noventa, se la ve en la cocina casi todo el tiempo, a la espera de su marido e hijos, que están todo el día fuera. Tiesa, aburrida, rutinaria, vacía. Su familia llega, come, nada le dice sobre la comida, y cada uno sigue con lo suyo. Luego irrumpe en la vida de la infeliz esposa el futuro amante, un fotógrafo encarnado por Clint Eastwood. Y entonces, durante un viaje de los suyos, Meryl empieza a compartir horas —muchas de ellas en la cocina— con el inesperado visitante. Ella le prepara platos a él y lavan juntos la vajilla. Ya no se trata de cocinar sino de cocinarle. La mujer es feliz y el hombre disfruta de sus delicias.
Vivir un tiempo solo en Nairobi me cambió radicalmente la perspectiva sobre la cocina. Por fin entendí las latas y la comida rápida; y la suerte del que tiene dinero para contratar a alguien que le deje comida preparada, o para comer todas las noches en un restaurante. ¿Quién puede querer cocinarse a sí mismo después de un largo y extenuante día de trabajo? Uno llega, y lo último que quiere es enfrentar esa zona de la casa que en mi departamento keniano contenía, además, y siempre, una enorme pila de vajilla sucia. Lavar a la mañana: no hay tiempo; lavar a la noche: hay que estar mal de la cabeza, o sobrado de energía.
Cocinarse es una de las tareas más ingratas para la mayoría de las almas solistas. Por eso, aquella efímera experiencia de soledad me sirvió también para entender y revalorizar la vida en pareja y la familia. Si la devaluación del matrimonio, atestiguada por la inflación del divorcio, tuviera algo que ver con la falta de comprensión de la institución conyugal, acaso una mirada a la cocina arroje algo de luz nueva. Pues, sin duda, todo cambia en esa parte tan doméstica del hogar, si se tiene a alguien al lado —como todo cambió para Meryl Streep en la película, con el resultado (nada sorprendente, pero triste) de un affaire con su compañero de platos—. Y si bien lo ideal es que ese alguien sea un ser amado, llega un punto en el que hasta da ganas de hablarle a un mueble: será por eso que tanta gente lava “en voz alta” o, en el mejor de los casos, cantando. El refrán “más vale solo que mal acompañado” dista en esos momentos de ser un axioma evidente.
Además, cuando uno se cocina, tarda cuarenta minutos en preparar todo, y luego come en cinco. En cambio, cuando se lo hace para otro, a veces se comparte el cocinarte y, con un poco de suerte, se consume más tiempo en comer acompañado que lo que llevó preparar la comida.
No se trata acá de una cuestión de género, ya que cocinar —y cocinarte— pueden cocinar —y cocinarte— los varones también, y de hecho la mayoría de los chefs lo son, por alguna razón (o no) que no termino de entender. En todo caso, aprovecho para responder una objeción obvia: para unos pocos, cocinar es un arte. Y para ellos, tal vez, no hará falta cocinarte ni se sentirán repelidos por ollas, hornallas y cubiertos. Son como esos golfistas muy apasionados, que pueden jugar solos y encontrar así felicidad. Total, ya se la pasan con gente —familia, amigos, colegas— el resto de su día y de sus días. Así, nuestros pequeños chefs caseros y aficionados, ellas y ellos. Es fácil envidiarlos. Pero ese no es el punto: para la mayoría de los que trajinamos por alguna urbe argentina, lo cierto es, como cantaba Sui Generis, que necesitamos alguien que nos prepare guisos de madre, postres de abuela y torres de caramelo. Más simplemente, el secreto está en encontrar alguien que nos cocine… y alguien a quien cocinarle.
Santiago Legarre (46)
Cocinero frustrado
salegarre@yahoo.com