Por Rocío Gonçalves Losa.
Son las nueve de la mañana del lunes. El cielo augura un día frío, seco y nublado. Hago girar la llave en la cerradura —un tanto oxidada— de la puerta de entrada de mi tan amada disquería de la calle Rodríguez Peña y Corrientes.
Es probable que, por lo que acabo de decir, varios de ustedes hayan deducido cuál es mi profesión: soy un amante de la Música. Sin embargo, otros, seguramente estén pensando: «Esa no es una profesión». Lo sé. No es una profesión en el sentido estricto de la palabra, pero es a lo que realmente me dedico con pasión desde hace seis años. Converso con mis clientes para saber qué es exactamente lo que buscan —sí, me gusta creer que por alguna razón (oculta y misteriosa) entraron en mi local de música y no a otro—. Además miro con detalle hacia qué sección se dirigen, si mueven (o no) su pie derecho (o izquierdo) al compás de un tema nuevo que hago sonar para ambientar este espacio, o si por el contrario adoptan la expresión: «Qué tema aburrido que está sonando» —sí, soy un observador furtivo—. Indago con interés qué géneros escuchan; observo sus vestimentas, que en ocasiones los delatan: amantes del género brit, heavy metal, punk... Otras veces, simplemente me dedico a disfrutar de la dulce dinámica que se genera cuando un buen tema suena de fondo y en ese instante algún alma inquieta entra a la disquería y me pregunta con interés «¿Cómo se llama ese tema?»; y al cabo de un rato, termina por llevarse a su casa no solo un cd, una cosa, sino una especie de herramienta de tele-transportación que lo llevará adonde quiera, según cuán lejos esté dispuesto a viajar.
Pero como les contaba, hoy abrí el local —que por cierto lo bauticé Venus in furs (o simplemente Venus) en honor a la canción psicodélica de The velvet underground & Nico— y un sentimiento de nostalgia me invadió súbitamente. Al principio pensé «Será que las disquerías están pasando de moda». Yo no vendo hamburguesas ni celulares y, como sabrán, son tiempos de escasez económica para mi rubro. Pero en fin, es parte de mi trabajo e intento entender esta situación como un hecho pendular, así como vino, se irá. Además, séque todavía el mundo está repleto de amantes de la música como yo y que seguir adelante con mi disquería no es una quimera, sino más bien un oasis musical que debo preservar en esta selva de cemento en la que vivimos. Sin embargo, y a pesar de la leve dosis de energía que sentí luego de ese pensamiento, el sabor amargo a nostalgia no se disipó, sino que continuó con su lento avance hasta el centro de mi pecho…
Eran las siete y media de la tarde. Cerré Venus y emprendí el camino de regreso a casa.
Ya vestido de “entrecasa” (ojotas de goma marrones, remera negra con la impresión de tapa del álbum Nevermind de Nirvana y bermudas (gastadas) de jean)me dispuse a preparar algo de comer.
Abrí la heladera y—como de costumbre— corroboré que no había demasiado en ella (por no decir casi nada), salvo un saché de crema, una botella de agua, queso rallado y mermelada de arándanos (sí, deprimente); pero como recordaba que aún me sobraban fideos en la alacena, herví un poco de agua y me hice unos fideos a la crema con queso gratinado. Antes de sentarme a comer en el sillón, busqué el vinilo de The Mammas and the pappas, presioné el botón play y mientras comía y me deleitaba escuchando California Dreaming, me pregunté: «¿Qué más puedo pedirle a la vida?».
Ocho horas después de ese pensamiento tan optimista —y, por cierto, tan ingenuo— encontré respuesta a mi pregunta: dormir. Pero eran las cinco de la mañana y no era capaz de relajarme y conciliar el sueño. Cualquiera podría decir algo como «¿No te podés dormir? Bueno, no es tan grave», es cierto, a simple vista no poder dormirse (de manera esporádica) no resulta un hecho de gravedad. Pero lo que estaba sintiendo sí lo era.
La angustia que sentí en un principio, en la disquería, había venido para quedarse. Sentó bandera, declaró: «Acá estoy, y voy a aparecer cada vez que quieras descansar”. Ese fue su mensaje. Me lo dejó muy claro desde esa noche.
Fue así que comencé a vivir una especie de doble vida: de día iba a Venus. Trabajaba. En resumidas cuentas, sucedían cosas de todos los días: atendía a los clientes, los asesoraba, intercambiaba nociones de música, disfrutaba con los sonidos de mis bandas preferidas, en fin: transcurría mi día de modo agradable. Pero todo se esfumaba cuando caía la noche… Todas las noches comenzaron a transformarse en el peor momento del día: cenaba, me daba una ducha, me iba a la cama —cansado, a veces exhausto—; pero sin embargo me era imposible relajarme y descansar. Sufría, pensaba cosas como «¿Me estaré volviendo loco?», «¿Volveré a dormir algún día?», «¿Qué me está pasando?», «¡¿Por qué no puedo dormir?!».
Así, pasaron tres meses. Probé de todo: Yoga (en sus diferentes versiones), tés aromáticos de India, masajes orientales, baños de inmersión —en un Spa, me bajó la presión y me tuvieron que retirar del recinto, fue patético—. Incursioné en toda técnica alternativa que estuviera a mi alcance, pero ninguna surtió efectos positivos en mí.
Un día, en Venus, me visitó Pablo —uno de mis clientes preferidos y, además, un gran amigo, estudiante de tercer año de Psicología— y me dijo: «Hay algo que te está consumiendo, sabés qué es, pero no lo hacés consciente y en el fondo sentís que te estás perdiendo de vivir algo. Por eso no te estás pudiendo dormir: porque sentís que si lo hacés, vivís menos«.
Al oír esas palabras me quedé boquiabierto. No sabía si decirle que era un atrevido por hacer psicología barata o si lo felicitaba por haberse erigido en la nueva autoridad de la psicología moderna. Permanecí en silencio por varios segundos hasta que le dije «Tenés razón, Pablo».
Fue como una revelación. Vi todo tan claro: no tenía tiempo que perder, necesitaba vivir, vivir con pasión, intensamente. ¡Por eso no dormía de noche!, tenía que vivir lo que no estaba viviendo de día.
Esa tarde, luego de la charla que compartimos con Pablo, volví a mi casa más tranquilo: sabía la causa de lo que me estaba ocurriendo. Era algo que albergaba, profundo, en mis adentros, ya que por definición, yo no me sentía una persona triste; sino más bien feliz, alegre: me gustaba mi trabajo, tenía amigos incondicionales, una familia a la que amaba, hobbys… Pero no lo voy a negar: no tengo a nadie con quien compartir mis anhelos y deseos más profundos; alguien con quien proyectar mi vida, esa «media naranja» que las películas hollywoodenses de amor y la cursilería de bolsillo se encargaron de grabar en nuestra mente. No, no tenía eso. Y quizás, estaba de algún modo deseando, buscando a esa persona, y si la encontraba sería mi musa, mi inspiración.
Mis charlas prolongadas con Pablo continuaron. Por lo general hablábamos en Venus, con unos mates y medialunas de por medio, ya que era enero y los amantes-compradores de discos escaseaban en la ciudad, y la disquería se prestaba como lugar de encuentro y conversación. En uno de nuestros encuentros le pregunté «¿Y cómo te das cuenta si la persona amada es la indicada?», a lo que él me respondió «Eso lo vas a saber porque genera en vos cosas buenas, bellas. Vas a ver que esa persona va a sacar lo mejor de vos, te va a estimular. Y cuando la encuentres, no la dejes ir, y dedicate a vivir». Otra vez, Pablo me reveló más de su sabiduría y hermosa forma de ver el mundo, el amor, la vida. Después de cada charla con él me sentía renovado, purificado, liviano, con ganas de encontrar a mi musa.
No lo voy a negar: soy un poco complejo y también me cuestionaba sobre si era posible que una persona sacase siempre lo mejor de uno; o si esa inspiración sería duradera y fugaz; o si esa musa se trataría solo de una fantasía. Obviamente, terminé por comentarle a Pablo estos pensamientos, y él con suma tranquilidad me respondió: «Relajate y se feliz».
***
Son las nueve de la mañana del lunes. El cielo augura un día soleado, celeste. Hago girar la llave en la cerradura —que ya no está oxidada, la pinté— de la puerta de entrada de mi tan amada disquería de la calle Rodríguez Peña y Corrientes.
Pero antes de entrar dejo pasar primero a Juana, mi musa.
¿Y saben una cosa? La vida nos puede sorprender en cada momento; a mí, por ejemplo, me sorprendió con Juana, que desde que la conocí no pude dejar de soñar con ella. Y desde que salimos juntos, no puedo dejar de sentir cosas buenas. Me siento feliz, vivo.
Y les cuento un secreto: todo lo que les acabo de contar, atribúyanselo a ella.
Ella fue la inspiración.
Rocío Gonçalves Losa (23)
Abogada
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