Por Clara Minieri.
“But soon we shall die and all memory of those five will have left the earth, and we ourselves shall be loved for a while and forgotten. But the love will have been enough; all those impulses of love return to the love that made them. Even memory is not necessary for love. There is a land of the living and a land of the dead and the bridge is love, the only survival, the only meaning.”
(Thornton Wilder, The Bridge of San Luis Rey)
A primera vista, la historia de los pueblos parece saltar de evento en evento enérgicamente, agresivamente, apasionadamente, a costa de conquistas y revoluciones, frentes abiertos y misiones secretas, invasiones y rebeliones, golpes con impacto, ideas que rebanan, tambores que agitan, sangre que hierve, hombres que marchan. La historia resuena con los discursos efusivos festejados por las masas al unísono, retumba con las arengas vehementes que levantan a los soldados antes de entrar al campo de batalla. Se firma con las declaraciones grandilocuentes de la cúpula intelectual. Se escribe con el filo de la espada y de la pluma, en tiempos de guerra, en tiempos de paz.
La historia es “his story”, y no por ausencia de figuras políticas de sexo femenino: tuvo desde malditas, como Cleopatra y Mesalina, a muy santas, como Juana de Arco e Isabel la Católica. Es “his story”, porque fue hecha de manera masculina: asertiva, competitiva (la escriben los ganadores), con dirección, con fuerza, con irascibilidad, con alto voltaje.
Pero hay también en este mundo —además del estruendo y de la aspereza de “his story”— una vibración honda, que se siente, pero no se ve ni se oye, que la podríamos llamar “her story”[1], llena de delicadeza, de dulzura.
Por lo general, “her story” no llega a los libros, salvo casos muy excepcionales, como los de Clara Barton o Anne Sullivan o la Madre Teresa de Calcuta. Pocos documentan este lado B y es verdaderamente difícil hacerlo. Es que no marca puntos de inflexión, ni provoca grandes giros de pensamiento o de cultura, aunque es también una disposición del intelecto, no desde el razonamiento frío y de la lógica intachable, sino desde lo intuitivo; no tiene necesidad previa de desarmar y reconstruir para captar el todo. Su objeto nunca es la multitud, va al corazón particular. Lo suyo no es el mundo externo, es el doméstico. No se impone, pero marca. No invade, pero inunda. No encandila, pero ilumina. No arde, pero calienta.
Algunos hemos tenido la bendición de experimentarla de cerca, y tanto tenemos que aprender de ella, porque tenía razón Jane Austen cuando la hizo llegar a Emma a la conclusión de que “there is no charm equal to tenderness of heart”. Tiene gestos, aunque no se limita a hacer, es más bien un modo del alma que se logra sentir, vivir.
Se vive entre las tostadas recién hechas con las que se esperan a los chicos cuando llegan del colegio, con las chimeneas que ya están prendidas cuando uno vuelve muerto de frío. Se vive en los besos de los padres a sus hijos cuando ya están dormidos. Se vive en los ramos de flores silvestres recién cortadas, en abrazos envolventes, en cantos y rezos poco profundos pero sabios. Se vive en el que se quedó despierto para conversar con el que regresa tarde, o en el que acordó de dejar la luz prendida para el que tiene miedo. Se vive en las miradas de comprensión, incluso cuando el otro apenas balbucea. Se vive en la paciencia. Se vive en el detalle, en las atenciones, en todas las cosas hechas a medida, en la rutina, en lo diario, en las repeticiones.
La verdad es que no sabría definir “her story”. Es invisible. Es más un modo, una presencia, una permanencia, que otra cosa. No es necesaria en términos vitales, ni hace mover los motores de la historia; sin embargo, todo está tan interrelacionado, es tan interdependiente, que “her story” viene a ser como el cuento de amor subyacente a todas las buenas películas de acción, y así, por ejemplo, si bien los libros informan que Eduardo IV de Inglaterra nunca perdió una batalla (¡y eso que estuvo al mando de muchas!), la leyenda cuenta que, desde el exilio en Calais, cruzó el Támesis camuflado por la noche, y se refugió unas horas en la abadía de Westminster, donde estaban su mujer y sus cuatro hijos, el último recién nacido, con tal de pasar un rato con su familia.
Es ese je ne sais quoi que nos hace agradecer estar vivos, porque hace que el alma reboce. Es lo que hace de una oficina o una clase un lugar ameno, y transforma una casa un hogar. Es lo lindo que se guarda en lo hondo del corazón y se medita.
“Her story” no estará incluida a los manuales de colegio, pero se viene transmitiendo de generación en generación desde tiempos ancestrales, desde que el hombre es hombre. Es un hilo que une todo, para adelante y para atrás, y si se corta, no lo podremos volver a atar jamás. Tan es así que si por desgracia eso llegase a suceder, la historia de la humanidad, ahí sí, arribaría a un desgarrador final.
Nuestro siglo, lamentablemente, está obsesionado con “his story” en detrimento de “her story”. Nos quieren convencer, sobre todo a las mujeres, de que lo único que importa es cumplir metas, objetivos; de que hay que pisotear y fuerte; hacer mucho ruido. Como si la manera de ganarle a la muerte fuese haciendo algo que perdura en el tiempo físico, batiendo algún récord, venciendo alguna estadística, logrando el “éxito”, haciéndose un nombre, siendo “alguien” para el mundo, para la historia.
Algunos son magníficos y logran todo. Dicen que grandes han sido los amores de los grandes héroes de la historia, que fueron “warrior poets”, definidos en la introducción de Love Letters of Great Men como una amalgama casi perfecta de coraje y de compasión. Pero algunos no sentimos ningún llamado a ser maravillosos, a sobresalir, y no, no está mal. Tal vez queremos lograr la difícil hazaña de “hacer de manera extraordinaria las cosas más ordinarias y corrientes”. Somos los que nunca tendremos monumentos que lleven nuestros nombres, y no seremos recordados por los historiadores. Y no importa, porque ellos buscan hitos, unidos por vectores y, por más de que hayamos escrito “his story” o “her story”, nuestras vidas (la de acá, la del otro lado del puente) tienen que ser líneas continuas, infinitas, de puntos que desbordan amor.
Clara Minieri
Abogada
claraminieri@gmail.com
[1] Y con ese término no quiero evocar, en absoluto, el que usan las feministas para re-escribir la historia haciendo énfasis en sus protagonistas mujeres.