El amor es ciego hasta que deja de serlo

Por Nicolás Ezequiel Pelaez.

El amor es un sentimiento presente, aunque con sus excepciones, durante prácticamente toda la vida de las personas. Ya desde niños podemos sentir un amor filial hacia nuestros padres o uno fraternal por nuestros hermanos y, por qué no, por nuestros más cercanos amigos. Ahora bien, el amor que ha recibido más atención a lo largo de la historia es el amor que podríamos llamar “romántico”; aquel al que tantos escritores, poetas, cantantes y todo tipo de figuras han dedicado tanto tiempo a alabar, cuestionar, investigar, explicar (lo que queda solo en grado de intento) e, incluso, negar. Ese amor que puede surgir desde una edad bastante temprana y por el que se viven grandes alegrías, pero también se sufren profundas tristezas. Así como se lo presenta, este amor parece uno de los sentimientos más bellos que se pueden sentir; sin embargo, hay que preguntarse si este es siempre algo puro o tiene matices más bien oscuros. Y es en este punto en el que, creo yo, juega un papel importante el tema de la “ceguera” al amar, tema que es tratado casi de principio a fin en la célebre obra de Pérez Galdós, Marianela, de la que me valdré como apoyo en el presente ensayo.
Muchos han tratado de explicar el enamoramiento de manera racional, como aquellos que dicen que no es sino una serie de reacciones químicas en las que la endorfina juega un papel fundamental, mediante la transmisión de impulsos eléctricos satisfactorios al cerebro, lo que revelaría por qué dicho sentimiento se presenta tan gratificante. Quiera explicárselo como quiera explicárselo, lo cierto es que el enamoramiento es algo inexplicable. No se sabe en realidad qué es lo que se ve en el otro para sentirse uno “enamorado”, pero lo que sí es seguro es que hay algo con una intensa atracción casi magnética hacia nosotros, atracción que, aunque queramos ignorarla, nos sigue atrayendo aún más y más, ocupando nuestras cabezas a toda hora y en todo lugar.
Lo más curioso es que la gran mayoría de esas cosas que uno siente están soportadas por la nada, por una divinización partida de un solo rasgo o pequeño conjunto de ellos que inmediatamente embelesan a la víctima, dejándola ciega frente al sinfín de otras cosas que harían que se alejara inmediatamente de su amor. Esta falta de visión va casi inescindiblemente de la mano de una idealización, manifestada en la elevación de cosas que, lejos de ser grandes o buenas, marcan quizás algunos de los defectos más grandes de la persona, pero que se idealizan probablemente por no querer ver lo perjudiciales que pueden llegar a ser para la imagen sublime que se dibuja en la mente de los enamorados.
Llegado este punto, hay que reparar bien en los motivos por los que no se ven las cosas. ¿Realmente se trata de un no querer ver o, a veces, entra en juego una imposibilidad de hacerlo? Estimo correcto afirmar que hay veces en que uno, enceguecido por el amor, recibiría con brazos abiertos conocimientos o experiencias que le permitiesen sentirse más cercano a la otra persona, incluso sabiendo probablemente que podría actuar en detrimento de sus sentimientos. Aun así, es cierto que en la gran mayoría de los casos lo que hay es un no querer ver, con el temor de perder esas sensaciones tan agradables. Es eso lo que Pablo le expresa a su padre cuando se presenta la oportunidad de volver a ver: el joven, quien durante su ceguera tuvo la suerte de poder apreciar a su lazarillo por quien era realmente y no por cómo lucía, estaba convencido de que el ser interior de la muchacha se veía inmensamente reflejado en su aspecto y, frente a los cuestionamientos de Francisco, afirmaba que el don de la vista quizás altera en las personas la verdad de las cosas.
A partir de las actitudes de Pablo cabría formular un planteo curioso: ¿fue el amor del ciego un sentimiento verdadero o tuvo más de verdadero la apertura de los ojos ante la realidad, perdiendo, seguramente, ese sentimiento tan genuino que es el amor? En el caso del muchacho, una vez curado de su ceguera no podría haberse apartado más de la verdad de las cosas, pues al ver no podía prestarle atención a nada más que la belleza, tirando por la borda cuestiones de relevancia enorme, como lo es la bondad. También es cierto que, teniendo conocimiento de que siempre hay, usando una frase en inglés, more than meets the eye, uno puede tener miedo a lo que pueda haber más allá, de la misma manera que se le teme a la oscuridad, a lo desconocido. Es por eso que la transición hacia la completa realidad de las personas puede ser dura y, debido a ello, muchas veces se evita, a fin de eludir el gran golpe que puede significar esto. En palabras del doctor, “[n]o se pasa de la ceguera a la luz, no se entra en los soberanos dominios del sol como quien entra en un teatro. Es éste un nacimiento en que hay también mucho dolor”. Y qué peor dolor que el de perder a una persona amada, a esa idea que, aunque irreal, era para nosotros más verdadera que la persona en sí, para tener ahora a alguien similar, pero que no es el mismo.
Así las cosas, podemos darnos cuenta de que, irónicamente, cuando más ciego fue Pablo fue cuando pudo ver. Esto me lleva a preguntarme qué tipo de ceguera es la que se sufre en el amor, si la física o aquella que podría ser caratulada como espiritual. Ya lo dice Golfín al intentar convencer a Marianela de que deje de prestar importancia a su falta de belleza: “… hay una porción de dones más estimables que el de la hermosura, dones del alma que ni son ajados por el paso del tiempo, ni están sujetos al capricho de los ojos”. Por ser cierto que las cosas entran primero por los ojos, no debe restarse importancia al aspecto físico de las personas, ya que en mayor o menor medida influye en los sentimientos que se pueden tener respecto a un amado. Sin embargo, la verdadera ceguera se hace presente cuando no se trascienden las fronteras de lo visual o sensible para ir más allá, hacia el interior, conociendo los valores, los gustos, los intereses, las metas, la manera de pensar en general.
Desafortunadamente, la realidad no permite, en la mayoría de los casos, vivir el amor como se debe. Las relaciones fugaces y los intereses egoístas y superficiales llevan a que se descuide a las personas, sin brindarles la atención y el cariño que se merecen. Se hace con la gente lo mismo que los habitantes de Socartes le hacían a Marianela, le dan un poco de atención por intereses para nada altruistas, para luego dejarla a su suerte. La caracterización de que “[p]odría decirse de él [de Pablo], como de muchos que nunca fueron ciegos de los ojos, que sólo veía lo que tenía adelante” aplica de manera acorde al modo de vida apuntado anteriormente: la gente solo ve o percibe lo que le interesa o lo que busca, no para con el objeto de reparar en sus alrededores, donde quizás encuentre de manera casi sorpresiva algo que desde hace mucho tiempo viene buscando. Pero ello, combinado con el apuro y la aparente incapacidad de detenerse con la que vive la gente, impide que las cosas se hagan como deberían, por lo que todo termina por desvirtuarse.
Cabe decir entonces, qué tanto hay de cierto en que el amor es ciego hasta que deja de serlo. Es indudable que, en mayor o en menor medida, y atendiendo a las razones correspondientes, el enamoramiento, período gestacional del amor, está enceguecido de alguna manera por esa idea de perfección que se tiene de la persona amada. Enceguecido no solo en cómo se la ve o se la percibe, sino también en cuanto a las cosas que se hacen, se dicen o se prometen, siendo fiel al viejo dicho de que el amor nos vuelve idiotas. Dijo Pablo “… si después de crear la hermosura, no hubiera criado Dios los corazones, ¡cuán tonta sería su obra!” Pero estos corazones no deben conformarse con conocer la hermosura que entra en primer término, sino aquella que abarca todo lo que una persona es. Es por esto que, a medida que se va creciendo en el sentimiento, uno tiene que aprender a ir quitando de a poco el velo que cubre nuestra visión, para poder así tener una imagen, aunque no más perfecta, más cierta de la persona en cuestión. Y creo que es en ese punto en que se da el salto entre enamoramiento y amor propiamente hablando. Y es que el amor es mucho más perfecto como sentimiento, implica no solo la entrega de uno mismo a otra persona, sino el conocimiento íntegro de aquel a quien uno se entrega, exaltando sus virtudes, pero consciente de sus imperfecciones, que no lo hacen menos, ya que nadie en esta tierra está exento de ellas.
Por todo lo dicho, el amor, cuando hablamos de él para referirnos a algo mucho más maduro, no es para nada ciego, sino conocedor y amador de todo aquello que forma parte del amado, ya que son tanto las cosas buenas como las malas las que lo hacen ser quien es, y sin alguna de ellas probablemente uno no se sentiría de la manera que lo hace, faltándonos, en consecuencia, una de las sensaciones más lindas que podemos sentir en vida.

 

Nicolás Ezequiel Pelaez (20)
Estudiante de Abogacía
nicopelaez95@yahoo.com.ar