Los que realmente pelean

Por Eugenio Sulpizio.

Ambos lucen exultantes, viriles, acaso felices. Los púgiles, entre vítores y reflectores, se preparan para ingresar al cuadrilátero azul que se emplaza en el MGM Grand Las Vegas. Una cámara cenital evidencia lo esperable: las gradas están repletas de espectadores. Se rumorea que las entradas han cotizado en varios miles de dólares cada una, y que algunas estrellas del showbiz local se encuentran entre la multitud variopinta que las cámaras no cesan de enfocar. Robert de Niro, Beyoncé y Bob Dylan, entre otros, exhiben su gracia frente a las lentes.
La pelea del siglo. La prensa especializada y el showbusiness de los Estados Unidos así la calificaron en la previa. Los mejores boxeadores del mundo enfrentados por vez primera: de un lado de las cuerdas Emmanuel Manny Pacquiao, el filipino sonriente que se ha granjeado el cariño de todos a fuerza de una humildad y de un carisma tan notables como sus golpes de hierro; del otro lado, Floyd Money Maywheater, el odioso genio del boxeo y del negocio del espectáculo.
Manny es el preferido. Acaso porque sus maneras evidencien su origen, que la prensa cifra en la pobrería más rezagada de Kibawe, un pequeño pueblo de Filipinas. Acaso porque no se vanaglorie públicamente de sus millones de dólares, aunque hoy día, al igual que su oponente, los cuente de a centenas. Acaso porque su pequeña humanidad percutida por los golpes simbolice la esperanza y la heroicidad invisible delotro lado del mundo.
Money también es el preferido. Acaso porque su arrogancia se justifique en la circunstancia ­—harto cuestionable, por cierto— de que jamás un oponente lo haya vencido sobre un cuadrilátero profesional en cuarenta y siete ocasiones. Acaso porque la ostentación morbosa de su fortuna sea el corolario de la consumación más imperfectamente perfecta del American Dream: un afroamericano del norte de Míchigan que lo ha ganado todo a los golpes en una cultura aún signada por el racismo y por la sombra del esclavismo.
Un asiático contra un afroamericano, un archipiélago pobre y lejano contra el país más rico del mundo, la periferia contra la centralidad: esta pelea, aunque involucre a dos multimillonarios, tiene algo de heroísmo épico. Y los empresarios del espectáculo lo han aprovechado magistralmente. Los derechos del pay per view se han disparado por los aires, y millones de telespectadores   en todo el mundo siguen la pelea. Incluso aquellos que poco saben de boxeo.
El recinto, teñido de un matiz azulino, es una fiesta. Los reflectores de luz plateada trazan un recorrido sincronizado sobre las gradas, y todo recuerda a una gran premièrede la década de 1920, a esa irresponsabilidad que suele preceder a la tragedia. No hay discontinuidades ni reflexividad: el tiempo pende suavemente de un presente autocomplaciente y feliz.
Doce y media de la noche. Finalmente, luego de una introducción fastidiosa, es el tiempo del walk in de Manny. Una cámara enfoca su rostro sonriente mientras camina junto a su entrenador. Viste un atuendo sencillo con los colores de la bandera de Filipinas. Apenas sube al cuadrilátero el público estalla en un aplauso estrepitoso. La exaltación se adueña de la escena y todos celebran su llegada. En el bar en que me encuentro incluso los turistas estadounidenses lo vitorean de pie. “¡Viva Pacquiao!”, resuena al unísono, y más de una cerveza se alza en honor del séxtuple campeón.
Ahora es el turno de Money, el óctuple campeón invicto, el autoproclamado mejor boxeador del mundo. Una lluvia de silbidos y de insultos resuena en el bar, y acaso parece replicarse en el MGM Grand Las Vegas. Ingresa junto a un séquito que denota más obsecuencia que deportividad y viste un atuendo de cuero algo kitsch, que está saturado de cremalleras y de dorados. Como todo rey que detenta una corona demasiado grande, Money suscita una antipatía que relega sus méritos deportivos a un segundo plano. Suenan los himnos nacionales de México, de Filipinas y de los Estados Unidos. Los púgiles, en cueros y ya prestos para los puñetazos, realizan el tradicional vis a vis frente a las cámaras. Money lo escudriña altivamente; Manny sonríe frente a su oponente.
¡Ring! La pelea comienza finalmente. El tiempo se detiene en Las Vegas y en el bar de Buenos Aires en que me encuentro. Las cervezas se alzan nuevamente; los insultos y los vítores se entremezclan en la algarabía que el boxeo suele propiciar. Money, al igual que siempre, se vale a rajatabla de aquel viejo principio del arte de la guerra: la defensa es para los tiempos de escasez; el ataque, para los tiempos de abundancia. Así, en un juego pendular por momentos antideportivo y tedioso, evita el ataque directo, mide la distancia mediante sus jabs y camina en derredor del cuadrilátero. Manny, fiel a su estilo ofensivo, procura conectar algún golpe, pero incurre en el mismo paradigma.
“¿Esta es realmente la pelea del siglo?”, se habrá preguntado más de un telespectador. “¿Estos son realmente los mejores boxeadores del mundo?”. Un huidizo Maywheater que no cesa de caminar en forma circular para evitar los golpes; un Pacquiao demasiado sutil que ocasionalmente propina algún puñetazo contundente. La pelea es un fiasco. Tras doce rounds, los jueces le otorgan la victoria técnica a Money: el invicto ha vuelto a ganar. El genio del boxeo también lo es del negocio del espectáculo del boxeo y esta circunstancia pareciera garantizarle siempre unos puntos de más a la hora del conteo.
Ahora la noche porteña me rodea. Los bares de Palermo están atiborrados de gente; los hipsters, locales y extranjeros, pululan por doquier. Un BMW con dos treintañeros dentro resuena estruendosamente. Una familia de indigentes se guarece del tórrido frío de la ciudad en la entrada de un edificio. Una joven exuberante trastrabilla en su borrachera y cae de bruces al suelo; sus amigos, que apenas rozan los veinte años, la animan y le acomodan la pollera. Dos jóvenes morenos, que apenas se divisan, fuman marihuana bajo la copa de un árbol: son los trapitos de la cuadra. Un cincuentón arrastra un carro lleno de cartones. Dos travestis se pelean en la esquina de Niceto Vega y Humboldt. Un taxista entrado en años mira tristemente hacia delante mientras aguarda la luz roja. Tres mujeres bellísimas se acercan taconeando y nos sonríen con más egotismo que franqueza.
El frío es demasiado intenso. Entramos a otro bar: aunque la pelea haya sido un fiasco pedimos unos bourbons y comenzamos a platicar de otras nimiedades. Manny, con todo, le ha presentado batalla a Money y eso es rescatable. Poco más de quince minutos de pelea: él se ha llevado unos ciento sesenta millones de dólares; su oponente, unos doscientos millones de dólares. Pronto ambos regresaran a sus vidas de excentricidades y de confort, aunque hoy se hayan golpeado durante quince minutos.
Algo mareado por el tabaco, el whisky y la calefacción, los puños me duelen. Siento los golpes, el sudor, la sangre caliente sobre los párpados de mi oponente. Ya no hay celebridades, cámaras, ni vítores: tan solo la esperanza de que los golpes sean menos dolorosos y que la guardia nos proteja. Frente al espejo del baño del bar, contemplo mi rostro magullado y sangrante, acaso tan magullado y sangrante como el rostro de todos los que realmente pelean.

Eugenio Sulpizio (27)
Abogado
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