Matrimonios y naranjas

Por Sterling Malory Archer.

Una noche, en el curso “Secretos de un matrimonio exitoso”:

—Porque verán, el matrimonio es igual que una naranja: primero está la piel, luego la dulce, dulce pulpa… —dijo Homero, el improvisado profesor.
—¡Yo no lo entiendo! —se lamentó Apu.
—¡Si quisiera ver un hombre comiendo naranjas, hubiera tomado clases de comer naranjas! —vociferó indignado Willy el conserje.

 

Qué es y qué debería ser el matrimonio son preguntas difíciles de responder, porque tienen tantos significados como personas haya para dar una respuesta.
Hay quien dice que es un sacramento. O que es un contrato. Otros afirman que es un vínculo para toda la vida. Incluso algunos aseguran que es un vínculo jurídico que —sentencia mediante— puede disolverse sin más… y así miles de definiciones.
El matrimonio es igual que una naranja… nos enseña Homero Simpson en un memorable —al menos para quien escribe éstas líneas— episodio de la serie televisiva que lo tiene por protagonista, mientras dicta un curso sobre la manera de llevar adelante un matrimonio exitoso. En verdad, nunca llega a terminar de explicar por qué esa fruta se asemeja a un matrimonio, pues sus alumnos lo interrumpen diciendo —con acierto— que la clase donde enseñan a comer naranjas no era esa, pero, sin embargo, nos sirve como punto de partida hoy.
Dice Homero que en un matrimonio —y por lo tanto en una naranja— lo primero que encontramos es la piel, dura y amarga; y que lo siguiente que hallamos, lo que realmente importa, es la dulce, dulce pulpa, es decir, algo placentero y por demás agradable. ¿Es esto cierto? ¿Tiene razón Homero, aun cuando su analogía obedezca a que al momento de dictar su clase, sin tener idea de qué o cómo decir, lo único que encontró cerca para comparar con su matrimonio fue una naranja?
Yo creo que sí. Y si el lector tiene la amabilidad de continuar leyendo, y no abandonarme por algún ensayo sobre “cómo escribir ensayos sobre cómo comer naranjas”, podremos dilucidar juntos esta difícil cuestión.
Resulta claro que antes de seguir, tenemos que definir dos cosas: qué es una naranja. Y qué entendemos por matrimonio.
De la naranja sabemos que es una fruta de sabor agridulce y cubierta por una cáscara más o menos gruesa de color entre rojo y amarillo.
Del matrimonio, sabemos que es la unión estable y permanente entre un hombre y una mujer —o entre “dos personas”, sin distinción de sexo, al menos en lo que respecta a lo que la ley Argentina reconoce como matrimonio— con miras a la vida en común —y a la procreación, decían las definiciones “pre-igualitarias” (?) —.
La cáscara. Rugosa, áspera, amarga. Es lo primero que encontramos al examinar la naranja.
En el matrimonio también hay cáscara. Incorpórea, invisible e imposible de descubrir con los sentidos, pero siempre presente. Esta cáscara toma la forma —según dicen muchos— del tedio, el aburrimiento, el desencanto y la “muerte de la pasión”. Es lo que “la calle” dice que resulta del matrimonio, y lo primero que muchos encuentran para definirlo.
Porque hoy en día, unirse en matrimonio resulta cada vez más extraño. Al fin y al cabo, ¿qué razón puede haber para “atarse” a una sola persona para toda la vida? ¿Por qué alguien inteligente optaría por “condenarse” al sufrimiento de convivir con alguien hasta la muerte? Constantemente escuchamos decir que “los papeles matan al amor”; que si dos personas se aman y hasta viven juntas, no hay necesidad de poner por escrito esa relación: de casarse y formalizar el vínculo —en un acta parroquial, en una libreta del registro civil, o donde sea—.
El hecho de que haya algo absoluto, estable o duradero parece aterrar al hombre moderno. Y es por eso que no puede ver más allá de la cáscara de la naranja, ni de lo aburrido que puede resultar vivir con la misma persona durante años y años. En estos tiempos de lazos débiles y efímeros, pensar en un vínculo que no se extingue sino con la muerte es algo desubicado, fuera de lugar. El matrimonio es visto por muchos hoy en día como una institución arcaica, como un resabio de otra época, o en el mejor de los casos, como un contrato que siempre puede romperse, divorcio mediante. En otras palabras: tan solo se habla de la cáscara.
Y se habla de esto solamente, porque es lo más sencillo de hacer. Todos quieren comer la pulpa, pero pocos se atreven a afrontar la ardua tarea de luchar contra la cáscara, cuando mucho más simple es optar por otras frutas, tal vez prohibidas, pero con menos rugosidades. No hay que ser un genio para saber que comer una uva cuesta menos trabajo que comer una naranja.
En Su único hijo, tanto Emma como Bonis van aprendiendo esto de la peor manera. Ambos son concientes de que su matrimonio es como una naranja difícil de pelar y que, en cambio, requerir de amores a Minghetti y a Serafina es tan sencillo como comer una uva tomándola directamente del racimo. Poco les importa —al menos en un principio— que esos requerimientos constituyan pecado o sean socialmente reprobables. Antes bien, parecen disfrutar de esto: una por su naturaleza caprichosa y dañina; el otro por su natural falta de carácter y raciocinio, que lo llevan a ver en su infidelidad todo el romanticismo y la galantería que él creía tener y que su esposa se empecinaba en no ver ni aceptar; Emma pecaba por amor al vicio, Bonis por creer que eso le daba sentido a su existencia. Ambos, en definitiva, pecaban por egoísmo y necedad.
Pobre ejemplo de matrimonio resultan ser Emma y Bonis, al punto de que, ya desde el comienzo del libro, sabemos que él era simplemente “una cara bonita” junto a la cual a ella le gustaba lucirse ante las damas del pueblo, sin que esto pareciera incomodar demasiado a este ejemplo de pusilanimidad que es el personaje principal de la novela.
Volviendo a la alegoría frutal, ellos ni siquiera osaron pasar de un examen superficial de la cáscara de la naranja, y jamás se aproximaron siquiera casualmente a saborear la pulpa. Para ella, el matrimonio era simplemente una convención social, algo que mostrar a los otros; para él era tan solo servir de adorno y de esclavo de su mujer, mientras su vida transcurría sin finalidad alguna. Una vida vacía. Una cáscara vacía.
Porque ni Bonis ni su mujer supieron nunca en qué consiste en verdad un matrimonio. Ni tuvieron verdadera conciencia al momento de contraer el enlace, ni a lo largo de los años que pasaron juntos. Por más que la tardía metanoia de Bonis lo impulse a creerse un hombre nuevo y reformado, no deja de ser el mismo imbécil de siempre; solamente cambia el objeto de su torpe existencia: primero su “enferma” esposa, luego su amante y finalmente “su” hijo. Es a fin de cuentas un hombre incapaz de vivir por sí mismo su vida, incapaz de tener una vida… y por tanto, alguien incapaz de entender qué significa el matrimonio, y de poder degustar la pulpa de la naranja.
La pulpa, la dulce pulpa. Descubrir en qué consiste la pulpa de la naranja matrimonial es quizás más difícil aún que averiguar la naturaleza de la cáscara. Porque lamentablemente muchos de los matrimonios que conocemos nunca llegaron a conocerla, o si lo hicieron la consumieron tan rápido que no se dieron cuenta.
La pulpa. No es más que el verdadero sentido y fin del matrimonio. Es ese acto de fe que consiste en comprometerse a vivir con y para otra persona. Encontrar un complemento a nuestra personalidad, a nuestra vida. No en vano el dicho popular asigna a la hipotética pareja ideal de cada uno el mote de “la media naranja”…
Ahora bien, ¿estamos dispuestos a ir más allá de la cáscara y disfrutar de la pulpa? ¿Somos capaces de enfrentar la odisea de intentar encontrar ese álter ego que nos complete y dé forma a la naranja de nuestra vida? Esa es la verdadera cuestión a estudiar.
Porque el verdadero objetivo del matrimonio no es simplemente vivir con alguien muchos años, o tener hijos. No es vivir “por” otro —mal que le pese al pánfilo de Bonis—, sino vivir “con” otro. Caminar por la vida juntos, soportarse, quererse, escucharse. En jerga futbolera, “aguantar los trapos” del otro. Disfrutar la pulpa, sí; pero también tolerar la cáscara.
En este sentido, me permito hacer un agregado de tipo más personal, más familiar. Recientemente fui testigo del ocaso de un largo matrimonio, extinguido por la muerte de uno de los cónyuges. Tras 56 años —entre noviazgo y matrimonio—, 4 hijos y 7 nietos, esa unión llegó, al menos en lo que respecta a los derechos civil y canónico, a su fin. Nadie puede decir que haya faltado cáscara que pelar durante esos 56 años, durante los cuales el dolor se manifestó en numerosísimas ocasiones. Y sin embargo, a nadie se le ocurriría dudar de que en ese matrimonio, por más cáscara que se haya tenido que pelar, sobró la pulpa.
Al fin y al cabo, toda naranja tiene cáscara, y todo matrimonio —como relación humana que es— tiene momentos duros y hasta desagradables. Mas quienes creemos en el matrimonio como herramienta plenificadora del hombre sabemos que a fin de cuentas el sabor de la pulpa hará que la dureza de la cáscara pase a un segundo plano.
Cierto es también que a veces al pelar una naranja descubrimos que la pulpa no resulta ser todo lo dulce que creíamos que era, y que se parece más a la cáscara de lo que suponíamos, pero no por eso dejamos de comer naranjas. La solución a este eventual problema no es dejar de comer cítricos, sino saber elegir el adecuado.
Parafraseando a ese gran poeta contemporáneo que responde al nombre de José María Listorti, podemos decir que en la verdulería de la vida hay que saber optar por la naranja que espera por nosotros. Tal vez sea más difícil que engullir frutillas alocadamente, o hartarnos de frambuesas, es verdad. Pero no debemos olvidar que cuando se acerca el otoño de nuestra vida, las frutillas y las frambuesas suelen desaparecer de los escaparates, mientras que las naranjas permanecen en su estante.

 

Mientras tanto, en el curso sobre cómo comer naranjas:

  • Comer una naranja es como llevar un buen matrimonio… —dijo el profesor Juan Topo.
  • ¡Ya cómete la maldita naranja! —fue la única respuesta del abuelo Simpson.

 

Sterling Malory Archer