El efecto Vale

Por Marcos Elia.

—Entonces agarra y me dice que no quiere salir más.
—Pará, pará —interrumpe Javier—explicame bien todo. Te sentás y me tirás esta bomba, metele detalle, flaco.
—Bueno, dale, te cuento bien —contestó Pepe.
—Las últimas dos semanas fueron bárbaras, todo venía muy bien; la mina parecía feliz, yo estaba contento como perro con dos colas y parecía que todo marchaba sobre rieles. Me había podido liberar, viste. Sentía que quería crecer con ella; qué sé yo, para que te des una idea, la quería llevar a casa y ya estaba pensando en formalizar, como le gusta decir a la gente, ya tenía hasta la idea de cómo lo iba a hacer —decía Pepe con orgullo de su idea que no revelaría. (Formalizar, que término horrible, me suena petulante. Debería existir una palabra que refleje esta idea: no puedo vivir sin vos, quiero verte hasta cuando duermo, quiero saber si voy a poder saciar mi ansiedad de vos, quiero estar con vos, aunque sea parado al lado, quiero que me quieras. Bueno, otra vez, soy un salame, esa palabra tiene nombre: Vale. Quería valerizar mi vida.)
—Vos me entendés, ¿no? Pensá que después de tantas vueltas había conseguido asumir todo lo que me pasaba y…
—Pará —interrumpe Javier—, yo no conozco bien la historia, haceme un resumen, sino no entiendo nada.
—A ver… A Vale la conocí hace varios años, un verano. Éramos chicos y nos enganchamos. Con los ojos nos conocimos tan rápido que sobraron las palabras. De esos días no tengo tantos recuerdos, aunque sí me acuerdo claramente de lo bien que todo fluía; era como si ya nos conociéramos. El hecho es que el verano muere y con él esa incipiente relación. Pasaron los años y nada, creo que alguna vez hasta nos cruzamos pero nada especial. Dos conocidos que se saludan con un “¿qué tal?” y contestan “que andes bien” antes de siquiera tener la respuesta. La cosa es que este año nos volvemos a ver y así como así terminamos saliendo. Yo venía mambeado todavía con Martina y me costaba el tema este de salir, conocerse y exponerse.
—Pasa que después de esa mina quedaste medio arruinado —acotó Javier.
—Puede ser —reflexionó Pepe—, el hecho es que con Vale tenemos un comienzo medio loco: no nos dejamos de ver pero hay algo que falta, yo no estaba del todo metido y ella creo que tampoco. De alguna forma mágica comenzamos a galopar juntos, bah, eso es lo que sentía; o, al menos, lo que ella exteriorizaba.
Pepe paró un segundo, tomó un poco de cerveza. Tenía la garganta seca, venía la parte relevante de la historia y aun cuando todo desde el martes pasado tuviese gusto a papel secante, quería “disfrutar” de alguna forma eso que había ido a compartir. Javier lo miraba con ojos bien abiertos, inclinando la cabeza y cerrando los ojos en signo de entendimiento, mientras Pepe recorría su historia.
—Las últimas semanas juntos fueron perfectas, nos vimos varias veces, y si hubiésemos tenido el tiempo, nos hubiésemos visto más. Yo estaba como un chiquito monotemático con algo; como te dije, estaba metido hasta la cabeza.
—¿Nunca en esa semana notaste algo raro? —preguntó Javier—.Parece como si vos describís algo un tanto idílico. ¿Sentís que vos estabas mirando otro canal? ¿Hubo señales? —concluyó.
De alguna forma eso fue un golpe para Pepe. Parte de su dolor estaba justificado en el hecho de sentirse víctima de un robo o una estafa; había tocado el cielo y lo habían bajado. Como Ícaro, voló por el aire y cayó enceguecido por el sol. ¿Había sido su culpa?
Pepe pensó un segundo. Metió una pitada larga, levantó la vista y sin bajarla por unos segundo comenzó. —Mirá ella me decía que me quería, que le pasaba algo que no le había pasado nunca. Si hubo algo hoy no lo puedo identificar pero, a fin de cuentas, ¿qué cambia?
—Tenés razón, seguí con el cuento —le pidió Javier.
—El sábado pasado nos vemos y yo estaba medio abombado, no sé qué me pasó pero ella estaba bárbara. No sabés lo cariñosa que estuvo ese día, me malcrió, me cuidó. Me quería casar ahí. Era todo ideal.
—El domingo no hablamos y noté algo raro en el clima —siguió Pepe—, había una extraña humedad. Me quedé estudiando en casa con una rara sensación. El lunes por la tarde, así como así, me mandó uno de esos mensajes de texto que son una declaración de hostilidad en sí mismos.
—Los odio —comentó Javier— ya te anticipan el final de la película antes que te sientes en la butaca.
—¡Claro! —agregó Pepe—. Imaginate que estuve con el traste en la mano toda la tarde. Nos terminamos viendo entrada la noche. Ella salía de una comida y nos encontramos a mitad de camino para que la acompañe a la casa. Esa fue la primera daga, una charla de parado, a gamba. ¿No podíamos ni sentarnos a hablar? Sentía que de repente me había transformado en un parásito que la molestaba. Los ojos de Vale habían cambiando y su actitud para conmigo también; me miraba con cierto desdén. Fue terrible.
—Cuando me mandó ese mensaje estilo Exocet, pensé que ella quería seguridad y que no quería más vueltas. Entendible. Por eso preparé una batería de razones para decirle, en síntesis: que la quería, que no aguantaba no verla, que quería hacer lo que a ella le hiciese bien para poder estar con ella, etcétera. Un poco todo en esa línea —cerró Pepe.
Pepe no ahondó en su preparado discurso con Javier —aunque lo recordaba mejor de lo que disimulaba— porque le quedaba incómodo. Se sentía expuesto por dos razones: por un lado, era todavía preso de la imposición social que prescribe al varón no ser muy emotivo, pollerudo o pavadas del tipo; y, por otro, relatar todo lo que pensaba implicaba encarnar las palabras. Traerlas, sentirlas y que ellas invadan con su pesado contenido de imágenes y que castiguen las huellas que marcaban su cuerpo. Si Pepe decía en voz alta “te quiero como a nadie”, la veía a Vale en la calle, riéndose, fumando, caminando, agarrándolo, hablando; él estaba ahí con ella, pero era una ilusión tan fuerte como molesta ese día. Esas seis palabras tenían más poder del que Javier podía entender, por eso se las guardaba.
—Y bueno —continuó Pepe— acá es donde sin anestesia, pruritos, prólogos lastimosos o falsas condescendencias me dijo lo que te dije: que no quería salir más, que se le habían ido las ganas, que había perdido el entusiasmo. Imaginate que no entendía nada. No sabía para qué lado agarrar. Nunca pensé que ella estaba en esa, no sabía qué decirle. Fueron ocho cuadras lapidarias, un Getsemaní insoportable.
Pepe frenó. Miraba a los costados, movía las manos, revivía la sorpresa sin darse cuenta. Tomó aire.
—Entonces… —suspirando como quien está por concluir un largo monólogo— nos despedimos y me fui a vagar por la ciudad. A las horas volví a casa y escribí la carta que te comenté hecho una piltrafa, totalmente derrotado. El martes se la mandé.
—¿La puedo leer? —le preguntó Javier.
—Sí, obvio, acá la tenés—respondió Pepe pasándole el teléfono.
Javier bajó la vista al teléfono, pero interrumpió el principio de lectura.
—Bancá, ¿vos llegaste a decirle todo lo que te pasa el lunes?
Pepe, con mezcla de culpa y resignación, le dijo que no.
—Pero ¿por qué no? No te entiendo —instigó Javier.
Pepe tenía la mirada perdida en algún punto del suelo.
—¿Sabés lo que es querer decirle a una mujer que estás enamorado, que la querés, que no encontrás muchas palabras que entiendan ni describan de fondo todo lo que pasa, mientras sentís que el destinatario se quiere librar de vos, que quiere entrar a su casa? No pude. El calor de esas palabras, la densidad que tienen, no sé… no las pude sacar. Estaba abatido. Javier entendió. Bajó la vista otra vez y se metió en la carta. Mientras él leía, Pepe trataba de descubrir en la cara de Javier las expresiones que Valeria habría hecho al leer la carta.
Vale:
Cada tanto me pedías que te escriba una carta. Por alguna razón no me salía, creo que la estaba reteniendo hasta poder largarla de un tirón, como ahora.
Mientras escribo escucho el Requiem en Re menor de Mozart, la misa del muerto. Muy simbólico: la última obra de Wolfgang coincide con la primera y última carta, y la muerte de un sujeto: nosotros.
Esta última hora estuvo repleta de paradojas: el día que termino de asumir con todas las letras lo que me pasa con vos, es el día que descubrís que no tenemos mañana. No la vi venir; parece un insensible jaque mate del destino, un tanto brusco y, como todo buen cimbronazo, imprevisible y letal.
Te voy a ver con un discurso en mente, con nuevas “medidas” y con ganas de seguir descubriéndote, y me encuentro con una sonrisa que se despide tranquilamente. Como aquella expresión que dice: “ya lo pensé y es así”. Algo que parece inapelable y en el fondo, lo es. Pero tardo en darme cuenta, creo que se puede hacer algo; busco en el destello de tus ojos alguna ayuda, pero no la hay. El panorama—tristemente— se aclara para oscurecer para siempre.
Me paro. Me tapo la boca. Cruzo los brazos. Trato de hablar o improvisar, pero no hay mucha suerte. La palabra y la claridad, quienes en general me acompañan, hoy no acuden. Pero ¡ojo! No me abandonaron, son también víctimas de la sorpresa. Parece que tampoco son tan buenas como creí o, capaz eso no tiene nada que ver, capaz esto es otra prueba de los esquemas que me sacaste. ¡Bravo!
Me explicás con preocupante claridad con una convicción que nunca antes te escuché que no querés remar más, que el barco está a la deriva y que no hay caso. No veo nada de lo que decís. No lo comparto, pero no sé cómo insistirte. Siento que ya te fuiste, que ya somos extraños que se despedirán, que dirán que tengas un buen año, semana, noche o cualquier pavada que camufle el final. Es raro. Tus ojos ya cambiaron. Es tarde.
Cerrás la puerta y parecés contenta, o al menos aliviada. Yo soy buen actor, pero malo para las despedidas. La última foto es gris. Camino a casa y compro puchos, quiero despejarme y escuchar música. El primer problema: ya me arruinaste algunas canciones. Ahora ya hay cosas que no puedo (quiero) escuchar. De repente Cerati se hizo más personal, me habla más directo. No lo fumo. Mala suerte que no tenga el Ipod donde tengo más variedad. Escucho con cierta incomodidad frases que resuenan con más impacto y me encuentro que las calles me comienzan a molestar. Descubro que caminamos mucho y por eso varios lugares me llevan a viajar al pasado sin que se los pida. Es un viaje impuesto e involuntario, tan nostálgico como las ansias de dejarlo pasar. Tomo calles vírgenes de recuerdos pero te busco en las esquinas, estoy medio jodido.
Fumo y busco tu mano. Me paro recto como si hubiese escuchado tu reto. Me cuesta decidir si tengo que caminar más cerca del cordón, de las vidrieras o por el medio. Ando medio desorientado.
Me apoyo en un edificio a pensar. Aspiro humo, lo aguanto, lo suelto. Otra vez. No consigo decidirme en qué pensar. ¿En cómo estoy? Creo que es claro. Busco racionalizar algo; busco hacer algo que creo que sé hacer. Tampoco me sale bien. Así de complicado estoy.
Otro problema: el teléfono. No hay mensaje, no hay consulta si llegué bien. No habrá uno mañana, no habrá un programa para arreglar y tendré que aguantar las ganas de escribir. Es más fácil aguantar las ganas de escribir que controlar el salto que doy cuando sí veo que me llega un mensaje. Pucha, es el Negro comentando el primer capítulo de Showmatch. Maldita globalización.
Las pequeñas faltas me molestan porque son invasivas, están por todos lados las muy perras. Son como gotas de lluvia que terminan por empapar; pequeños cortes que no desangran pero gangrenan. 
Vuelvo a casa, ya sé que voy a escribir. Sigo fumando. ¿Qué será de esta carta? ¿Otra vez al tacho? ¿A un cajón? ¿Al fuego? ¿Para que algo que hoy murió renazca de las cenizas? No, te la mando. Al fin y al cabo siempre quisiste una carta y me parece un destino más noble. Así como Yoko inspiró “Oh Yoko” y Lennon nos la regaló, yo te la mando. En el fondo, ya es tuya y no mía. Yo soy solo el que escribe, el que ya no está. 
Ahora recuerdo que casi todas las cartas que escribí no fueron para tener respuestas, así que te libero de la incomodidad. Me pensarás loco, pero te la quería compartir. En parte es un poco tu creación. 
El concierto de Mozart ya terminó. Sé que tengo más imágenes que describir y más cosas que poner, pero creo que está casi todo. Capaz me volví a quedar sin palabras, solo Dios sabe. Fueron buenos meses, aun cuando por momentos parecieron turbulentos. Me sacaste de mi trajín cotidiano y me diste ganas de volver a probar, cosa que no es poco.  
Me queda un amargo gusto en el paladar ya que justo cuando asumo meterte en mi vida descubrís que no te interesa. Avatares de la vida, parte de las misteriosas reglas de este juego. O como dice Liniers, “cosas que te pasan si estás vivo”. Gracias por estos meses de vida.
Algún día vas a hacer muy feliz a alguien. Suertudo galán que anda caminando por calles que desconocemos sin percatarse de la dicha que lo acompaña. Casi que tengo ganas de buscarlo y contarle. 
Y si en el transcurso de estas líneas dudaste o te preocupaste, no lo hagas: no te voy a molestar. Odio las despedidas y esta me pareció la forma más justa; tampoco quería dejar de decirte lo que pienso, ya que cuando nos vimos me quedé bastante catatónico.
Suerte en tu búsqueda, con tu libro y en tu camino. Hace como Cerati que decía: “nada me importa más que hacer el recorrido / más que saber a dónde voy”.
Te voy a extrañar.
Pepe”
—Me parece una buena carta —dijo Javier cuando terminó de leer.
Pepe sonrió como quien acepta un premio consuelo, como si pensase “al menos esto sí salió bien”.
—Me desnudé —dijo Pepe.
—No tanto —acotó Javier—, creo que es una linda carta, es un buen regalo, un relato bastante vivo, pero no está todo acá. Faltan cosas. Pepe puso cara de sorprendido.
—Es verdad, por eso le pedí verla el martes a la noche. Le mandé la carta por la mañana, pero durante el día me di cuenta que le faltaban una parte —le dijo Pepe luego de pensar unos segundos.
—¿Y ahí qué pasó? —lo interrogóJavier sorprendido.
—Nada lo mismo —concluyó Pepe sin saber que su mirada había sido respuesta suficiente.
Javier, quien en su entusiasmo se había inclinado sobre la boca de la silla, se echó para atrás reposando su espalda con desilusión.
—La fui a buscar cuando salió de la facultad —comenzó Pepe—, tipo nueve y pico, y me pidió que la acompañe a lo de una amiga. Quería verla a los ojos y decirle todo lo que me pasaba. No quería que se vaya, no aguantaba la idea. Fue un frontón. Pensé que nos íbamos a sentar a charlar, pero tuve que vomitar a cuenta gotas lo que quería decirle mientras caminábamos —otra vez— hasta la parada de colectivo (Pepe cambió la mirada). Imaginate —le dijo a Javier mirándolo fijo—, le tenía que pedir que pare un segundo de caminar porque le quería decir algo.
Javier sintió pena, no del cuento sino del dolor de su amigo.
—Ahí le dije lo que me salió, que la quería, que quería estar con ella, que yo no rifaba las palabras y que necesitaba saber si había algo que podía hacer. No hubo caso. Ella estaba en otro lugar ya. Así como así llegamos a lo de su amiga, me dijo que le gustó salir conmigo, me abrazó —no supe como contestar ni responder ese abrazo— y me fui. Así terminó todo.
Ambos amigos permanecieron unos segundos en silencio.
—¿Qué pensás? —soltó Pepe.
Javier no tenía muy claro qué le había pasado a Vale, pero sentía que sabía o entendía el pesar de Pepe.
—Es el desamor, hermano —acotó al fin—.Estuve ahí.
Javier se puso serio; se invirtieron los roles en la conversación: ahora Javier rasgaría el pasado y Pepe escucharía.
—Me pasó con Sofi. Meses después de haber cortado fui a una peña en la que supuse que podría estar, vos sabés que compartíamos grupo de amigos, y en medio de la noche la veo —Javier traga saliva—, la veo con un flaco. La forma en que lo agarró ya fue impactante, le acercó la cara, lo miraba como me miraba a mí y en eso le mete un beso. No sé si me vio, pero se me llenaron los ojos de lágrimas y me tuve que ir. El desamor es como medusa: te congela las piernas, te hiela la sangre y te mata el corazón. No hay escudo de Perseo para esto, solo el invariable e impiadoso paso del tiempo. Obviamente de ahí me fui a casa; no recuerdo mucho más, pero sí el sentimiento. Pero ojo, con el tiempo le di las gracias a la vida por haber tenido esa experiencia. Ahora sé lo que es, puedo entender la emoción, tener esa empatía, me hizo más humano.
(Claro —pensaba Pepe—, Javi es un bálsamo de optimismo y entusiasmo porque la tiene Jose ahora.)
—Esperemos que en un futuro cercano lo vea como vos —le dijo Pepe y continuó—.Mi tema es que ahora estoy en el barro, y no porque la piba está irritantemente buena sino porque la quiero; se puede poner un papagayo en la cabeza y la voy a ver linda igual. Está loca y me encanta.
Pepe cayó, no quería ser repetitivo pero pensaba en la risa de Vale, en los agujeritos que se le hacían cuando sonreía, en la cara de perdida que ponía cuando no entendía algo, en lo despreocupada que era: en ella. La tenía tatuada en el cerebro, o mejor, en los sentidos.
—No puedo dejar de pensar, hermano, tengo muchas preguntas —largó Pepe— ¿Qué pasó? ¿Cuándo se fue? ¿En algún momento estuvo? ¿Hice algo yo? ¿La voy a volver a ver? ¿Me volverá a abrazar como antes? ¿Estará pensando en mí? ¿Cuándo carajo me voy a sentir bien? ¿Se podrá hacer algo?
—¿Vos qué pensas? ¿Crees que podés hacer algo?— interrumpió Javier.
Pepe desvariaba aturdido con sus propias preguntas. De repente cambió la cara, miró a Javier, se levantó, le extendió la mano.
—Me tengo que ir, Javi.
Javier conociendo a su amigo le estiró la mano y se quedó pensando. Pepe dejó unos pesos para la cuenta y se fue en silencio.

Marcos Elia (26)
Abogado
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