Por Andrés Méndez Rodríguez.
Cerró los ojos.
Yo en cambio los abrí y sin embargo de inmediato los volví a cerrar. Me sentí extraño. Busqué abrigo en esa oscuridad íntima, pero nuevamente se abrieron (esta vez en contra de mi voluntad). Y es que en realidad me encontraba tan liviano, que decir que fue un acto involuntario puede resultar falaz. El punto es que mis ojos se abrieron y recibieron un baño de luz.
Siempre me había gustado dormir bajo el sol y sentir cómo el cuerpo se me iba calentando de a poco. Y si despertaba sudando, el placer era aún mayor. Me gustaba recostarme en el piso siempre que fuese de madera. El olor de la madera me encantaba, me traía memorias con sonidos y aromas totalmente nítidos. Por un instante me iba de viaje desafiando a la física clásica. Es cierto que esta ya había sido reemplazada en muchos aspectos por la física moderna (esa que Einstein ingeniosamente construyó), pero yo me había quedado con la de antes.
Era un tipo clásico: de esos de camisa y perfume los viernes y los sábados; y de camisa afuera los domingos. De lunes a jueves mi humor, las horas dormidas y el clima definían militarmente mi vestuario. Me gustaba hablar de política, escuchar chistes no vulgares y escribir poesía de vez en cuando. A veces hacía actividad física, pero como no era gordo, nunca me había importado mucho.
Pocas veces me emborraché hasta caer, y con el tiempo aprendí que el alcohol exige respeto. Ahora no somos más que dos viejos conocidos y ocasionalmente abiertos al reencuentro. El tabaco tampoco mucho; tal vez en una noche fría y estrellada de invierno. Trataba también de tomar mucha agua durante el día para tener la piel buena… trataba.
El baño de luz que recibí fue también un baño de energía. Nunca fui esotérico ni nada por el estilo, pero creía ciegamente en el poder de la energía (y no únicamente en su acepción científica). Y es que ahora, esta no solo fluía hacia mí, sino que vorazmente se apoderaba de cada célula de un cuerpo alivianado.
El cielo estaba azul, la brisa tenue y el sol feliz. Yo estaba tranquilo. Parecía un domingo de vacaciones y encima feriado. Mi espalda estaba relajada y mi cuello relativamente cómodo. Y eso que durante toda mi vida, encontrar la posición exacta había sido un problema; de esos problemas que literalmente te cagan desde la noche hasta la mañana.
Percibí la presencia de jazmines. Volteé la cabeza para ubicar con la mirada a aquellas florecitas blancas y perfumadas. No encontré ni un solo jazmín en mi horizonte visible; sin embargo, sí me reencontré con aquella imagen de una infancia feliz y descalza. Estaba todo igualito: la casa, el cedrón y los duraznos.
Me sentí sereno. Así es, me sentí sereno.
La serenidad era la virtud que más admiraba. Y no solo la admiraba, sino que también la adoraba casi religiosamente. En mi opinión, era una virtud muy superior al resto. Cada cosa que hacía o decía, trataba de hacerlo serenamente. Del mismo modo, con cada cosa que me hacían o me decían, ahí estaba mi lado sereno peleando brutalmente con mi parte explosiva.
Pero ahora experimentaba la serenidad en su apogeo máximo. Me sentía dichoso. Estaba casi tan feliz como el sol. Parecía que yo fuese su reflejo y él fuese el mío; y el cielo un espejo inmaterial de dos caras.
La brisa sopló y él me sonrió.
Mucho ruido. Demasiado. Tanto que me duelen los oídos y quiero gritar de la impotencia. El paisaje es blanco, como si se hubiese nublado repentinamente. Creo que eso justamente acaba de suceder. Así es. El sol se fue a descansar un ratito.
Más ruido. Pienso que el sol tal vez se ha caído. No, creo que no. El sonido que provocaría sería estruendoso y yo ya estaría medio ido en este momento. Este sonido, en cambio, es constante. Responde a la definición precisa de una onda sonora. De hecho, las veo dibujarse en el aire. Veo cómo las moléculas de oxígeno y nitrógeno se perturban entre sí graciosamente para dar paso al sonido. Es un gran espectáculo, y pese al ruido que hace rato comenzó a atormentarme, voy encontrando la paz de a poco.
Creo que me he acostumbrado o tal vez simplemente el ruido ha ido menguando. No lo sé. Todo continúa blanco, hasta que de repente veo cómo un punto negro en frente de mí, va creciendo hasta transformarse en un cubo. Un cubo negro y al mismo tiempo lleno de colores.
Y te vi de nuevo. Creo que estabas llorando, pero ahora tímidamente me sonríes. Te respondo también con una sonrisa, pero más tímida aún. Nos tomamos de las manos y hacemos presión, nos damos calor.
Entonces cierras los ojos…
Cuando era niño me gustaba jugar a no pisar las rayas de las aceras… En realidad me sigue gustando, pero como ahora me es más fácil no perder, el juego se ha tornado un tanto aburrido. No es que me guste perder, pero cuando existe una clara posibilidad de que suceda, todo es más emocionante.
Daba pasos largos y continuos. En mi opinión, disminuir la distancia entre un pie y otro al acercarse una línea era hacer trampa. Y si algo no fui en esta vida es tramposo. Me daba asco la gente tramposa y siempre me dará asco.
En fin, cuando la muerte parecía inevitable, hacía un último intento en abrir más las piernas para poder pasar limpiamente. Si en cambio perdía, simplemente volvía a empezar. Porque de esto es de lo que siempre se ha tratado la vida: de levantarse y recomenzar.
Y acá me tienen iniciando la travesía una vez más. Ahora nuevamente con cielo despejado y tan azul como el agua cerca de las montañas de la Cordillera. Todo transcurre sutilmente, como cuando las hojas caen en otoño y forman un mar color ocre.
Aún no hablé de mi peculiar relación con la lluvia. Pues bien, era de esas relaciones de conveniencia. Me gustaba de acuerdo a la ocasión, de acuerdo a mi estado de ánimo y de acuerdo a la hora. Me sucedía lo mismo con la música. La lluvia es música lo sé (y no solo su sonido, sino su presencia en sí), pero me refiero a esa que ocupa el primer plano en la caótica relación humana con la tecnología.
Definamos la ocasión perfecta: yo haciendo siesta, yo viendo llover desde la ventana de un auto en movimiento, yo tomando una taza café o yo sentindo saudade dela. En cuanto a mi estado de ánimo, cuando me encuentro en cualquier extremo del mismo: muy feliz o muy triste, muy tranquilo o muy hiperactivo, muy agitado o muy relajado. Y finalmente con relación al tiempo, a cualquier hora menos en el lapso que va entre el mediodía y las tres, cuando se supone que el Sol debería estar resplandeciendo sin pudor. Por supuesto, los martes también no.
El azul se destiñe. Va a llover. ¿Va a llover realmente? Mi ideal de lluvia implica el color gris, y sin embargo todo nuevamente es blanco. Un relámpago, cuento hasta diez y escucho el trueno. Se viene la tormenta eléctrica y al parecer viene sola, sin una sola gota de agua.
Y de repente te veo. Yo, el que siempre se muere por verte. Pero te veo en un espacio que me mata. ¿Por qué haces esto? Si conoces mis miedos, ¿por qué justo tienes que aparecer acá? Te crees Dios, tu naturaleza es sensualmente pagana, tienes poder sobre mi vida, pero lo que más te divierte es jugar con la muerte.
Y es que nuestra historia siempre se ha tratado de resurrecciones, de viajes en el tiempo, de abrazos y de ausencia. Nuestra historia es compleja, como cuando el viento se pone bravo o como cuando el tráfico se convierte en un pulpo peligroso y obstinado.
Pero esta vez te estás excediendo. Me duele tanto, pero tanto volver y a continuación tener que irme como lo hacía tu gato. Tu gato que murió a la sexta muerte, y que no cumplió su plan suicida de morir a la séptima volando. Ese gato errático, generalmente cobarde y de orejas pequeñas que tanto te gustaba, y que sin embargo terminaste odiándolo. ¿Tu estrategia?: Decirle “eres un perro” y luego ignorarlo.
Pues bien, imagínate que soy aquel gato y entiende de una buena vez que todo esto me hace mal. Las tormentas eléctricas son una tortura que me va royendo por dentro. No quiero sumergirme y posteriormente ahogarme, ni que el mar se lleve consigo las huellas de aquel Caminante, no hay camino...
¡Nada!
¿”Nada” del verbo nadar, o “nada” como vacío?
¡Nada!
¡Nada de nada!
La tormenta va pasando: así como llegó de imprevisto, de imprevisto se marcha. Y se va con todo el alarde que la caracteriza: juegos de luces y tambores. Me siento más tranquilo, todo vuelve a ser más tenue y ligero. Me gusta encontrarme así, soy feliz así.
Y para mejorar el momento, comienzo a sentir unas gotas cayendo sobre mí. El cielo me está acariciando la cara, y además lo está haciendo con ungüentos al parecer con algún componente salino. Parecen gotas de mar.
Fue instantánea. Ella siempre había sido instantánea.
Mágicamente, siento que la última gota que ha quedado íntegra sobre mi rostro comienza a hablarme. Quiere comunicarse conmigo, entonces cortésmente le abro la puerta. Parece ser graciosa y ocurrente. Ella no es tímida y me dice que aún me esperan. Le respondo: que me sigan esperando, porque ahora el reloj se ha invertido y estoy más del otro lado. Nacimos Sur, y si el sur llama, al sur me voy.
Me mira espantada. Yo le sonrío y a continuación comienzo a reírme como desquiciado. Me mira ahora con tristeza, y es cuando la pequeña gota de agua suelta una pequeña lágrima también de agua, que cae justo sobre mi frente deshidratada.
La cordura vuelve a mí. No es chistoso lo que está pasando. De hecho es terrible, es sumamente terrible y hasta podría ser fatal. No debo ser tan egoísta.
Y reuní fuerzas, puse acero a mi voluntad y volví.
Domingo.
Primero la calma que precede a la noche del sábado. Luego el huracán que sostiene los almuerzos. Finalmente el infierno divino que antecede a los lunes.
El timbre, la eterna guerra de quién va a abrir. Por un momento todos quedamos inmóviles, sordos y luego voluntariamente ciegos ante la caravana de platos que se aproxima. Y en la mesa se viene la segundita: esta vez combatimos por la comida.
El jugo que casi siempre se acaba en la primera ronda, y la falta de agua justamente por la efímera presencia del jugo. Gaseosas sin gas, picante sin picar y pan muy picado. Tangos. Mapaches corriendo entre nuestras piernas. El mismo chiste por décima vez, un vaso roto, el mantel sucio, el suplemento deportivo jugando a las escondidas.
Nos queremos, hasta discutiendo de política nos queremos. Y es que los reencuentros dominicales son hermosos, son como un rayo de sol con helado de canela.
Sábado.
Pienso en la camisa. Pienso en las llaves. Pienso en el vino. Pienso en pistacho y también en maní. Llegan las 12 y me ducho. Perfume en el cuello. Me veo al espejo.
Es cuestión de madera. Es rojo, es amarillo y es verde. Es nacer en esta tierra.
Siempre un brindis, discursos previos al almuerzo y poesía en la sobremesa. Tabaco y menta. Unos se van y otros llegan. Al final, de algún modo logramos estar todos. Y comienza la fiesta: bailamos, gritamos, bebemos, reímos, descansamos, nos odiamos y nos amamos. ¿Fotos? Obviamente (pero mínimo tres por toma, para salir bien no más en una).
Va anocheciendo y comemos lo que ha sobrado del almuerzo. Ojos rojos, leña agotada, castores patrullando la casa y la música difuminada en una aparente calma. Nos despedimos tres veces, para irnos recién a la cuarta… Y resulta que tenemos cierta magia. Con un poco de café y palo santal, hacemos hasta de los martes, un sábado. Somos así.
We are on our way.
As a matter of fact, we have always been.
We might got lost among spatial labyrinths before.
We may have fought blindly against time.
But now, we are finally here.
We have come back,
Home is the Universe.
Our blood is its lightness.
And God is its perfect darkness.
A esta altura, seguir un orden cronológico es tristemente insubstancial. He logrado la sublime conexión con el Universo, el hermoso equilibrio entre ir y venir. Me reencuentro con el más puro origen de la vida, dejándome desvestir por el polvo de las estrellas.
Alumbramiento. No tiene nombre, ni sexo, ni forma, y sin embargo al mismo tiempo abarca todas las palabras en todas las lenguas, pertenece a todas las diversidades sexuales y es de formas infinitas.
Y es que este es el verdadero comienzo, el comienzo de aquel viaje ligero que lo pensaba tan lejano, y que ahora está acá. El viaje al que más solía temer y hacía hasta lo imposible para huir cobardemente de él. El viaje que nunca anunció su llegada y que al llegar lo hizo camuflándose, como se camuflan los camaleones ante el miedo y la incertidumbre. El Gran Viaje. El viaje más humano.
Fui cuerpo. Ahora soy luz, y estoy bien.
Andrés Méndez Rodríguez (21)
Ingeniería Química
andruch_21@hotmail.com