Por Eugenio Sulpizio.
Lo presentí a poco de despertarme. Ese jueves de abril no discurriría en vano como tantos otros. Algo habría de suceder, y ese algo sería definitivamente bueno. Como los antiguos, que se fiaban del vuelo de las aves para presagiar el curso de las guerras y de la vida, lo presentí en la tonalidad azulina del cielo, en la temperatura inusualmente cálida del aire, en el brillo cristalino de las cosas. Este presentimiento me ha acompañado a lo largo de toda mi vida y lo he sentido en la mayoría de sus momentos más cruciales. Por ejemplo, el día en que me gradué de la universidad, aunque debiera aprobar una secuencia de dos exámenes; por ejemplo, el día que me dieron la noticia de que viajaría, por medio de una beca totalmente inesperada, a una experiencia internacional en Palestina.
Como todos los días de semana al mediodía, salí de la oficina para comprar el almuerzo vegano que estilo y para olvidar por unos momentos las faenas burocráticas que me ocupan, también todos los días, hasta las seis de la tarde. Así, bajo un sol más primaveral que otoñal, caminé por el adoquinado de Perú hasta el cruce con Hipólito Yrigoyen. Antes de llegar me detuve un momento en las mantas de la feria que allí se improvisa diariamente para husmear los mates coloridos, las fotos encuadradas de Perón y de Evita, los fuelles de las viejas cámaras fotográficas que, más que venderse, se exponen como en un museo a cielo abierto. Y a poco de cruzar, en medio de un mar de esmog y de oficinistas apresurados, recibí una llamada desde Barcelona que oficializó, de una buena vez y para siempre, la noticia que había esperado tanto tiempo.
Jueves por la noche en Cochabamba. Mi pareja, una suiza de unos cincuenta años, no entiende la intención. Repite que no me comprende, que debo caminarjunto con ella, que mi pecho, antes bien que mis piernas, debe iniciar el primer paso. Yo le agradezco la corrección, aunque siento una frustración indisimulable: ella, que nació bien lejos de los quejidos del bandoneón y de las ventanitas de las calles de arrabal, comprende mejor que yo la lógica corporal del tango. Percibo su creciente fastidio, siento que su pecho se torna lejano y rígido. “Si quieres me callo”, dice luego de una serie de correcciones que suenan a reprimendas tal vez indebidas, y yo le replico suavemente que no, que sus correcciones son oportunísimas, que continúe enseñándome. Me mira de soslayo con sus enormes ojos azules, y ya no puede ocultar su resignación: esta noche le ha tocado en suerte un principiante que apenas puede vérselas con el paso básico. Vuelvo a agradecerle, esta vez ya con cierto fastidio de mi parte, y le ofrendo lo único que puedo darle con cierta naturalidad: un abrazo cerrado, mi pecho contra el suyo, mi mano izquierda suavemente sobre su derecha, mi mano derecha sobre su sacro. La respiración se lentifica y se entrecorta, su cuerpo otrora rígido se relaja y se encuentra paulatinamente con el mío. Finaliza la primera tanda de tangos de práctica; suspendidos entre el desencuentro y el encuentro, entre la técnica y el sentimiento, nos despedimos con una sonrisa mutua que pareciera redimirnos. Poco antes, L me había enseñado que el abrazo es lo más importante cuando se baila tango. Y eso hice, a pesar de todo.
Los Jueves de Ana Postigo. Cochabamba 444, corazón del barrio de San Telmo. En medio de callejuelas de adoquines signadas por la decadencia, el afán de tradición y la marginalidad omnipresente de la Buenos Aires posmoderna, el Club General Belgrano se transforma todos los jueves desde hace doce años en un refugio para los amantes del tango sentido. Cuando Mariano, luego de darle la buena noticia sobre Barcelona, me invitó aquella tarde a tomar una clase en otra de las tantas milongas porteñas, creí que encontraría lo que él siempre criticaba. “¿Acá es la clase?”, le pregunté cuando llegamos. Había poca gente, y la mayoría vestía simplemente. Un ambiente verdoso pero cálido, una pista de baldosas, una vieja pintura al óleo del general Belgrano sobre un espejo, un montón de fotografías amarilladas. No había mucho más.
“Paso corto, muchachos, paso corto”, repite Eduardo Cappussi al tiempo que lo muestra. “Bailen el paso”, concluye, y sus pies avanzan de una forma que linda con la acrobacia. “Ustedes, chicas, no se cuelguen de ellos. Déjense llevar”, acota Mariana Flores. Ellos dictan la clase de las nueve de la noche, y representan, sin duda, la quintaesencia misma de aquello que suele entenderse por tango, sobre todo en el extranjero: él, varón porteño a la antigua, los ojos penetrantes y claros, un mostacho a lo Dalí, la cola de caballo enrulada, encanecida y algo magra por los años, la camisa de seda negra abierta al pecho rizado; ella, mujer de humanidad pequeña, los ojos oscuros y levemente aindiados, la piel morena y todavía tersa, la silueta estilizada de una bailarina clásica. “Bailen el paso, que de eso se trata”, insisten, y vuelven a mostrar el paso. Yo me abstraigo en la gracia de sus movimientos, que acaso no resulten complejos a primera vista, aunque, como luego sabría, sean la resulta de añares de práctica.
“¡Cambio de parejas!”. La voz de Cappussi, lenta y reverberante, se impone sobre el silencio. El repiqueteo del bandoneón resuena nuevamente en la pista, y las parejas se deshacen para volver a hacerse. Estoy solo en medio de la pista, algo retraído aún, algo avergonzado de mi torpeza con la suiza. Entretanto, ella está sentada en un rincón recóndito de Cochabamba, y mira en soledad quien sabe qué. Más tarde alguien me diría que había abandonado la clase porque su nivel era muy principiante. Más tarde, mientras todos bailábamos, ella seguiría en ese rincón, vestida elegantemente para nadie, privada del abrazo y del encuentro, esperando quizá por ese bailarín eximio que le marcara todos los pasos.
Su figura se recorta en un lejano fondo de mesas, de luces ambarinas y de sombras. Le sonrío levemente, y ella, acaso por cortesía, asiente con la cabeza. No pronunciamos palabra alguna: solamente nos miramos con cierta lentitud, conociéndonos. Cierro discretamente el abrazo y me demoro un instante en sus ojazos negros, en su sonrisa ínfimamente perceptible. Sé que es francesa y que baila muy bien. Sé también que es una bailarina codiciada tanto por su destreza como por su belleza exótica. Yo avanzo lentamente, demorado en el cambio de peso y en esos asuntos de principiantes, y mis pies pisan los suyos. Ella, que percibe mis dudas, comienza a retroceder más de lo que yo avanzo; su cuerpo se contornea una y otra vez en una mezcla perfecta de sensualidad y de recato; su perfume floral, que le humedece el cuello, me distrae cada vez que nuestros rostros se encuentran. Ya sobre el final de la práctica, ella cierra el abrazo y me fuerza a extremar la vana sutileza que mis movimientos pretenden alcanzar. La miro, y me sonríe antes de cerrar los ojos. Yo también los cierro.
Cochabamba no es como otras milongas. La clase, lejos de toda espectacularidad y de todo perfeccionismo excluyente, se centra en lo realmente esencial, en aquello que todo bailarín realmentenecesita para sentir el tango: el paso, el abrazo, el encuentro. Los continuadores de Los Jueves de Ana Postigo así lo entienden, y ahí se cifra la buena suerte de todos aquellos que hemos recalado en su milonga: sentir el paso, el abrazo, el encuentro, quienquiera que sea nuestra pareja, cualesquiera que sean nuestras habilidades. La muerte la encontró antes de tiempo, un jueves de 2011, cuando apenas había vivido cincuenta y seis años. Hoy vive en su milonga y en los muchos artistas, bohemios, soñadores, outsiders y sintientes que todos los jueves se abrazan locamente en la pista de Cochabamba.
Ese jueves de mayo, por algún designio del destino que aún no comprendo, supe que la Universitat Pompeu Fabra había aceptado mi postulación. Corroboré, entonces, que en septiembre habría de mudarme a Barcelona por todo un año. Y ese mismo jueves, a menos de cuatro meses de mi viaje, cuando la nostalgia todavía era un prejuicio en ciernes, descubrí Los Jueves de Ana Postigo. Hoy, en este domingo de junio, sentado en soledad en una mesa de El Federal, al cabo de unas semanas desde aquel jueves en que realmente bailé tango por primera vez, al cabo de unas semanas desde aquellos abrazos en Cochabamba junto a tantas personas, me pregunto por qué comienza a dolerme este viaje tan querido en otro tiempo. Me pregunto, en definitiva, por qué comienzan a dolerme tantas cosas que antes no me dolían.
Abro los ojos. El bandoneón renueva su quejido. La francesa me mira con sus ojazos negros; yo, agradecido, vuelvo a sonreírle. Apoyo mi rostro sobre el suyo, entrecierro los ojos y me entrego. Ella consiente, aunque yo sea principiante, y la música nos invita a bailar otra vez en ese abrazo sentido en que el tiempo, la vida y la muerte se funden en la infinitud del presente.
El tango es ir. Y, ante todo, el tango es para los demás. Así lo creía Ana Postigo.
***
¿Por qué me dolés tanto, Cochabamba?
Hay rostros que no vuelvo a ver,
Hay abrazos que no se repiten, en este paso corto
Que algunos llaman vida.
Eugenio Sulpizio (27)
Abogado
eugenio.sulpizio@gmail.com