La noche es mala consejera

Por Marcos Elia.

“Portate bien, Chiquitín” le dijo su madre antes de despedirlo. “La vas a pasar bien, vas a ver”, le aseguró al ver que sus ojos luchaban por no llorar. “Qué lástima que papá no pueda bajar a despedirme”, pensó él sin reproche, ya que sabía de la enfermedad de su padre. El medio abrazo que le había dado arriba lo dejó con necesidad de más. Ambos al momento de decir adiós, habían aparentado fortaleza; el padre, para no mostrarse débil frente al hijo y el hijo, para no decepcionar al padre.
Su madre lo besó en la mejilla y lo acompañó al auto de su tío. La angustia honda de esa despedida un tanto fría, lo marcó tanto que siempre volvería a sentir ese vacío en el pecho al momento de despedir a alguien. Desde el auto vio como su madre se alejaba de espaldas; no sabía que sería la última imagen de ella en tres largos meses.
Tenía ocho años y pese que ese era el número de su suerte, sentía una extraña sensación; como si lo que la vida le presentaba era un poco mucho para un niño de esa edad. No podía expresar con palabras eso que presentía: que tanto tiempo lejos de su casa por primera vez, en el campo de unos desconocidos, le parecía demasiado. El tiempo le daría la razón, pero también enseñaría que los padres la mayoría de las veces, hacen lo mejor que pueden.
Al llegar le indicaron cuál sería su cuarto, el que compartiría con su primo de casi su misma edad. Contrario al augurio de los mayores, los chicos no terminaron como carne y uña; de hecho, terminaron bastante alejados de ello, más similar a la casi inexistente unión entre honestidad y política.
La primera noche todo le pareció extraño y sombrío: el silencio de la nueva oscuridad, los muebles desconocidos y sus extrañas formas, la almohada gastada, los ronquidos de su primo y la angustia a punto de estallar. “¿Qué hago acá?”, no podía dejar de preguntarse. Se sentía solo, pero especialmente abandonado.
Aunque sabía que nada cambiaría, lloró y lloró hasta que en un momento cayó dormido.
Al día siguiente descubrió que estaba mejor y se soltó un poco más. Persiguió como un pichón a sus primos más grandes, a quienes admiraba y añoraba agradar. Por la noche algo cambió: no era todo tan extraño, lo que desgraciadamente permaneció fue su angustia y sus lágrimas. Descubrió así, una de las primeras lecciones de su vida: la noche es mala consejera.
Pasaron los días y empezó a ver aquel viejo casco como un nuevo hogar; entró en confianza con todos y volvió a sonreír. Pese a su nuevo disfrute mantuvo una rutina todos los días: a la caída del sol se acercaba a la tranquera, donde se sentaba a esperar ver el auto de su padre. Iba siempre a esa hora ya que era esa la hora en la que él había llegado; también era el momento del día donde el calor de su cuerpo se escapaba con el sol detrás del horizonte, floreciendo su angustia desde su vientre. Ese momento, cuando comenzaba su dolor, lo trataba de palear con el calor de la esperanza de ver a su padre. Desgraciadamente, eso nunca sucedía. Finalmente, luego de varios minutos, abandonaría la tranquera triste y sin haber podido apreciar la paz y los colores de la puesta del sol. En el camino de vuelta, se preparaba para una noche difícil; siempre se prometía no llorar, aunque de un modo u otro nunca lo lograba.
Un domingo cualquiera, mientras jugaba con sus primos oyó el llamado de la campana del almuerzo. Corrieron todos juntos a la parilla. Paradojas del destino, al llegar se sorprendió con que su padre estaba tomando algo con los mayores.
No supo cómo reaccionar; su sorpresa era enorme. Tenía demasiadas preguntas en su cabeza: ¿cuándo llegó? ¿Qué hace papá acá? ¿Por qué no lo vi llegar? ¿Por qué no estaba para recibirlo? ¿Estará enojado porque no lo recibí en la tranquera? Todo esto duró unos segundos que pasaron pesadamente. Cuando recuperó la movilidad de sus piernas, corrió hasta su viejo y sin importarle sus lágrimas lo abrazó y le dijo: “perdón”. El padre entre conmovido y sorprendido, lo abrazó más fuerte y luego, corriéndole las lágrimas, le preguntó: “¿perdón? ¿Por qué?”. “Por nada, gracias papá”, contestó Chiquitín.

 

Marcos Elia (26)
Abogado
marcos_elia@hotmail.com