Por Gisela A. Ferrari.
La idea de estudiar mi máster en una de las diez mejores facultades de derecho del mundo, en una ciudad como Londres, era demasiado atractiva como para que yo en algún momento me detenga a pensar en potenciales contratiempos. No me daba cuenta de que me dirigía a ciegas a toda velocidad contra una pared, pero hoy no podría alegrarme más de haberlo hecho.
La experiencia de mi posgrado comenzó hace mucho tiempo: cuando uno decide irse a estudiar afuera, los preparativos son tantos que si bien la decisión puede ser apresurada —y en mi caso sin dudas lo fue—, la ejecución no puede serlo. Para el momento en que tomé el vuelo a Londres, ya hacía casi dos años que venía proyectando la maestría.
¿Qué aprendí en este año que pasó? Empecemos por lo más obvio: aprendí sobre derecho. Cuando partí, estaba convencida de que mi posgrado iba a ser igual que cualquier year abroad: infinidad de eventos sociales, muchos viajes, poco estudio. Llegué para encontrarme con listas interminables de lectura, una serie de exposiciones orales en clase y varios ensayos, coronado por siete exámenes y una tesis de maestría. Una exigencia académica rigurosa y una competitividad abrumadora, que exasperaban hasta al alumno más aplicado. No llegué a Londres con la idea de ser la mejor ni de obsesionarme, y creo que hice bien, porque a medida en que avanzaban los meses y las pilas de libros se acumulaban, fui testigo de cómo varios de mis compañeros que sí fueron con esa idea la abandonaron. A pesar de haber tomado esa decisión, estaba ínsita en mí la autoexigencia que siempre me ha acompañado, y los primeros meses fueron un verdadero infierno. Todo momento que pasaba lejos de un libro implicaba en cierta forma una sensación de culpabilidad, un sufrimiento. Afortunadamente —y aunque visto en perspectiva un poco tarde—, en la segunda mitad del año logré relajarme y decidí que iba hacer lo mejor que podía, pero sin dejar de disfrutar de mi experiencia. Ahí pude verdaderamente paladear las clases y los conocimientos que se me ofrecían. Cualquier abogado o estudiante de abogacía argentino me comprenderá cuando le diga lo mucho que me sorprendió escuchar a un profesor excusarse por haber hablado él solo por veinte minutos. Las clases eran muy distintas: dinámicas, desapegadas de los libros de texto y los artículos de doctrina, con un alumnado entusiasta y dispuesto al debate. Se requería tener una opinión respecto de todo, cuestión que me desorientó al comienzo, pero terminé acostumbrándome e incluso disfrutando de formar rápidamente una opinión sobre algo nuevo. Me apasioné con los temas de algunas clases diferentes a todo lo que había conocido hasta ese momento en la universidad. Con la filosofía de dar lo mejor de mí sin caer en la obsesión, forjé buenas relaciones con algunos profesores, obtuve buenas aunque no brillantes notas para mis exámenes y la mejor calificación de la clase para mi tesis de maestría.
Irse a vivir y a estudiar afuera siempre cambia las reglas del juego, pero en mi caso cambiaron más aún, porque a la mitad del máster terminó la relación de noviazgo que había sido en gran parte el motor de la travesía en el viejo continente. Así aprendí otras cosas menos evidentes.
Cuando una persona importante en mi vida me negó un café de despedida y nuevos amigos me abrieron las puertas de sus casas en Sarajevo y en Toulouse, me di cuenta de que tenía que reorganizar mis prioridades: aprendí a darle importancia a la amistad. Lejos de los míos, cuidé de mis amigos como si fueran mi familia y ellos cuidaron de mí como si yo fuera la suya. Personas que hasta el momento no eran cercanas a mí me ofrecieron su ayuda desde el otro lado del Atlántico. Mis amigos de Buenos Aires también me tendieron su mano. La sensación de estar lejos de casa, la presión de los exámenes, la zozobra de romper una relación, todo quedó diluido entre lecturas, cafés y conversaciones vía Skype, recorridas por Shoreditch y vinyl hunting en Rough Trade. Mis amigos me dieron una lección: no los había valorado lo suficiente.
Cuando me encontré viajando sola a seminarios y visitando nuevas ciudades, me di cuenta de que no había valorado lo suficiente mi propia compañía: aprendí que me gusta pasar tiempo conmigo misma. El temor inicial ante la soledad y ante la posibilidad de enfrentarme a mis propios fantasmas en tiempos difíciles cedió para dar lugar a lo obvio: qué mayor placer que el de contentarme solo a mí y hacer lo que me plazca. Le tomé el gusto a sentarme a leer en un café de una ciudad desconocida, a dar largos paseos y tomar notas de mis reflexiones, a no pronunciar palabra tal vez por días, con la excepción de las que necesariamente debía emplear para proveerme de comida y de algunos servicios. En mi caso no había mejor cura para mi alma que yo misma, porque había mal aprendido con los años a desoír lo que quería y lo que necesitaba.
Cuando percibí que el brunch en Duck and Waffle era muy cool pero yo prefería las milanesas de mi abuelita de todos los sábados, me di cuenta de que la vida en las grandes ciudades puede ser grandiosa, pero no la hay como con los tuyos: aprendí que los lugares son los afectos y no las cosas; aprendí que prefiero la familia y los amigos, el barrio y el conurbano, porque ahí está todo lo que es importante para mí.
Por supuesto me gusta viajar, ver, descubrir, degustar, conocer. En la multiplicidad casi agobiante de Londres, aprendí a amar lo nuevo y lo diverso. Cultivé amistades con personas de todo el mundo, me nutrí de sus experiencias de vida tan distintas a las mías, compartí tardes y noches, música y comidas, idiosincrasias y perspectivas. Pero aprendí también a desmitificar el vivir afuera: Buenos Aires es una ciudad hermosa y compleja, llena de rinconcitos magníficos, perfectos porque son nuestros. No la cambio por nada.
Iba a escribir esta crónica hace exactamente seis meses, pero no lo hice. Su contenido hubiese sido totalmente diferente. Estoy convencida de que no lo hice porque no tenía que hacerlo, lo mismo que pienso de todo lo que sucede y lo que no sucede últimamente. Cualquier lector atento podrá discernir que esta no es una crónica especialmente feliz ni particularmente triste: es un gran, enorme gris. Agradezco que haya sido de esta manera. Pareciera que una mano invisible hubiese intervenido para alternar cuidadosamente los momentos adversos y los felices, para darme oportunidades de compañía y de reflexión, para darme fuerza para crecer, para que todo encaje perfectamente, para encontrarme hoy con la mejor versión de mí misma. Hace seis meses, esta crónica no hubiese sido la misma. Tout vient à temps à qui sait attendre.
Gisela A. Ferrari (26)
Abogada
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