Por Santiago Legarre.
Creo que mi primer contacto directo con el Islam fue en Inglaterra, aunque yo —que ya peinaba alguna cana— no conocía entonces siquiera la palabra “Islam”, hoy tan en boga. Mi amigo Sharif, un egipcio que estudiaba el BCL en St Catherine’s College, Oxford, me explicó un día que él vivía la castidad con su novia y que no bebía alcohol, porque era musulmán. Esta declaración sorprendió sobremanera a mi ignorancia. Unos quince años más tarde, desembarqué por primera vez en Israel. Fue, en el país judío por definición, un baño de inmersión islámica para esta alma ignorante. Aprendí entonces que sobre la antigua explanada del Templo de los judíos (también conocida como el Monte del Templo) se encuentran dos mezquitas de importancia grande, construidas en el siglo viii: la más llamativa, por su cúpula dorada, el “Domo de la Roca” (a la que durante unos años atribuí arbitrariamente el título de “una de las maravillas del mundo” —hasta que me desmintió Wikipedia—); y la gris, menos hermosa, pero religiosamente más significativa, “Al-Aqsa” (que significa “la lejana”, de Meca y de Medina, y que es, luego de estas, el tercer sitio más santo del mundo islámico).
Allá en mi primera visita, hace unos diez años, desarrollé una pequeña obsesión (si es que “pequeña” tiene sentido como modificador de “obsesión”): visitar esas dos mezquitas. Lo intenté ese año. Lo intenté nuevamente cinco años después, en mi segunda visita a la Tierra Santa. Y lo volví a intentar este año 2015, en que escribo. Podría explicar las razones de mi pequeña obsesión, argumentar que la tradición sostiene que la roca de Moria, sobre la cual Abraham iba a sacrificar a su hijo Isaac, se encuentra en una de esas mezquitas, y un largo etcétera de argumentos, estéticos y religiosos. Pero las obsesiones, incluso las pequeñas, no necesitan de razones.
Una aclaración introductoria: La exexplanada del Templo de los judíos tiene, para los no musulmanes, una puerta de acceso (llamada Morocco Gate: la puerta de Marruecos) y ocho puertas de salida. Solo los musulmanes pueden usar estas puertas de salida como puertas de entrada. Cada una está custodiada por cinco soldados israelíes, armados hasta los dientes. Tienen un entrenamiento tal que detectan a la legua si alguien no es musulmán, a través de diversas técnicas. Aunque, llegado el caso, le piden a la persona su identificación y sanseacabó: te reenvían a Morocco Gate, que tiene horarios de ingreso restringidísimos.
Primera visita (2006). Entré, solo, por Morocco Gate y me fui directo al Domo de la Roca. Me sumé a una pequeña fila, con mi calzado removido y dejado ya en un costado, junto con muchos zapatos más. Cuando llegó mi turno de entrar, el guardia me preguntó secamente “¿Es usted musulmán?”, algo que no parecía preguntar a nadie. Sin contestarle directamente, le expliqué que tan solo quería pasar un momento a rezarle a Isa y a Maryam. Para ese entonces, y apenas llegado a Israel, ya había aprendido algunas cosas del Corán, como la veneración por el profeta Jesús y por la Virgen María, una de los mensajeros. El guardia se negó: “Acá solo pueden entrar musulmanes”. Y yo: “¿Cómo sabe usted que yo no soy musulmán?”. Mi pinta árabe y una barba incipiente me envalentonaban. Y él: “Puedo leerlo en su corazón”. Me sentí ofendido y esto se hizo visible: no reaccioné del todo bien, aunque me mantuve en el plano de lo verbal: ya pueden imaginarse mis palabras. Mientras estas salían de mi boca, el guardia se llevaba un silbato a la suya. En un instante tenía un soldado israelí encima, ametralladora cruzada sobre el pecho. Primer microarresto del día. Enseguida me soltaron, porque prometí no hacer lío. Me fui hacia Al-Aqsa, para intentar mejor suerte. Nuevamente, me saqué los zapatos. Nuevamente otro guardia me frenó cuando ya tenía literalmente un pie adentro. Esta vez, me alejé pacíficamente. A modo de despedida, se me ocurrió preguntarle a un estudioso musulmán, de esos que pululan en la explanada, por dónde había ingresado Isa el día en que expulsó a los mercaderes del Templo. Me señaló la famosa “puerta dorada” (que se ve, clausurada, desde el Monte de los Olivos, muy cercano) y dibujó en el aire un itinerario tentativo en dirección al sitio donde, se supone, estaba el Templo. Entonces fui y estampé devotamente un beso sobre el pavimento en el lugar por donde habría ingresado el Hijo de Dios. Fue instantáneo: silbato y nueva detención, esta vez consumada, con eyección inmediata del predio incluida. Sucede que, aunque yo no lo sabía, los gestos de religiosidad cristiana (y judía) están prohibidos en la explanada. Si al lector le cuesta entender esto, va por buen camino.
Segunda visita (2011). En una cafetería árabe cerca de la Puerta de Jaffa (una de las ocho puertas de la ciudad amurallada de Jerusalén, conocida como “Ciudad Vieja”), me encontré con un musulmán mayor, que había conocido en mi visita anterior. Le conté de mi pequeña obsesión y me dijo: “Eso tiene una solución. Ven conmigo y entramos al Monte del Templo a través de una de las ocho puertas reservadas a nosotros. Cuando el soldado israelí de turno te hable en árabe, tú no contestes nada: déjalo todo en mis manos”. Resultado del intento: el soldado israelí enfureció por lo que consideró un intento del viejo musulmán de violar las reglas; lo insultó en público (yo no entendía una palabra, pero no hacía falta); y, tomando su permiso de residencia en la mano, amenazó con romperlo en trizas. Yo temblaba. Hasta que el soldado me miró y me espetó: “¡Pasaporte!”. Entonces mi temblor dejó lugar al pánico. “No tengo conmigo el pasaporte. Lo dejé en el hotel”. Enseguida, un discurso furibundo: que debía ir preso; que estaría detenido varios días; que lo que había hecho era una irresponsabilidad. Al lado mío, el viejo árabe, que rondaba los ochenta años, lloraba sin lágrimas. ¿Todo por mi pequeña obsesión? Nos dejaron ir y fuimos juntos a tomar té con yuyos y menta, para consolar nuestras penas. “Perdón, perdón, perdón”.
Tercera visita (2015). Diez años después de su incoación, mi pequeña obsesión había menguado, en virtud de las contradicciones ya enumeradas. Salí a caminar por la Ciudad Vieja sin rumbo —uno de los placeres más grandes de la tierra— y dejaba, a mi izquierda, cada una de las ocho puertas designadas para el ingreso de los musulmanes a la exexplanada. Juré en silencio que esta vez no haría nada raro. Pero me acerqué a una de ellas para contemplar, aunque fuera a través del arco de ingreso, la belleza dorada del domo. Mientras lo hacía, un musulmán simpático empezó a darme charla. Cinco minutos después, la obsesión había renacido y un nuevo operativo estaba en marcha. El simpático fue a buscar a otro, y este a otro: todos querían hallar al muftí porque, según ellos, a mí me dejarían ingresar, dado que era profesor universitario de “Law and Religion”. Mientras esperaba al muftí, vi un prodigio de la naturaleza. Siempre he sostenido que los ojos verdes, en sentido estricto, no existen. (Por cierto, últimamente me ha venido la inquietud acerca del color de ojos de los animales: ¿hay variación, como en los seres humanos?) Pero acá estaba, custodiando una de las puertas de ingreso, una mujer soldado con unos ojos verdes de tapa de National Geographic. Uno de los simpáticos me sacó de la hipnosis y anunció que, lastimosamente, el muftí estaba afuera. Me despedí y subí las empinadas callejuelas de Jerusalén precisamente por donde Jesús hizo su vía crucis allá lejos y hace tiempo… En eso, un grito. Sigo. Otro grito, más fuerte. Sigo: “Soy un desconocido en esta ciudad, así que no puede ser para mí”. Un tercer grito. Me giro y diviso en la cuesta abajo a uno de los simpáticos junto con un hombre revestido de una larga casaca anaranjada: el muftí. Espero. Les doy tiempo a recuperar el aliento. ¡Habían corrido cuesta arriba diez cuadras para alcanzarme! ¿Qué querrían? “Señor Santiago, ¿usted quiere ingresar a las dos mezquitas santas? Eso es perfectamente posible”. Y siguió el muftí: “Mi amigo aquí me dijo que usted estudia las religiones para un curso que da en la universidad. Si usted considera la posibilidad de convertirse al Islam, yo estoy autorizado a hacerlo ingresar a nuestros lugares santos”. No contesté de inmediato. Mi pequeña obsesión me decía que ahora todo dependía de mí —de una pequeña mentira— y que ya tenía más de un pie adentro del Domo de la Roca y de Al-Aqsa. Mientras pensaba —fueron unos pocos segundos—, el muftí añadió: “Le puedo asegurar que la belleza de esos lugares es tal que si usted ahora siente alguna duda acerca de su religión, al salir de nuestras mezquitas se habrá disipado y usted querrá de inmediato abrazar el Islam”. El mandamiento “no mentirás” resonaba en mis oídos y aplastaba mi pequeña obsesión. Le ofrecí una excusa cortés y, con su insistencia proselitista todavía delante de mis ojos, pegué la vuelta y continué mi cuesta arriba.
Santiago Legarre (47)
Peregrino
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