Un amor de Swann, de Marcel Proust

Por Estefanía Servian.

Charles Swann sufrió más de lo que alguna vez creyó que se podía sufrir sencillamente porque quiso. Se convirtió muy a pesar y acaso a su (mala) fama en el más triste de sus amigos, por amor, y en el más tonto luego, por el mismo motivo.

La causante de tanto dolor, tanta pena y semejante drama fue Odette, una chica común y corriente, nada especial, al principio, y el aparente amor de su vida, con el correr del tiempo. Al conocerla no le había gustado, prefería otras compañías a la suya, compañías que se parecían a sus verdaderos gustos. Con ninguna hablaba demasiado y eso que él era lo suficientemente culto. Sabía de arte, de novelas, y siempre tenía un plan divertido. Cada vez tenía menos amigos debido a su afición por las mujeres, ya que solía cambiar de grupo, si le dejaba de interesar la mujer por la que se había unido.

“Un amor de Swann” forma parte de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Es un relato muy bueno acerca del amor y desamor de Swann por Odette.

Fue la desesperación ante la posible pérdida lo que la convirtió en el deseado objeto del amor. Estaba acostumbrado a verla. Una noche, cuando llegó a casa de los Verdurín y no la encontró allí, enloqueció. Recorrió París en su búsqueda (no hubo más tiempo perdido que la búsqueda de Odette), se sintió terriblemente mal creyendo que la había perdido y, al encontrarla, le otorgó un valor, no solo al encuentro, sino a ella misma. Y ese mismo instante, en el transcurso de dolor físico que experimentó durante unas horas a la felicidad actual, se creyó enamorado. Y así la amó.

Se convenció que tenía la belleza de las musas de sus pintores favoritos y la ponderó como la mujer más hermosa de todas. Le dio dinero cada vez que ella se lo pidió y consideró que era correcto hacerlo, debido a que la amaba.

Una de esas noches en casa de los Verdurín, escuchó una música que lo envolvió, que lo hizo sentir feliz de pronto. Tanta belleza lo maravilló y durante días buscó, sin éxito, que alguien le dijera cómo se llamaba esa música o quién era su autor. Cuando la escuchó nuevamente, volvió a sentir la misma sensación de júbilo y emoción ante tanta excelencia musical. Corrió a contárselo a Odette porque quería compartir esa sensación con ella. Lo único que expresó fue que era hermosa y él se emocionó ante tanta sencillez, sin comprender que ella, en realidad, no entendía nada. Esa melodía se convirtió en la melodía de los enamorados.

El amor de Swann se convirtió en la enfermedad más dolorosa, se convirtió en un todo indisoluble con él, se había enlazado a todas sus actividades y en su vida entera. Así como se había sentido inmensamente dichoso al escuchar esa melodía, se sentía igual de infeliz si la imaginaba con otro. Sentía dolores físicos cuando se ponía celoso y creía que podría morirse de pena. Para dejar de sufrir llegó incluso a desear que ella muriera.

El cariño por los otros puede lograr imposibles: que uno tolere conversaciones que no le interesen, comparta su tiempo con personas desagradables y construya, para sí, una realidad paralela. Swann no soportaba a los Verdurín, esa extraña familia, devenida en clan que lo invitaba a comer a la noche y siempre hablaba de los mismos temas, hacían las mismas escenas antes que el pianista comenzara a tocar o elogiaba los gustos del pintor aunque sus conocimientos de pintura fueran limitados.

Ninguna de sus relaciones conoció a Odette por ella misma, sino que conocieron lo que él veía de ella. A su ella. Él quería estar enamorado, quería ocupar su tiempo, esperar a alguien, quizás (¿por qué no?) sentar cabeza. Y ese es el riesgo de los proyectos unilaterales. Ella no era para él, se lo decía el sentido común; incluso a él, esa primera vez, no le había gustado. No ocurrió, como a veces ocurre, esa atracción que no se quiere tener por otra persona porque se sabe la inconveniencia de ese vínculo (no por cuestiones de clase, claro está, tan retrógrado y básico razonamiento de los mayores muy mayores), sino por cuestiones de personalidad. El egoísta no cambia; la empatía no crece de los árboles como un fruto nuevo, si en las raíces no está; la tontería no se transforma más allá de los libros, de la dedicación; y, como bien menciona Charles; puede que una persona no tenga defectos, pero eso quita que no sea una buena persona.

Cada tanto ocurre, con ciertas personas especialmente, de una vez y de un modo inexplicable, se cruzan en nuestra vida. No solo cuando nos enamoramos, como le ocurre a él con su Odette. Con amigos tal vez, con el padre que uno considera un ídolo. Con cualquier persona con quienes uno nubla la vista y no ve como realmente son. Esas personas que te tocan el corazón a su manera y uno los termina queriendo a su manera también. No hay posibilidad de amar tanto, tan profundo, sin conocerse de veras. Como Charles desconocía cómo era estar enamorado se conformó con esa sensación. La falta de belleza era un hallazgo y era atinada: Charles, tan esteta, cayó de todos modos a sus pies.

Odette tenía conductas moralmente reprochables, exacerbado a propósito en la novela que sea una joven tan inconveniente; pero en la vida cotidiana todos tenemos alguna persona que está de más en nuestra vida, que — por alguna razón— sobra, ya sea porque no tenemos nada en común o nos hace perder el tiempo. También, todos tendremos alguna persona que tiene o tuvo la posibilidad de lastimarnos. Odette tenía la suma de todas ellas: carecía de cualidades destacables, además de no ser bonita, hablaba demasiado de temas que desconocía; y ello sin contar sus experiencias con mujeres. Además, y esto debería haberse mencionado primero, no lo quería.
Esa obsesión por ella, esa desesperación de los que no son queridos por nadie, de aferrarse a lo que hay por miedo a que no haya nada. Se dejó mentir durante un tiempo largo en que ella se aprovechó de él y sufrió como nunca. El tiempo cura todas las heridas, incluso aquellas que no quieren curarse. Cuando el sentido común, aún él mismo lo notó, indicaba que debía escapar de ella para siempre, él quería verla más seguido. Quizás porque no tenía otra cosa en que ocupar su tiempo o quizás porque ya a su edad no quería estar tan solo y se conformó con quien estaba a su alcance cuando se cansó de buscar.

La novela arroja una idea interesante: cuando vemos a alguien por primera vez y no sabemos que vamos a volver a verlo e incluso no imaginamos el lugar que podría ocupar en nuestra vida después, creemos ver —cuando la persona ya forma parte de nuestra vida— señales en aquel primer encuentro. Si nos miramos de tal manera, aquella primera frase que mencionamos… Creemos construir una causalidad en lo que tal vez fue la mera casualidad de habernos cruzado. ¿Con cuántas personas que no vimos más nos cruzamos a lo largo de nuestra vida? ¿Cuántas personas que quisimos volver a ver no vimos más? A Charles lo unía a Odette su perseverancia.

No tardó nada, en tiempo, en comprender que el vínculo que lo unía a su Odette no era de amor. Fue en un instante, en esos instantes en que uno hace pequeños grandes descubrimientos aunque mas no sean internos. Llegó su peluquero y lo supo. No la tenía que volver a ver y, peor aún para él, nunca tendría que haber sufrido. Con un arrepentimiento que lo llenó de bronca recordó cada día de angustia, cada muestra de fingido amor; se le hicieron patentes sus defectos, todos ellos, y se rio de sí mismo con gusto.

Y pensar que lloró tanto y había querido morir por una persona que no le gustaba, que ni siquiera era su tipo.

 

Estefanía Servian (28)
Abogada
estefiservian@hotmail.com