Lupita (o de por qué la geografía y la comida no deben mezclarse)

Por Gonzalo Pereda.

Llamadme Donald Trump (1). Este posteo viene cargado de xenofobia, chauvinismo (2) y de la prueba definitiva de que la comida y la geografía no deben mezclarse.

El jueves 17 de marzo por la noche, como conclusión preliminar de una agitada semana (que no hizo más que aumentar mi parecido con Donald Trump, pues pasé casi tres días en la UCA haciendo campaña para juntar alumnos para el Taller de Escritura), fui invitado a celebrar el cumpleaños de una compañera de la facultad al célebre restaurante Lupita, en Puerto Madero. Lugares top si los hay. Inverosímilmente, allí se encontraba este impopular escritor aquella calurosa noche de jueves.

Desde el momento en que ingresé por sus mejicanas puertas supe que Lupita y yo no íbamos a ser amigos. La música, extremadamente fuerte; la luz, disminuida hasta el punto de no poder distinguir el bocado que uno se había servido del plato. Uno de los mayores desagrados de la velada fue la mesa en donde nos habían sentado a los doce comensales: era larga y alta, de esas que hacen imposible entablar conversación con quien se encuentra a más de una silla de distancia, de manera tal que transforman una reunión de doce personas en pequeños grupos de dos o tres, una estrategia propia del inglés Nelson en Trafalgar (3), pueblo no muy bendecido por mi pluma tampoco.

A la media hora de estar sentado mi desilusión con el sistema educativo argentino fue completa: las servilletas eran de colores, unas coloradas, las otras… azul marino. Allí estaba la prueba, inconmovible, incontrovertible, irrefutable: quien había decorado el lugar desconocía totalmente los colores de la bandera mexicana. ¿Acaso al decorador de un restaurante inglés se le ocurriría utilizar los colores celeste y blanco o a uno argentino los colores verde y amarillo? ¿Por qué entonces no utilizar simplemente los colores colorado y verde y honrar así los colores mexicanos?

En cuanto al servicio, dejó todo que desear. El pedido se demoró más de una hora y el aspecto físico de los mozos y mozas hacía recordar a la pandilla del Chapo Guzmán (o a cualquier grupo humano proveniente de Sinaloa). Ignoro si ese era el objetivo que la gente de recursos humanos buscaba, pero desde ya, si intentaban desagradar al comensal y hacerle sentir un leve escalofrío en la espalda, lo lograron. Y con creces.

Si algo salvó la velada, fueron los afectos. Ah, los afectos; esos frascos de miel que atrapan a las personas como moscas desde temprana edad. Con mis once compañeros pasamos una agradable velada: hubo fotos grupales e individuales, instantáneas de los platos de comida con fabulosos iPhones y un repudio generalizado a la comida picante. Después de todo, si un grupo de ingleses puede pasarla bien en la India o en África, rodeados de un ambiente foráneo y hostil, ¿por qué no habríamos de disfrutar nuestra cena en medio de un restaurante centroamericano? Tampoco es que éramos Donald Trump y sus amigos.

A modo de conclusión y moraleja, las palabras más sabias de la noche vinieron del ocasional taxista que nos acompañó a casa: “la próxima vayan a comer a Siga la vaca, ahí te comes hasta la pata de la mesa”. Para un argentino, nada mejor que otro argentino. Ese fue mi jueves juvenil, ¿y el tuyo?

Marzo, 2016

Gonzalo Pereda (24)
Abogado
peredagonzalo@hotmail.com

 

(1) Referencia a la frase inicial de la novela Moby Dick: “Llamadme Ismael”.
(2) Posición iusprivatista caracterizada por el amor excesivo al derecho propio y el desprecio por el derecho extranjero. En palabras de Wikipedia, en la que quizá sea la mejor definición jamás dada por esta enciclopedia virtual, “es la creencia narcisista, próxima a la paranoia y la mitomanía, de que lo propio del país o región al que uno pertenece es lo mejor en cualquier aspecto”.
(3) Alusión a la estrategia utilizada por el almirante Nelson contra la flota combinada franco española en la batalla de Trafalgar en 1805.