Por Ignacio Mendiola.
La vida es una obra de arte y, como tal, puede ser expresada en cuantiosos ámbitos. La literatura no es ajena a ellos, sino que representa de la manera más fiel lo que acontece en la cotidianeidad de lo humano; se retroalimenta, en gran parte, de las problemáticas del hombre; trae a relucir sus infinitas facetas y matices con el objetivo de espejar la realidad mundana, la manera en que las personas viven sus vidas.
El asunto que convoca en esta ocasión rodea la dificultosa idea de enamorarse de alguien que pertenece a otra persona. Salvando las diferencias de matices, sean históricas, sean morales, la novela El maestrante de Armando Palacio Valdés expone una verdad trascendente a cualquier realidad: los problemas de enamorarse de un/a casado/a.
Existen diversas formas de abordar el argumento que refleja el autor en su obra, pero a los fines del presente trabajo me inclinaré por solo dos de ellas. Por un lado, la persona que se enamora de alguien comprometido con otra. ¿Es inmoral sentir amor hacia un casado/a? A primera vista, y según la lógica de la mayoría de los seres humanos, la respuesta es no. A pesar de ello, y casi sin objetar dicho pensamiento, corresponde tener en cuenta hasta qué punto ese sentimiento de amor puede tolerarse. La exteriorización pública de ese enamoramiento, la inducción hacia la otra persona para inclinarla a ser también su amante, las acciones tendientes a romper los lazos que impiden ese amor querido pero difícil, son ejemplos por medio de los cuales se turba el simple querer y se lo transforma en un peligroso forzar. De ahí que la línea que divide la moralidad de la inmoralidad sea, en este caso particular, muy delgada. Por otro lado, la segunda forma de analizar esta afirmación viene de la mano de la persona que conoce el amor que otra siente por él o ella. Aquí, de la misma manera que en el caso anterior, el solo conocimiento de ello no es suficiente para provocar por sí un acto antiético, sino que hace falta algo más. Como se enseña en la propia religión cristiano-católica, el pecado se anticipa por la tentación. Quien conoce ese enamoramiento resulta tentado —o tal vez no, según sus convicciones— a cometer el pecado al que se lo llama. Esto no debe interpretarse como una acción perversa de la otra persona, sino como una circunstancialidad que pone en jaque la relación que uno/a mantiene de antemano.
Lejos de terminar ahí, suponiendo que el caso mentado implique la palpable unión entre esos amantes, las cosas se complican y las consecuencias se vuelven irrefutables. Antes que nada, es necesario aclarar que existe un abismo entre lo ideal y lo real. El primero de estos supuestos se identifica con la hazaña concretada y ningún problema de por medio, algo que aquellos que aspiran a tal cometido ven como el summun de las posibilidades, pero que rara vez (por no decir nunca)se da. El segundo de los casos es lo que acontece la mayoría de las veces (por no decir siempre): la hazaña concretada y muchos problemas de por medio, razón por la cual se confirma entre ambos supuestos el contraste que los distingue.
Resultarían inabarcables las complicaciones que trae aparejada la conducta que se analiza, complicaciones de muy variada entidad y naturaleza, capaces de involucrar no solo a los amantes, sino a terceros, ajenos o no a la relación. Para enumerar algunas de ellas, y mostrar y demostrar que lo que se dice es cierto, no hace falta más que mirar a nuestro alrededor. Lo primero que salta a la vista es la relación actual que mantiene el casado/a. Tarde o temprano, quiérase o no, la incompatibilidad manifiesta sale a la luz; el esposo/a que entra en conocimiento de la situación advierte una inestabilidad tal en las relaciones que pone en juego el compromiso, lo que hace que penda de un hilo muy delgado el vínculo que los une. Frente a ello, se vuelve harto difícil el sostenimiento de la relación; que pierde así una de sus patas, con las consecuencias que eso conlleva. Luego, según el ámbito en que uno/a se mueva, la desaprobación social amenaza con ser una de las tantas complicaciones; incluso podría constituirse como un castigo público que pese sobre los hombros de la persona a lo largo de su vida. Estos problemas —que suelen ser los más comunes— se agravan si entre los amantes hay un nuevo vínculo: un hijo, por ejemplo. Precisamente, en la novela comentada, este hecho es el núcleo de su desarrollo, la piedra angular sobre la cual gira su totalidad, y no solo eso, sino que se vuelve, por una genialidad —impensada— del autor, la razón de un problema aún mayor, extremo si se quiere. Por último, en sentido figurado, pues he dicho que esto es inabarcable e impredecible, puede darse también la posibilidad que de este nuevo, fugaz, pasional y peligroso amor nada surja, más bien todo lo contrario, sea solo eso: un amor pasajero. Frente a esta contingencia, las tentaciones parecen disminuir por la magnitud de lo que hay en juego. No habría peor cosa que quedarse, en estos casos, sin el pan…
Tratar de alcanzar los designios del amor puede ser, en circunstancias como estas, un dolor de cabeza, toda vez que la realidad de las cosas, opuesta oportunamente a la idealidad imposible, implica fatalmente la aparición de problemas. Luchar contra la corriente es todo un desafío, pero puede ser muy desgastante. Solo algunas salidas responsablesaminorarían esos efectos negativos que pretenden ilusoriamente evitarse así sin más.
Por estos motivos, y otros tantos, la idea de enamorarse de un/a casado/a es necesariamente problemática. Aun cuando se quieran mover las manecillas del reloj de la vida, para enmendar los errores y reparar, en la medida de lo posible, el daño causado, los efectos se vuelven residuales, se arraigan de tal forma en el individuo que difícilmente podrá desprenderse de ellos. Conviene aclarar que esta consideración es común a ambas partes de la relación, tanto el que se enamora del casado/a como el casado/a que acepta y cultiva ese nuevo amor a pesar de su condición.
Como una cuestión atemporal, sin límites ni fronteras, este consuetudinario tabú —al que de tabú ya le queda muy poco— es parte de nuestra vida. No hay persona que no conozca al menos un caso de este estilo. Evidentemente, no se puede culpar —como muchas veces se lo hace, aunque no siempre sin razón— a los tiempos modernos; el problema existe desde antaño, y muy bien lo reflejaba ya en 1893 Palacio Valdés, que imprimía la radiografía de una vida complicada por la situación que se describió líneas arriba. La idea de representar una cuasi biografía en una obra literaria es magnífica, pues implica la posibilidad de que el lector se identifique con ella, viéndola desde un punto más objetivo que el que puede darle, o todo lo contrario, puede que el lector para nada se identifique y por ello vea íntimamente una realidad ajena y viva al mismo tiempo, que por sí mismo nunca habría podido experimentar.
En suma, la lectura de El maestrante y la consigna disparada permiten, más o menos, hacerse una idea de lo problemático que puede ser caer bajo los efectos del amor hacia una persona comprometida en matrimonio, pero, de la misma forma, muestra lo fácil que puede ser involucrarse en ello, como parte de la realidad de un sinfín de personas.
Ignacio Mendiola (20)
Estudiante de Abogacía
ignmendiola@gmail.com