El muelle

Por Nicolás Sánchez Frascini.

Levanto la mano, tímidamente, y a mitad de camino la vuelvo a bajar. El saludo de la muchacha no es para mí. Me doy vuelta y busco otra persona, las mesas de algún bar, una mirada cómplice con la suya o la mía.

Miro el río detrás de ella, intento escudriñar las embarcaciones; me hago el distraído. La muchacha vuelve a levantar la mano y esta vez no caigo en su truco, aunque sé que detrás de mí solo hay un paredón largo y gris, poblado de dibujos que no tienen sentido.

Camino en dirección al muelle para hablar con unos chicos que les tiran migas a los peces y a las palomas. Cuando paso cerca de la muchacha, me pregunta si todavía la quiero. Prefiero ignorarla y desvío la vista hacia el vuelo de unos pájaros negros que se pierden en la isla.

Alguna vez tuvimos una casa en la isla. Una casa de madera, un pequeño bote y un perro que venía a buscar sobras. Una casa a la que nunca más volvimos después de que un árbol la aplastara durante un temporal del sudeste. Su fisonomía no ha cambiado mucho desde aquel día.

Me paro a un costado del muelle y les pregunto a los chicos si son de por acá cerca. Necesito hablar, necesito creer que todavía pertenezco a este lugar. Me dicen que sí, que son de por ahí, y señalan el río. “¿De la isla?” “No, no, de más allá de la isla, de por allá”, y vuelven a señalar el río igual que la primera vez. “Ah, ¿y qué hacen acá, tan lejos, si se debe estar mejor allá?” “Hacemos lo que hacemos, lo que andamos en ganas”, me contesta uno. “Lo que no te importa”, me dice otro, “¿por qué no te vas de la mujer que te está llamando?”, y me echa con la mano.

Los insulto, les grito que la muchacha no tiene nada que ver conmigo, que no la conozco, y los amenazo con un pedazo de madera. Corren unos metros y, cuando están lejos, me tiran piedras.

Me pegan dos o tres veces, una de ellas me lastima la oreja izquierda. Siguen caminando. Festejan, gritan y me hacen gestos obscenos. De vez en cuando, alguno se baja los pantalones y se da vuelta para hacerle gestos a la muchacha. En estos tiempos, pareciera que desnudarse por la calle no fuese delito.

Ahora soy yo quien los corre, pero se alejan demasiado rápido. Son chicos, desaparecen en medio de un yuyal y al rato los veo nadar en dirección a la isla. Mientras agito el puño, insulto a sus padres, insulto su condición social hasta que un barquito palero me los oculta, tal vez, para siempre.

Vuelvo al muelle. Me siento a contemplar la isla y las aguas oscuras del Paraná; cerca de este río soy frágil, cerca de este río soy un niño agotado. La muchacha se aleja, lentamente, y ahora sí, en esos pasos cortos y dudosos, reconozco su andar.

Nicolás Sánchez Frascini (30)
Capitán de Ultramar
sanchez_frascini@hotmail.com