Por Marcelo Gobbi.
Había aprendido en su tierra el oficio de panadero. Le parecía auspicioso llegar a una isla adonde no se conocían las medialunas.
Ninguna ley escrita indicaba que un recién llegado debiera presentarse ante el señor Gobernador para obtener el visto bueno para su proyecto, pero por alguna razón todos lo habían hecho siempre, incluso con el padre y con el abuelo del señor Gobernador, que habían ocupado ese mismo cargo. Solo una vez un zapatero remendón había omitido cumplir ese paso por considerarlo denigrante y debió abandonar la isla luego de que su zapatería fuera clausurada diecinueve veces en un año por no exhibir el cartel obligatorio que contuviera la leyenda “Según lo dispuesto por la ley 89.377/33 este comercio no discrimina entre clientes diestros y zurdos”. Aconsejado por los lugareños, el forastero debió entonces explicar a la autoridad por qué la introducción de las medialunas traería un rédito político al partido gobernante. Se le ocurrió decir que aumentaría la felicidad de los isleños, que comenzarían el día con un rico desayuno, y que todos atribuirían al gobierno el mérito de haber fomentado tan beneficiosa inversión.
El panadero tenía pensado alquilar un terrenito alejado del centro de la ciudad para producir sus medialunas, pero el señor Gobernador, generosamente, le ofreció que se instalara en el patio trasero del palacio de gobierno, que estaba vacío, para eliminar el costo de los fletes. El panadero puso allí su horno y su mesa de trabajo y comenzó de inmediato a vender su mercadería. Las primeras medialunas fueron repartidas en el entretiempo del partido final de béisbol de la copa “Señor Gobernador”, principal y casi única actividad deportiva de la isla.
El señor Ministro de Economía, que pasaba todas las mañanas, café en mano, para degustar las primicias del horno, se mostró sorprendido de que el panadero no se hubiese acogido todavía al régimen de la ley de Promoción de Inversiones Solidarias (“PIS”), algo que le sugirió hacer de inmediato. Se trataba de una norma de 1964 que nadie recordaba, pero que permitía a quienes invertían en productos y servicios considerados innovadores por el Ministerio de Economía ahorrarse una buena cantidad de impuestos durante los primeros treinta años de operación, siempre que tomaran empleados isleños. El Ministro le sugirió que pensara en Carmela, su sobrina, y sus amigos, que no tenían la menor idea de panadería ni de ninguna otra cosa y que se pasaban el día en la playa, pero que, gustosos, podían figurar como empleados por una módica suma mensual si con eso le hacían ese inestimable favor al panadero y, de refilón, al bien común y al progreso del pueblo, como dijo mientras se servía la cuarta medialuna.
El otro panadero que existía en la isla se irritó un poco por el privilegio dado a un inesperado competidor que, encima, era extranjero. Pero como su principal negocio era vender el pan para los comedores de las dependencias de la gobernación y para los sándwiches que repartían en la escuela pública de la isla, prefirió guardar un prudente silencio.
De todos modos, ambos panaderos optaron por ser razonables y, alrededor de una botella de ron en el único bar del pueblo, acordaron que ninguno se dedicaría a vender lo que producía el otro. Para blindar el acuerdo de la amenaza de que vinieran nuevos panaderos a la isla convencieron al Gobernador, que en ese momento estaba tomando su copetín de la tarde en la mesa contigua, de que sancionara la ley de Panificación Isleña Sostenible (“PIS II”), que prohibió la fabricación de medialunas a quienes produjeran pan, y viceversa, y la instalación de cualquier comercio de panificación a menos de cinco kilómetros a la redonda de otro para, como decía la ley, propender a una mejor y más armónica planificación de la capacidad productiva del país en aras del bien común. Dada la forma oblonga de la isla, esa distancia hubiera obligado a cualquiera que quisiera abrir una nueva panadería a hacerlo en alguno de los dos extremos deshabitados del país adonde, además, no llegaba ningún camino ni el suministro de agua. En el fondo, se trataba de fomentar la solidaria colaboración entre colegas y no los efectos destructivos de la ambición desmedida. La ley PIS II fue firmada en el salón de actos de la gobernación y aplaudida ruidosamente por ambos panaderos (el de pan y el de medialunas) y por el representante de la única asociación de consumidores de la isla, cuyos gastos eran cubiertos por un subsidio que cada mes aprobaba el señor Gobernador.
Seis meses más tarde, el por entonces próspero sector panadero tuvo que enfrentar un nuevo contratiempo. Supo que en la isla vecina alguien había comenzado a producir pan y medialunas, y todo más barato. Preocupado, nuestro emprendedor volvió a hablar con el panadero de pan, al que explicó que el enemigo externo era común y que ambos debían buscar una solución al problema, pues estaba en juego el bienestar general de la isla. Fueron a ver al Gobernador, al que encontraron saboreando una medialuna importada (que en realidad le gustaba más que la local, a la que notaba mucho más insulsa y dura que en los tiempos inaugurales) y lo convencieron de que la amenaza externa dejaría sin trabajo a varios isleños; es decir, a Carmela y sus amigos de la playa, que solo pasaban a cobrar. Al día siguiente el gobierno firmó la ley de Producción Industrial Subvencionada (“PIS III”) que imponía un impuesto del 200 % a la importación de ciertos bienes cuya producción nacional —existente o que se decidiera iniciar en el futuro— fuera considerada estratégica a criterio del señor Gobernador. En el decreto reglamentario de la PIS III fueron declarados estratégicos cuatro tipos de bienes: en la categoría de bienes cuya producción se fomentaría en el futuro se incluyó a los aceleradores de partículas nucleares y a las plataformas semisubmarinas de exploración petrolera; en la categoría de bienes existentes, a las medialunas y al pan.
Dado que las medialunas foráneas eran, aun así, más baratas y no dejaban de maravillar a los isleños con su sabor, y luego de otra discreta gestión de ambos panaderos, el gobierno dictó la ley de Protección Integral de la Salud (“PIS IV”), que obligó a que toda carga de alimentos importados que llegara a puerto obtuviera, antes de su despacho a plaza, la aprobación del Departamento Bromatológico de la isla. Como en la isla no existía nadie que supiera Química (el farmacéutico pertenecía al casi desaparecido partido opositor) y la nueva dependencia no fue dotada de presupuesto, ese departamento nunca fue creado. Así fue que en el puerto se amontonaron productos de varios días que se pusieron duros y nunca llegó otro cargamento.
Los isleños, que no entendían por qué el panadero de medialunas había rebajado la calidad de la harina y ya no usaba mantequilla, sino una mezcla de grasas irreconocibles y savia de palmera, abandonaron el hábito de desayunar con medialunas y volvieron a su dieta de plátano y papaya.
Los estados vecinos, cuyos productos no podían ya ser exportados a la isla, comenzaron a reclamar viejas deudas contraídas por el señor Gobernador, su padre y su abuelo, al tiempo que la farmacia, la tienda y la librería se quedaron sin mercadería, porque la isla no había tenido nunca laboratorios, industrias textiles ni editoriales.
Acosado por las desastrosas finanzas del país, el señor Gobernador reclamó al panadero de medialunas la devolución del patio para poner allí un puesto de venta de agua de coco para los pocos turistas que continuaban visitando la isla, que estaban mermando día a día por la escasez de casi todo, y le reclamó alquileres retroactivos por el uso del lugar. También suprimió los sándwiches escolares, mas no el pan para la gobernación.
Ambos panaderos intentaron quejarse al Gobernador por la situación, pero no fueron recibidos siquiera por el otrora cooperativo Ministro de Economía. Frente a los rumores de que el gobierno se aprestaba a derogar las leyes PIS, PIS II, PIS III y PIS IV, fundaron una asociación empresaria cuya primera actividad fue organizar un congreso internacional sobre “La importancia de la solidez institucional y la seguridad jurídica para el desarrollo de la economía de cualquier país”.
Cuando en la isla vecina el zapatero remendón recibió la invitación de los panaderos para actuar como orador en ese congreso, debió pedir que le acomodaran de nuevo la mandíbula después de un acceso de risa que le duró cuatro días y sus noches. Como era un hombre piadoso, no les contestó.
Marcelo Gobbi
Abogado
marcelo@marcelogobbi.com