Por José Alberto Suarez.
Las mentiras fundamentales
El estilo avejentado del primer párrafo original de todo lo que quise decir esta vez se perdió en el éter. Se elevó como el vapor de agua que me hipnotizó cuando pensé en crearlo y fue uno en la atmósfera y en mi conciencia. En todo caso creo escuchar un sigiloso recuerdo que habla sobre las mentiras fundamentales, pero el tiempo es escaso.
Si acaso osara mirar para otro lado y disimular sobre la marcha ante la esencia que me espeta, caería irreductiblemente en la nada. Todo sería en vano y no auténtico a cada paso. La tierra bajo mis uñas me aploma y el sol me recuerda tus noses que decían sí… mentira medular.
El viento que navego me trae menos recuerdos que antes…
De melón
El selector en graves y un bending que te mueve el corazón. Entre nosotros hay un tiempo con olor a pastillita de melón, de esas que ya no se consiguen porque no hay más… ya no hay más. Es posible que tan solo sea mi imaginación, pero la sospecha de un augurio, ya océanos por delante, es demasiado fuerte como para hacer oídos sordos. Lo que no se es, en parte nos integra, pero se atomiza en escandalosa ausencia.
Rápidas las euforias y ciclotímicos los humores del amor que se quedó en el tiempo, nuestro tiempo, y que alguna picardía de la fuerza vino a despertar de su helado sueño. Esa paradoja que nos recuerda a cada momento que segundo tras segundo somos un poco menos nosotros, nos desgranamos y nos vamos yendo despacito.
¿Y qué hay de tu risa?, ¿qué? No se me permite adueñarme de ella, al menos si la luna no duerme. Pero creo que es el miedo a morir perdido en espejismos… tal vez no sean felices todas mis palabras al salir de mí. Tal vez caigan todas al cruzar la frontera del calor de lo profano y se quemen en terribles gritos de dolor.
No he conseguido hasta hoy hablar sin consecuencias pesadas, sin rasgar todo. Presiento que es deuda por saldar. Pero las explicaciones sobran si nos consumimos, si a cada rato jugamos a romper esas cajitas en las que nosotros mismos nos metimos.
Sin chape
Son las siete, o quizás las ocho. En los fuegos de octubre me enciendo en nervios constantes y busco en un cajón de ansiedad el cuchillo para cortar un rato con todo. Los metales del nuevo amanecer taladran duro y me levanto a ver qué pasa. De repente el sol aparece nuevamente, no era un simulacro.
Al son de las botas camino hacia el mate, que me espera anhelando el toque de azúcar que no pienso darle, porque pienso dejarlo amargo. Son casi nueve minutos de caravana hasta que estoy sentado a punto de agazapar la ira y saltar raudo dejando atrás al alba. Puede ser que piense un rato y luego olvide tu olor, mezcla de pucho y perfume de no sé cuál.
No, José. Te escucho como si fuera ayer y me río solo. Hasta pudiendo acusarte de estúpida me dibujas una sonrisa y acelero al centro. Cuadras rotas, sucias, gentes indiferentes. Cuanta vesania me brota cada vez que lo noto —siempre, he de decir—. Sigo riendo, porque casi siempre vuelvo a recordarte llegando al cruce, épico de bluses y poesías.
Media mañana y ya me olvidé de todo. Salgo y piso las piedritas, hay como un viento genial y el sol me pega en los ojos. Y ahí estas de nuevo. Supongo que miento a cada momento diciendo que me olvido. Me río y empiezo de nuevo mañana.
José Alberto Suarez (27)
Abogado
jose.suarez@grupocaldas.com.ar