Por Santiago Legarre.
En un viaje de tres semanas a USA, que acabo de terminar ahora, a fines de 2016, me sucedieron dos hechos que reafirmaron una convicción que albergo y cultivo hace un tiempo; una convicción loca y contraintuitiva: que está bueno que te planten. Pero primero contaré los hechos, que preparan el terreno para entender mejor mi convicción.
La University of Notre Dame queda en una ciudad pequeña del estado de Indiana, llamada South Bend. La visito desde 1997, y desde 2012 he tenido la fortuna de visitarla dos veces por año: en nuestro verano, a dar una materia corta en la Facultad de Derecho; y, en noviembre, a la famosa Fall Conference, un congreso interesante, sobre temas de cultura. Siempre hago la misma rutina aérea: vuelo con American Airlines de Buenos Aires a Miami y, de ahí, sigo en American hacia Chicago. Habitualmente algún amigo maneja desde South Bend a buscarme; son unas dos horas de auto, así que puedo considerarme y me considero afortunado, por tener tales amigos. En broma les digo (son unos cuantos, distintos) que integran mi escuadrón.
En este, mi último viaje, cambié mi rutina y decidí hacer noche en Chicago, antes de seguir rumbo a Notre Dame. Tenía un par de razones, de importancia diversa, para concretar la breve escala. Sobresalía una de tipo profesional: una exalumna argentina, que cursa un máster en Northwestern University, me había generado amablemente una reunión con el presidente de la Federalist Society, de la cual podría acaso haber resultado una conferencia en Chicago para el año próximo. Esta razón me permitió organizar una comida la noche antes, apenas llegado de Miami, con un par de amigos argentinos que viven en Chicago: fue una velada lindísima, durante la cual mirábamos de reojo las pantallas que mostraban lo imposible: el triunfo de Donald sobre Hillary en la elección presidencial.
A la mañana siguiente, el presidente (el otro, el de la Fed Soc) no vino a la reunión pactada. Me plantó. Nos quedamos en vano con mi exalumna esperándolo un largo rato. Pero no solamente tuve la alegría de haber podido pasear con ella por su bonita universidad (con vista al inmenso lago Michigan), sino que además, gracias a que había decidido quedarme una noche para la reunión que no fue, la noche anterior había tenido ese encuentro tan lindo.
Segundo suceso. Sobre el final de mi viaje fui a Cornell University a dar una conferencia para la American Constitution Society (una organización que compite, del lado izquierdo, con la Fed Soc). Terminada mi exposición, un alumno de Cornell me hizo una pregunta sobre “inteligencia artificial”, que no supe contestar. A la salida, se presentó en castellano y me contó que era mexicano. Le ofrecí de juntarnos a la mañana siguiente, por si quería seguir conversando del tema que me había excedido; aceptó, me pidió mi correo electrónico y quedamos en que me escribiría con una propuesta.
Volví tarde de una cena y, efectivamente, tenía un correo del fulano en el que me proponía que nos juntáramos a desayunar en una cafetería de Ithaca, la pequeña ciudad donde queda Cornell. En vez de acostarme rápido, me enganché con un programa de televisión: una jugosa entrevista a Trump. Pegué mi cara en la almohada con un pensamiento: “si no fuera por mi desayuno tempranero con el mexicano, mañana me quedaría en el sobre hasta bien tarde; pero qué suerte que acordé, pues gracias a ello me levantaré al alba y aprovecharé mis últimas horas en esta bella ciudad; gracias, futuro amigo mexicano, pues gracias a ti juntaré fuerzas para sobreponerme al frío y la nieve y te iré a buscar en lugar de quedarme en la cama”.
Y fui a buscarlo, con dos grados bajo cero y medio metro de nieve a mi lado. Pero fue un placer avanzar hacia la cafetería. Y llegar y constatar que ese lugar era una casa estilo suizo muy pintoresca, en la cual servían cosas riquísimas. Y yo tenía harta hambre ese día, tanta que, luego de un ratito, me pedí un omelette con salchichas; “total”, pensé, “ya han pasado unos cuantos minutos, mi futuro comensal no se va a ofender”. No se ofendió, nunca llegó. Otro que me plantó.
Gracias, estima dos, por haberme plantado. Gracias a ustedes me movilicé, organicé eventos, hice cosas que me contentaron. Dios los perdonará; yo no necesito hacerlo, pues les estoy infinitamente agradecido. En otra época, me habría pasado horas y días rezongando contra lo sucedido y contra sus perpetradores (y acaso eso sea lo natural y lo intuitivo). Ahora, en cambio, digo: ¡bienvenidos los plantones que mueven nuestra barcaza en el mar del tedio!
Santiago Legarre (48)
Viajero perpetuo