La Gesta de Saponari

Por Gonzalo Pereda.

La siguiente historia está basada en hechos reales. Los nombres y lugares han sido alterados para proteger la privacidad de los protagonistas.

Érase una vez el orgulloso reino del Juzgado 32. Su juez, el monarca doctor Beauffremont, se jactaba de gobernar el más eficiente y soberbio de todos los reinos del Palacio de Justicia de la Ciudad de Buenos Aires. Sus súbditos constituían un formidable y disciplinado ejército que día tras día se presentaba puntualmente en armas a las siete y media de la mañana para atender y mantener en orden a la pléyade de bárbaros provenientes allende la frontera de Mesa de Entradas. Amor propio son dos palabras que bien podrían definir a este Juzgado con aires de Cámara. Desde la puntualidad a la hora de abrir y cerrar la Mesa de Entradas, pasando por las ridículas exigencias de los exquisitos vizcondes encargados de confrontar los escritos hasta la regularidad en el cumplimiento de los plazos para despachar los asuntos del reino, todo aspecto de la vida de aquellos hombres y mujeres era regulado con estricto decoro y pulcritud.

Aunque externamente nada distinguía a los orgullosos ciudadanos de este reino de los demás ciudadanos del Palacio de Justicia, una suerte de código interno indescifrable para los bárbaros les servía para identificarse entre sí. El conocimiento de las categorías sociales en las que el inconsciente colectivo del reino etiquetaba a los salvajes más allá de la Mesa era lo que los hacía pertenecer. Los precoces y asustadizos procuradores eran calificados como “bufones” mientras que “gentilhombres” eran los doctores defensores de menores y ausentes; “hechizeros” eran quienes promovían continuamente pleitos sin sentido y “caballeros andantes” aquellos letrados cuyos menesteres consistían en defender causas perdidas. Estos eran los santos y señas para ingresar y pertenecer a aquel selecto feudo.

Años más tarde, un longevo ordenanza habría de referirme el episodio más oscuro en la historia del reino. Entre grises y polvorientas columnas de expedientes, reclinado sobre una silla de ordenador negra y con un cojín descocido, el ordenanza no pudo evitar derramar una lágrima al mencionar “La Gesta de Saponari”.

El asunto tuvo sus comienzos en un febrero caluroso del año 2016, el más caluroso registrado en los últimos cincuenta años. El monarca del Juzgado 10, famoso entre la nobleza del fuero por su chabacanería y falta de escrúpulos, se declaró incompetente sin decir “esta boca es mía” y en una desafortunada e irreflexiva maniobra se las arreglo para que el expediente “Saponari” desembarcara como un animal portador de la peste negra en los prusianos dominios del Juzgado 32.

Durante dos semanas se discutió acaloradamente en el seno del Consejo del Reino ¾integrado por el Marqués Secretario, el Barón Prosecretario y presidido por el Monarca Juez en lo Civil y Comercial Federal Dr. Beauffremont¾  qué medidas tomar ante semejante afrenta y bomba de tiempo. En aquel juzgado la regla del pundonor era simple: nadie ordenaba al juez qué expedientes acoger ni qué expedientes rechazar; era el juez quien comandaba qué batallas se libraban y cuáles se evitaban.

El tiempo, enemigo que tanto supo mantener a raya el Juzgado, cobró su precio ante la falta de una decisión. Día tras día comenzaban a llegar los pedidos de información desde el otro lado de las murallas de la Mesa de Entradas. Presionado bajo el fuego bárbaro de algún estudio jurídico de la city porteña ¾ese reino de adinerados vándalos que diariamente estrellaba a sus “procuradores-mercenarios” contra los muros de la Mesa como olas contra las rocas¾, el soberano juez del 32 emitió una solemne resolución en la que se declaró incompetente y remitió los autos ¾aquel animal infectado¾ a la Cámara Imperialísima.

El emperador Juan Ojos Vendados, junto con sus pares Ricardo Oídos Sordos y Juliana la Muda, reyes y señores de todos los dominios federales, cansados de la autosuficiencia y altanería de su súbdito, el monarca del 32 (quien por cierto conspiraba para apropiarse de uno de los tres tronos de la Cámara Imperialísima), fallaron a favor del soberano del juzgado 10 y declararon los autos infectados ¾aquel pobre Saponari¾ competencia de los dominios del Dr. Beauffremont.

Las piezas estaban en su lugar. La batalla final por el honor de cada juzgado había comenzado. A pesar de la resolución de la Cámara, durante los meses siguientes los fatuos reinos se desgastaron mutuamente en batallas intrascendentes y escaramuzas baladíes. A cada resolución y proclama se oponían pedidos de informes y dictámenes de todo tipo. Arsenales de citas doctrinales y jurisprudenciales acompañaban cada decisión, cada foja y cada uno de los mandamientos emitidos por aquellas titánicas máquinas de la justicia trabadas hasta la muerte en un fatigoso y estéril estipendio jurisdiccional.

Finalmente, tras meses de incontables esfuerzos, cuando las fuerzas físicas e intelectuales de los contendientes se hallaban totalmente agotadas, la Corte Suprema, ese inalcanzable olimpo de linaje e hidalguía, puso fin a tanto descontrol y anarquía. En un breve pregón declaró la causa devenida en abstracta y ordenó el archivo de las actuaciones.

Aquello puso punto final a lo que los trovadores de Tribunales posteriormente bautizaron como “La Gesta de Saponari”. En cuanto al orgulloso reino del 32, la amarga derrota fue el inicio del fin de su hegemonía. El ocaso había llegado irremediablemente. Primero se produjeron controvertidos despidos de personal; luego, inexplicables renuncias y algunos sospechosos pases. Finalmente, el soberano del 32 tuvo que abandonar su desolado reino en medio del escándalo judicial que se desató cuando sus despechados vasallos revelaron la existencia de un horno en uno de los despachos del juzgado que durante años se había utilizado para cocinar pizzas a escondidas.

Cuando el longevo ordenanza Gerard finalizó su relato, saqué un pañuelo de mi bolsillo y se lo extendí.

–Vamos quedando pocos de aquello, ¿no?– y con una sonrisa mal disimulada me ofreció un segundo pedazo de pizza.

Gonzalo Pereda (25)
Coleccionista de anécdotas jurídicas
peredagonzalo@hotmail.com