Un sabor africano en el zoológico

Por Santiago Legarre.

Mientras el gobierno porteño estudia qué hacer con el zoológico de Buenos Aires y la prensa informa acerca del estado alarmante de su par de Mendoza, la mirada de alguien que ha observado con frecuencia animales salvajes en la naturaleza acaso pueda aportar un grano de arena al necesario debate.

Hay pocas cosas tan maravillosas como disfrutar de los animales en su entorno natural; existen pocos espectáculos como contemplar a dos millones de ñus atravesar un río en busca de pastos frescos, al acecho de los cocodrilos; observar a una leona que caza a un antílope; compartir la llanura con una manada de elefantes bañándose…

Desde hace un tiempo, realizo anualmente algún que otro safari fotográfico en África, con ocasión de mis visitas académicas a Kenia. Allí tuve la fortuna de gozar por primera vez la vista de un león en uno de sus hábitats naturales: la sabana elevada del valle del Rift. Tomaré al león como el paradigma de aquello exótico que deslumbra al visitante promedio de un zoológico típico; pero lo que diré a continuación, si es cierto, también lo es de una jirafa, de un elefante y de un sinfín de bestias africanas (y de las otras).

La sensación de ver a un león suelto es imposible de explicar. A veces he pensado que la razón de nuestra admiración por el animal salvaje tiene que ver con el hecho de la independencia incontrolable de ese ser que se nos presenta. El león se planta allí, frente a mis ojos, sin que yo pueda hacer más que mirarlo. Es «el otro»: más otro que mis congéneres, con quienes, al menos en teoría, siempre podría dialogar. Al animal, en cambio, nunca podré convencerlo mediante la palabra persuasiva, aunque a veces logre que reaccione frente a los sonidos que emite mi boca. En realidad, solo mediante la violencia, la astucia, la encarcelación, el hombre puede «ganarle» a un león. Y podría pensarse que eso es precisamente lo que el ser humano hace cuando pone a un león en cautiverio.

Al mismo tiempo, lo cierto es que algún tipo de encierro es lo que permite que la enorme mayoría de las personas, que no tienen ni tendrán la posibilidad de viajar a África, vean y admiren a un león. Si son presa del deslumbramiento, los turistas de zoológico eventualmente se convertirán (esta es mi hipótesis y también mi deseo) en campeones de la defensa de la sobrevivencia del animal salvaje en la naturaleza, amenazada cotidianamente por la caza furtiva y el encogimiento casi imparable de los ecosistemas.

Mi hipótesis resume tanto el dilema como la oportunidad que plantean los zoológicos. Y, también, la duda que me genera la teoría de que los zoos de ciudad (como el porteño y tantos otros) solo deberían contener fauna local. Si se concretara esta posición (esgrimida por algunos conservacionistas en los últimos tiempos) se echaría a perder, de raíz, la única posibilidad que muchos tienen de enamorarse del animal africano. Y no solo África está lejos; también sus sucedáneos, como el Animal Kingdom de Disney, exceden al bolsillo mayoritario.

Disto de ser un experto en conservación o en parques nacionales. Pero algunos especialistas de fuste reconocen que la solución del problema de los zoológicos no pasa por su desaparición, sino por el cambio radical de las infaustas condiciones de las jaulas que solían caracterizarlos. La sustitución de pequeños cubículos rodeados de barras por espacios de gran amplitud es una tendencia mundial afortunadamente consolidada, como lo demuestran numerosos parques extranjeros y alguno argentino. Y no hay inconveniente en que este cambio incluya la misma derogación del nombre “zoológico”, si esto favorece de algún modo el diálogo entre quienes coincidimos en la protección de los animales.

No se trata de traer a cualquier precio un pedazo de África a nuestras ciudades. Se trata, más bien, de aprovechar los muchos animales africanos que ya se encuentran en nuestro país para darle a todo el mundo la posibilidad de quedar prendados de su belleza. Este puede ser un modo práctico de lograr sumar más adeptos a un capítulo crucial de la causa conservacionista.

Santiago Legarre
Autor de Un profesor suelto en África