Acerca del milagro del amor y de cómo este todo lo logra

Por Santiago Ortiz López.

Pocos temas son tan difíciles de tratar como el tema del amor. Mucho se puede decir sobre él, pero a la vez nada lo abarca, nada alcanza a expresarlo en su totalidad ni a contenerlo. Desde luego, alguien podría hacer un estudio científico e intentar acercársele de manera lógica. Sin embargo, esta no es el modo en que conviene tratar la temática.

Al igual que las mejores cosas en la vida (que, huelga decirse, no suelen justamente ser cosas, sino experiencias), el amor no puede entenderse hasta que no se experimenta. No obstante, una vez que esto ocurre la persona suele perder el interés en razonarlo. Esto se debe a que el órgano que razona es el cerebro, y del amor se dice que surge del corazón. Si bien puede argumentarse que todo el cuerpo humano funciona en armonía (cosa que aquí no se refuta), lo cierto es que el cerebro y el corazón —o, mejor dicho, lo que estos representan— son órganos contrapuestos.

Al cerebro (la cabeza) se lo puede ver frío, calculador, centro de raciocinio y de decisión, útil para el manejo del devenir diario de acontecimientos. En fin, como una herramienta. Aquel que se deja guiar por el corazón, en cambio, realiza acciones sin reflexionar acerca de su utilidad, del beneficio que estas le reportan, ni siquiera compara si acaso le conviene realizarlas. El que ama no se centra en el fin, sino en el medio. Más aún, transforma el medio en un fin en sí mismo. El medio y el fin son el amor que se siente, y las cosas que otorga este mundo físico —de las cuales la persona puede proveerse mediante su intelecto, su “cabeza”— se convierten en herramientas para hacer el bien. El foco ya no está en obtener y acaparar, sino en usar la cabeza armoniosamente para satisfacer lo necesario propio y ayudar a los demás.

No me refiero aquí meramente al amor hacia una persona en específico (el personal), tal cual suele concebírsele; me refiero al amor impersonal, aquel dirigido hacia todos. Así resulta que el que ama de verdad, a medida que su amor se perfecciona más y más, puede comenzar a ver la conexión entre todos los seres. Al ver cómo su cuerpo funciona debido a la armonía entre todas sus partes, puede extrapolar este concepto del microcosmos interior hacia el macrocosmos presente en aquello que puede ver externamente. Siguiendo esta lógica, la persona puede comenzar a verse como un órgano fundamental en la unidad social primordial representada por su familia, como una célula en la unidad social mayor —la polis—, y siquiera como un átomo dentro del total de la población mundial. Incluso su amor puede comenzar a trasladarse hacia otros seres vivos, respetando y cuidando del equilibrio del ambiente. Ahora entiende que el modo en que trata a lo exterior es un fiel reflejo del modo en que se siente interiormente (“De la abundancia del corazón habla la boca”, decía Nuestro Señor Jesucristo). Más aún, los objetos inanimados en sí mismos pueden ayudar a cultivar el amor, mediante su trato cuidadoso y la neutralidad que estos acarrean.

Así se ve en la persona que ama un inmenso cuidado y calidez en sus relaciones con las otras personas y seres. No destruye, ni es brusco y hostil; más bien nutre las relaciones y se abaja reduciendo su ego en pos del bienestar del otro individuo. Todo esto se traduce ni más ni menos que en la famosa máxima de la religión católica y de la ética y la moral “haz a otro como te gustaría que hicieran contigo”; de donde se derivan los dos primeros y más fundamentales mandamientos de amar a Dios sobre todas las cosas y de amar al prójimo como a ti mismo.Es evidente que aquel que hace esto ha sido perfeccionado en su amor y no necesita que se le hable más sobre el tema. Todas las enseñanzas del mundo palidecen ante esta e, incluso, la misma enseñanza se torna innecesaria para aquel que la practica motu proprio sin necesidad de oírla. De nada sirve toda la enseñanza del mundo si se tiene amor, y si se tiene amor nada más hace falta.

Tratadas ya brevemente las mayores alturas del amor, corresponde adentrarse en aquello que comúnmente se conoce como talyque fue nombrado al pasar: el amor hacia una persona en específico.

Valga hacer unas últimas salvedades en forma de preguntas: ¿es acaso posible amar a alguien en concreto si se odia a otro? ¿Puede alguien amar a otro si no se cuida siquiera a sí mismo? En base a lo hasta aquí tratado la respuesta pareciera ser que no. Sin embargo, es mi entender que la mayoría de las personas responderían “por supuesto que sí”.

Prosigamos con el amor de pareja: el famoso flechazo y enamoramiento.

Consideremos la lujuria. Esto mismo dificulta ciertamente el identificar cuando una persona está “enamorada”, ya que lamentablemente en la actualidad la mayoría de los que creen estar enamorados están simplemente atraídos por un mero aspecto físico. Un poco más profundo va el aspecto intelectual, y el cómo ciertas personas sienten fascinación por la “personalidad”, “carisma” o “inteligencia” de otra. Obviamente la persona “entra primero por los ojos”, pero ni el aspecto físico, ni siquiera el intelectual, resultan indicativos para identificar al verdadero amor.

Si estas capas, la primera más densa y burda que la siguiente, harto más sutil y refinada, no sirven como flechas que apunten al cartel del verdadero amor, entonces ¿qué es aquello que sí lo hace? No lo sé, ni corresponde a mí responderlo en este pequeño espacio del que dispongo. Sin embargo, permítaseme decir que no considero que este se trate de una sola cosa, sino de lo que hace al conjunto. Sería injusto señalar que una persona no pueda sentir amor hacia otra porque le agrada su apariencia o su manera de pensar. Por favor, no se entienda que intento expresar eso. Lo único que manifiesto es que estos ámbitos, sin algo que vaya más allá (lo que podría ser llamado la esencia y que permite tildar de “loco” al enamorado por parte del que nunca lo experimentó), no sirven de mucho. Si tomamos una flor y le sacamos todas sus partes, por más que luego la volvamos a unir, ya no es lo mismo, ha perdido lo que la hace ser.

A una persona que de verdad está enamorada se le puede preguntar qué es lo que le gusta del otro y lo más probable es que no sepa responder. Puede que diga que le gustan sus ojos, o que piensan lo mismo en tal y cual cosa, pero esto no es en verdad lo que ocurre. La persona se enamora del conjunto. Siempre va a haber una persona más apuesta, más inteligente, más lo que sea, pero el enamorado siempre va a querer estar con su enamorada. No se unen dos mitades de una naranja, sino dos partes completas, tal como la imagen tan conocida del corazón está conformada por la unión de dos corazones completos.

Las personas se pueden unir por lujuria o admiración, pero uniones así no están destinadas a durar. Es práctica frecuente el juntarse por una sola noche e, incluso, aquellos que deciden llamarse “novios” suelen durar poco tiempo y son dudosos los motivos por los que están juntos. A causa del estado de libertad sexual que se propugna hoy en día —y el resultante libertinaje en la mayoría de los jóvenes—, es que instituciones arcaicas (en el buen sentido: antiguas y venerables) como el matrimonio han devenido en un estado deplorable. Pocas personas respetan la grandeza de lo que un compromiso como tal significa. Esto se observa en los altos índices de divorcio (la mitad de los matrimonios) y, principalmente, en que la mayoría de las personas ni siquiera llegan a casarse y se encuentran en relaciones de todo tipo y en su totalidad ajenas al orden natural. Esto resulta, creo yo, por la excesiva identificación del hombre (como raza, no como género) con su cuerpo. Si pudiera entender que es mucho más que eso, ciertamente su forma de desenvolverse con los demás y, en particular, en lo que al amor atañe, cambiarían radicalmente.

Todo este complejo análisis (acompañado de un poco de divague propio per delectatio), puede verse reflejado en la novela El Capitán Veneno, de Pedro Antonio de Alarcón. Es la actitud de Angustias, la protagonista femenina, aquella con la que me siento más identificado. Heroicamente rescata a Don Jorge y luego pasa por alto toda su aparente hostilidad superficial para lograr llegar a su “alma”, que, como vemos hacia el final de la historia, es en absoluto contraria a lo que él quería dejar ver: se trata de un alma buena, que se preocupa por los demás y sus necesidades, y que haría todo por ver feliz y librada de cualquier tristeza a su enamorada. Incluso llega Don Jorge a relegar de sus máximas creencias —que no son más que obstáculos mentales que nos imponemos a nosotros mismos para que nos limiten— de no casarse ni tener hijos; decisiones estas tomadas por la cabeza y que por más argumento que parezcan tener siempre pierden ante la lógica ilógica del amor.

Resulta interesante observar, en relación a este mismo tema, cómo Don Jorge se construye una especie de coraza a su alrededor para evitar que las personas entren. No quiere sentirse vulnerable y tiene en la cabeza la idea arcaica (esta vez, utilizado el término en sentido peyorativo), de que el hombre (ahora sí usado como género y no como raza) debe ser duro y no demostrar sus emociones. Si bien esto tiene incluso un fundamento fisiológico (el cuerpo naturalmente más blando y curvilíneo de una mujer, y el más firme y lineal del hombre); principalmente se trata de un argumento mental: el denominado hemisferio masculino del cerebro —el izquierdo— es más “cerebral” y el hemisferio femenino del cerebro —el derecho— es más sentimental. Ambos géneros poseemos energía masculina y femenina dentro nuestro y no determina el género necesariamente de cual poseemos más. Es así que en la realidad vemos mujeres más masculinas y hombres más femeninos. Hay ciertos actos, como decimos, que pueden ser más atribuibles a un hombre que a una mujer y viceversa, pero esto no nos priva de la abundante y siempre interesante y nueva diversidad que podemos experimentar en cada persona.

Lo más interesante de las historias suele estar en los detalles. Una de las cosas que más me gustó de haber leído el libro fue cuando “Don Jorge la miró con ojos estúpidos —a Angustias— y sonrió dulcemente por primera vez en su vida”. ¡Las emociones que debe haber generado nuestra heroína en el endurecido corazón de nuestro héroe y general! Momentos como ese son los que rebajan todas las charlas filosóficas sobre el amor al mismísimo Seól. Sonrisas así son las que hacen que toda palabra resulte vana en comparación. No hay nada que decir ni nada en lo que pensar, ese momento y ese sentimiento lo dicen y lo abarcan todo. No hay ningún lugar a donde ir, ni nada que hacer. Si hay algo que se pueda llamar amor, eso es posiblemente lo que más se le acerca. Son esas emociones involuntarias, incontenibles, que surgen espontáneamente de vaya a saber uno dónde, y lo hacen a uno sentirse completo y satisfecho.

La paradoja de situaciones como estas es que no pueden buscarse. No se obtienen por el esfuerzo egoísta, ni por la lucha y la competencia, sino que simplemente se dan en un estado absoluto de relajación, apertura y paz; en un compartir y unirse en espíritu. Representa esto también la expresión más pura e impoluta del amor, sin mácula ni agravio. No hay ningún deseo físico que lo polucione, ni ningún pensamiento que pueda arruinarlo.

A pesar de lo antedicho, la felicidad y alegría, quizás a causa de los movimientos y palabras exaltadas y jocosas que generan en el cuerpo, suelen verse como algo superficial. La tristeza, en cambio, posee un tinte más profundo. Resulta útil comparar esta reflexión con un árbol, en el cual las ramas son la felicidad y las raíces son la tristeza. Suele verse a la felicidad como lo único deseable y a la tristeza como algo que haya que evitar: las ramas pueden dar frutos y vida vegetativa a la luz del sol, y las raíces se hallan en la más completa oscuridad. Sin embargo, tal cual puede apreciarse en el ejemplo, una emoción no puede vivir sin la otra. Se necesita de la tristeza para poder disfrutar más de la felicidad, al igual que se necesitan raíces fuertes para que el árbol pueda crecer apropiadamente y dar frutos. A su vez, la felicidad y la luz son el resultado final de haber pasado ese tan necesario tiempo en la soledad, el silencio y la tan llamada tristeza. Así, dice en nuestra historia: “Y así estuvieron abrazados algunos instantes aquellos dos seres —Don Jorge y Angustias— que la felicidad nunca hubiera hecho amigos, y que la desgracia iba uniendo con lazos indisolubles”.Increíble por parte del autor.

Hay que recordar también que dicha escena se da a causa de la muerte de la madre de Angustias, Doña Teresa. Ello permite arribar a una hipótesis final (no conclusión, pues no creo que la haya) acerca del tema de la referencia, aún con muchas cosas por decir y sin el espacio necesario. Considero importante destacar como en este momento de tanto dolor para ambos —más para Angustias obviamente, pero también para Don Jorge, por el gran cariño que le había tomado a la madre de la señorita— el amor se manifiesta en su mayor entereza en los momentos de disolución del ego: sobrepasados por el profundo dolor, resulta que se olvidan ambos de su trato hostil hacia el otro, de sus opiniones y de todo aquello considerado vano, para avocarse en su totalidad (es decir, con todo su ser) a la gravedad del tema que les compete. Ya no es importante para Angustias mantenerse serena y con toda compostura ante las embestidas verbales de Don Jorge, ni para este último el aparentar ser “varonil” y carente de sentimientos hacia la generala. Ambos ceden ante la fuerte emoción. La mente siempre pensante y calculadora se hace a un lado y deja su lugar al corazón, tan en apariencia estúpido, pero el único que de verdad puede sentir las emociones altas y bajas de la vida. En la mente no hay sube y baja de emociones, solo neutralidad. Es el corazón que nos permite abrir y experimentar todo lo que la vida tiene para mostrarnos.

Así, si tomamos estos momentos como los únicos en que verdaderamente se puede concebir siquiera aquello llamado amor, es que podemos percibir que verdaderamente es cuando el ego con sus deseos y cálculos no están presentes, cuando verdaderamente podemos entender que para el verdadero amor no hay edad.

Tal vez sí haya límite de edad para expresiones juveniles y subdesarrolladas del concepto, las pasiones y los deseos, pero no para su parte más evolucionada y sutil, aquella en la que el cuerpo y la mente no interesan. Haciéndole violencia al término, en cuanto que lo diseccionamos y separamos en un amor bajo y un amor de las alturas, es que podemos pensar en este último como en el verdadero amor. Es el amor que todo lo puede. Allí y solo allí es donde verdaderamente podemos afirmar: “el amor no tiene edad”.

Santiago Ortiz López (20)
Estudiante de Abogacía
santiago20xvi@gmail.com