El 2016 en novelas

Por Santiago Legarre.

Este año volví a alcanzar el ansiado número de catorce novelas, una meta orientativa que me había puesto en 2008, cuando empecé a escribir estas columnas para Sed Contra. Si multiplico, implica muchos libros, pero como lo que importa es leer mucho y no muchas cosas me abstendré de la cuenta: Quantitative judgments don’t apply, como diría Evelyn, uno de los autores que retomé en el 2016.

Comencé el año en los Estates, donde leí dos libros cortos que encontré en una biblioteca local. Para empezar, The Man Within, mi primer libro de Graham Greene. (En verdad, hace unos quince años, en New York, empecé The Power and the Glory, pero no era el momento y lo dejé: una virtuosa excepción, tal vez, a una costumbre extrema mía: nunca dejar libros.) Me gustó. Mucho. Pero no es nada del otro mundo, quizás por ser un libro primerizo del gran converso, Graham, que le enviaba flores a Muriel Spark y frecuentaba el trato de Waugh (ambos, conversos también). Segundo, The Call of the Wild, de Jack London. Sublime. Más corto aún. En la “Colección Robin Hood”, esa de tapas amarillas, el libro se llamaba El llamado de la selva; y de hecho tiene mucho que ver con El libro de la selva, de Kipling. Espeluznante el proceso mediante el cual un perro se reconoce lobo (un poco lo contrario de lo que ocurre en el tal vez más famoso libro de London: Colmillo Blanco).

Todavía en South Bend, la ciudad estadounidense donde queda la Universidad de Notre Dame, un amigo me regaló A Canticle for Leibowitz, de Walter Miller (que se suicidó, lo que agregó tristemente a su fama). Me sentí obligado a leerlo al volver en febrero a Buenos Aires. Es uno de esos libros apocalípticos bastante abominables (tipo Father Elijah). Me llevó a reafirmar mi negativa anímica general a recibir libros. Como siempre, sin embargo, algo bueno saqué. Pero no lo habría leído, si por mí hubiera sido.

La esposa de quien me regaló A Canticle for…, estadounidense ella también, me recomendó (pero no me regaló) Hannah Coulter, de Wendell Berry. Como confío en su buen gusto (o porque sé que coincide más con el mío que el de su marido), me lo hice comprar. Un deleite. Un autor contemporáneo para cultivar. Es un varón que, en este libro, escribe en primera persona como mujer. Una obra costumbrista, profunda, acerca de la vida en el campo y la opción de dejar de lado la civilización. Forma parte de un grupo entretejido de novelas, cuyos personajes desfilan en unas y otras. Esta fue una de las grandes lecturas del año y el hallazgo de un autor que promete.

Ya de vacaciones, tardías, en Perú, abordé el libro más largo del 16, un auténtico Masters 2000: la secuela de Los tres mosqueterosVingt Ans Après. Como casi todo lo de Alejandro Dumas (nunca sé si es el padre o el hijo), una genialidad total, llena de profundidades y de liviandades. Ahora iré, cuando sea oportuno, por la tercera parte de la llamada trilogía D’Artagnan, al parecer la más larga.

Me llevó unos meses sacarme de encima mi tercer Dumas (además de Mosqueteros había leído antes Montecristo); llegó el turno de algo corto, en cumplimiento de la ley del vaivén (otra más, de entre tantas leyes autoimpuestas, no escritas y flexibles): algo corto luego de algo largo. Encaré El maestrante, de Armando Palacio Valdés. Esta vez la recomendación había provenido de un señor mayor, español, al que había conocido en febrero en Arequipa. Al saber de mi Taller, me había dicho: “Tienes que leer El maestrante, de Galdós. Es un escándalo, pero te gustará”. Es un escándalo, no me escandalizó, me encantó, pero no era de don Benito sino de ese otro gran genio que se ha sumado al quinteto que leemos en el Taller y que ahora queda integrado así: Valera, Alarcón, Galdós, Pereda, Clarín y Palacio Valdés (aunque este es de una generación más tarde y de hecho era sobrino o algo así de Alarcón). El maestrante es un libro moral, que interpela y sorprende al más pintado; una historia de amor y odio que atrapa a más no poder, a pesar de sus letras avejentadas.

Seguí con Charlotte’s Web, otro cortito, otro regalo, aunque este muy acertado. Resultó ser del coautor de The Elements of Style, E.B. White, un auténtico genio. Mientras desgranaba las páginas de lo que parece una fábula para niños, me entró la duda de si no conocía ya esta historia, pero con otro título y otro formato. Internet mediante, descubrí que, en efecto, una de las películas que más me había impactado (y hecho llorar) de chico estaba basada en este libro: El chanchito picarón, se llamaba el film. Obras ambas, libro y película, que condensan una fuerte moraleja a través de una trama en apariencia simple.

En Kenia (Kenia V, digamos), devoré (nunca un verbo más apropiado) Man-Eaters of Kumaon, una recomendación del gran John Finnis. Es como una versión tigresca (y asiática) del libro leonesco y africano del Coronel Patterson The Man-Eaters of TsavoKumaon fue escrito por otro gran cazador, Jim Corbett, que pasó sus últimos años en Kenia y era “resident hunter” en Treetops cuando fue la princesa Isabel (tal como puede verse en The Crown). Sus relatos al principio entusiasman; luego se tornan un tanto repetitivos. En todo caso, aprendí la razón por la que un tigre (y, más comúnmente, una tigresa) se convierte en come-hombres…

El gran Himalaya del 2016 fue hincarle el diente al Ulysses, de Joyce. Recuerdo que diez años atrás lo compré por dos libras en Oxford y mi gran amigo arcadiense, originalmente oriundo de Houston, me criticó por excéntrico, a la vez que agregaba que si lo fuera a leer, perdería mi tiempo. Años más tarde, lo volví a comprar en Blackwells (también en Arcadia), quizá porque seguía con la intención de leerlo y habría olvidado que ya lo poseía. Finalmente, Joaquín me regaló una edición usada, mucho más linda, con una dedicatoria entre intimidante y calurosa: “Te regalo un libro que a pocos puedo regalar”. Tal vez por eso, me decidí.

Valió la pena. El esfuerzo. Un esfuerzo grande. Entre el inglés (la invención de palabras, la prosa en poesía y los mil recursos técnicos innovadores, vanguardistas, transgresores: Rayuela, ¡sos un poroto!) y una trama difícil de discernir (muy poca acción en mucho más de mil páginas) la cosa se torna ardua. Pero: valió la pena. Me copó especialmente el humor. Solo una salvedad: a veces bordea con lo blasfemo, sin llegar ahí, aunque es sistemáticamente irreverente.

A medida que escribo me doy cuenta de la cantidad de libros regalados que he leído en 2016. Eso sí, casi siempre pasaron años entre el regalo y el haber cedido. El siguiente lo leí íntegramente en Tafí del Valle, en dos días. Un regalo de un compañero de trabajo, se trata de Soldados de Salamina, del famoso Javier Cercas. Se deja leer harto y está escrito pulcramente. Ni menos ni más. El tema —la Guerra Civil Española— me torra. Mal, como dirían los chicos.

Otra novela breve; pero esta, grande, muy grande, como Spark, su autora, una de mis favoritas (“disfrutar al máximo cada página y ansiar que el libro no se acabe nunca”): The Girls of Slender Means. Con un parentesco lejano con The Prime of Miss Jean Brodie (ese pequeño gran tratado de educación), la obra atrapa y convence.

Llegó la hora de Evelyn Waugh: uno de sus relatos de viajes, Waugh in Abyssinia, para marcar el año en el que mi propio relato de viajes africanos fue publicado en la Argentina. Este libro de Evelyn me hizo reír menos que otros suyos por el estilo. Más bien resaltan sus muchos comentarios profundos acerca del significado de la colonización y su exaltación de la labor italiana en África, que le valió el mote de fascista, seguramente apresurado.

Para finalizar, el mejor libro de uno de los mejores maestros: The Idiot, by Fedor, traducción de Constance Garnett. Tiene en común con Crimen y Castigo que las primeras ciento cincuenta páginas son un tobogán y luego se frena, derrapa y se torna un poco errático y caótico. Duele el final. Duele pensar que la realidad pueda ser tan triste y que lo que parecía lucidez fuera tan solo un intervalo lúcido: el de un idiota.

 

Santiago Legarre (49)
Lector