Por Nicolás Sánchez Frascini.
Primera sesión
Al llegar, lo primero que hago es romperle el corazón a la kinesióloga. Le confieso que no caí en su consultorio por recomendación del doctor C., una eminencia en lo que a cirugía de mano se refiere, sino por una cuestión de cercanía. Durante los veinticinco minutos en los que hago magneto, aprovecho para retomar mi lectura de Juan Moreira de Gutiérrez, el libro que últimamente me acompaña a todos los consultorios.
Segunda sesión
Con una noción más acertada de lo que pasará en las próximas sesiones, traigo mi ebook reader para seguir acomodando los últimos libros que descargué. Mientras estoy en la sala de espera, en una silla genérica, la doctora R. deja la puerta de la heladera abierta. Estoy a punto de saltar sobre el escritorio y pisar a la recepcionista para cerrarla, pero no quiero acrecentar más la distancia que existe entre mi kinesióloga y yo. No puedo concentrarme: esa puerta abierta me intimida.
Divido el tiempo que dura la sesión en dos partes: la primera, para organizar mi biblioteca digital; la última, para leer. Releo a García Márquez, elijo los más cortos de sus Cuentos reunidos.
Tercera sesión
Es sábado, es temprano. La ciudad está en ayunas, como atontada. Tengo que aprovechar cualquier turno si quiero recuperar mi mano cuanto antes. Me prometí volver a hacer todas las actividades que dejé hace años: jugar al tenis, tocar la guitarra, hacer la jardinería de la terraza.
La doctora R. parece tan dormida como yo y casi no interrumpe mi sesión con sus charlas. Aprovecho para leer bastante: cuentos de Rulfo, Uhart y Abelardo Castillo, el inicio ideal de fin de semana.
Cuarta sesión
Corro tras el reloj. Dejo a Santiago en el jardín y le pido al chofer que se apure para poder llegar a la sesión. Por las tardes, el consultorio es invadido por gente que tiene otras obligaciones, otro ritmo, otras urgencias. Prefiero el ritmo de la mañana, donde estamos los que tenemos las lesiones más serias y la paciencia de la recuperación. Hoy retomo la organización del Kindle y apenas leo. La doctora R. me pregunta, por compromiso, qué es lo que estoy leyendo; le digo que estudio unos apuntes de Flannery O’Connor y suelta un “ah…” que parece un suspiro. Esta respuesta la aleja por unos minutos. No estoy leyendo a O’Connor, pero tampoco quiero que indague más si le digo la verdad: que estoy leyendo unos textos sobre Borges.
Quinta sesión
Otra vez la mañana, otra vez el ritmo paciente de una ciudad que aún no despierta. El consultorio está casi vacío y me toca la primera habitación, la más grande y luminosa. Como los días anteriores, durante los primeros diez minutos cumplo con el ritual de organizar mi ebook reader, aunque esta vez también traje un libro de papel: La vida interior de las plantas de interior, unos cuentos de Patricio Pron. Releo, por tercera vez, Un jodido día perfecto sobre la tierra y hago un gran esfuerzo para no largar una carcajada que atraiga a la doctora R. El relato evidencia las miserias de los concursos literarios de provincia, un rubro donde Pron tiene vasta experiencia. No puedo evitar pensar en mis primeros cuentos, textos ilegibles; no puedo evitar pensar si alguien se tomó la molestia de leerlos.
Sexta sesión
La doctora R. está ansiosa por saber cuándo voy a ver al doctor C. Ya le dije cuatro veces que todavía falta un par de días, que el turno es recién el viernes. Cuando me voy, me recuerda que le mande saludos a su secretaria. Ya me quedan pocos libros digitales para organizar, quiero tenerlo terminado para cuando finalicen las primeras diez sesiones. Hoy retomo Juan Moreira. No puedo entender cómo nunca me lo hicieron leer en la escuela, no puedo entender cómo nadie volvió a instaurarlo como libro fundacional. El capítulo en el que el gaucho Moreira se desgracia es de lo mejor de la literatura argentina. Aprovecho que todavía faltan unos minutos para irme y releo la parte en la que Moreira mata a Sardetti, trato de estamparla en mi memoria. Me paso el resto del día asociando la venganza de Moreira con la de Michael Kohlhaas.
Séptima sesión
Hoy es la última sesión antes de ver al doctor C. La doctora R. me dice que está ansiosa por saber qué opina C. de su trabajo. Me repite, por tercera vez, que le mande saludos a su secretaria. Me examina los dedos y dice que vamos bien, que ella cree que mañana me van a sacar las vendas y los puntos. “Ojalá”, le digo, trato de no darle confianza. Está jugando Del Potro en Roland Garros: dedico toda la sesión a organizar los libros digitales mientras sigo el partido desde el celular. La sesión fue productiva: por ahora, terminé de catalogar los autores estadounidenses, argentinos y latinoamericanos.
Octava sesión
La doctora R. tenía razón, vuelvo sin los puntos y sin la venda, vuelvo con la extraña libertad de haber recuperado una mano que aún no puedo mover. La doctora R. está contenta. Desde que le dije que el doctor C. estaba conforme con su trabajo, no para de hablar de la trayectoria del doctor C. Hoy puedo escucharla porque traje un libro que ya releí varias veces: Del caminar sobre hielo de Werner Herzog.
R. me toca los dedos, los examina, piensa y me deja unos ejercicios para hacer en casa: diez repeticiones cada dos horas. Nunca hubiera imaginado que recuperar la movilidad de una mano fuese algo tan doloroso.
Novena sesión
Vengo directamente desde el jardín de Santiago. Hoy, otra vez, R. atiende solo por la tarde. Las sesiones ya no son tan relajadas como antes: ni bien llego me pone hielo. “A ver nene, mové los dedos”, me ordena, y los aprieta como si de su fuerza dependiera la paz en Medio Oriente. Le digo que me duele y contesta que es normal; yo creo que es su venganza por todo el tiempo que la estuve ignorando. Mientras me pone el magneto, me habla de la crema que me recetaron para la cicatriz, me habla de todos los tipos de crema que ella conoce y me explica por qué cree que la que ella usa es la mejor. Apoyo el libro sobre la camilla y lo abro despacio hasta que entiende el mensaje, se para y me dice que cualquier cosa le avise. El aparato indica que solo quedan doce minutos de lectura, suficiente para leer el epílogo del libro de Herzog.
Décima sesión
Esta es la última vez que meto la mano en este tubo inerte. R. me recalca que se terminan mis mañanas de lectura, y siento que en el fondo lo disfruta. Yo también lo sé, y por eso me traje un libro de relatos de Cesar Aira. Elegí cuidadosamente los relatos que voy a asociar toda mi vida con estos consultorios. No puedo dejar de asociar libros y lugares: Esperando a los bárbaros, de Coetzee, y Río de Janeiro o Todo está tranquilo arriba, de Bakker, y Füssen, por ejemplo. Defiendo la teoría de que los libros completan los lugares, las experiencias. Si pudiera recordar el orden de cada libro que leí en mi vida, también podría hacer una reconstrucción casi perfecta de los lugares en los que los leí. Aquello sería lo más cercano a una autobiografía. Los cuentos de Aira son tan divertidos que apenas escucho el pitido que hace la máquina. Entra la doctora R. y me felicita, como si lo hiciera por cábala; me dice que la mano está perfecta, que en unos meses ni siquiera me voy a acordar de su consultorio. La doctora R. ni siquiera imagina para qué traje este libro de Aira.
Nicolás Sánchez Frascini (31)
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