Irán

Por Agustín Zalazar.

En los setenta se decía las polleras en Teherán son más cortas que en París, y tenían razón. Uno ve fotos de antes de la revolución y se ven colores brillantes, ropas estridentes, pelos largos, universitarios que parece podrían haber escuchado a Sui Generis. ¿Cómo pasó entonces Irán a ser el símbolo de alienación absoluta que es hoy para occidente?

En 1951 Irán —que todavía se estaba acostumbrando a llamarse así, con sólo quince años de uso oficial del nuevo nombre contra más de dos mil quinientos años de llamarse Persia— eligió un primer ministro medio zurdo que resultó tremendamente popular, entre otras cosas por nacionalizar el petróleo. Una decisión que le cayó pésimo a Estados Unidos y al Reino Unido, con sus intereses habituales en la zona intensificados por la Guerra Fría, que orquestaron un golpe de estado apenas dos años después. Como Irán es una teocracia, aparte de primer ministro tenían un Shah, que después del golpe fue cortejado por las dos potencias occidentales, volviéndose además cada vez más autocrático y noventoso. Décadas de relaciones carnales controversiales, de una policía secreta ultra represiva y un proceso de modernización un poco extremo, entre otras cosas, hicieron que perdiera el apoyo tanto del clero como de la clase trabajadora, estallando todo en la revolución de 1979. En su origen fue un golpe secular, pero los altos mandos islámicos fueron lo suficientemente hábiles para tomar el timón y junto con la supresión de la monarquía, declarar a Irán una República Islámica, con Ruhollah Khomeini —para nosotros el Ayatollah— a la cabeza, un líder islámico que se había tenido que exiliar por sus críticas al Shah y que volvió al mejor estilo Día de la Lealtad con la revolución.

Suficiente lección de historia. Porque incluso con ella es difícil imaginarse el cambio que sufrió Irán tras la Revolución. Se purgaron las filas Islámicas de los que fueron considerados demasiado tibios, se cerraron las universidades durante tres años para limpiarlas de elementos occidentales, se obligó a las mujeres a usar el hijab cubriendo todo el pelo, se les prohibió usar maquillaje, se empezó a impedir el contacto entre ambos sexos en público, se prohibió el alcohol, las reuniones privadas casi de cualquier tipo. El proceso de aclimatación fue largo y sangriento. Años de una represión, que ni siquiera con nuestra historia setentista podemos entender, hicieron que la gente reemplazara preguntas como ¿qué pasó con mis vecinos?, ¿la muerte de mi hermano de trece años a manos iraquíes con una llave de plástico pintada de dorado que le habían prometido que serviría para abrir las puertas del cielo al cuello sirvió para algo?, ¿una cabellera femenina descubierta es indigna y lujuriosa? Desde ese momento, por rituales innumerables, deben llamarse hermano entre sí, golpearse el pecho compungido en señal de dolor por los mártires caídos —cuya sangre regó los tulipanes de los que nació la nueva República—. Además de un catálogo larguísimo de reglas para salir a las calles en el caso de las mujeres. Miedo constante.

¿Salimos? me dice Ghazal —nombre que es el que se le da a un tipo de poema de amor en la literatura persa desde hace siglos— y se pone su hijab, aunque bastante atrás, apenas arriba del rodete y mostrando casi todo el pelo. Me mira, sonríe triste y dice sí, es horrible vivir así. Te cansa que el gobierno te diga todo lo que tenés que hacer, te imponga cómo vestirte, cómo interactuar con la gente, qué hacer. Al menos adentro de tu casa podés hacer un poco lo que querés. Y adentro de su casa ella y su hermano Arash tocan el tema de Game of Thrones en violín y piano, escuchan Rihanna, tienen un imán destapador que dice USA y modelos de celulares que nosotros usábamos hace 3 o 4 celulares atrás. Es imposible imaginarse como viven, pero podemos intentarlo. Hombres y mujeres no pueden interactuar, en principio. En público está todo segregado, las clases en las universidades, los subtes, las mezquitas. En privado las fiestas están prohibidas (ni hace falta decir que cualquier cosa remotamente similar a un boliche también) y si la policía nota mucho movimiento en una casa o un vecino indiscreto avisa, van todos presos. Si hay alcohol —y lo hay— además de prisión hay latigazos. Si la policía (tanto la policía de verdad como una especie de policía moral, usualmente mujeres mayores de la línea dura musulmana) ve a una pareja caminando por la calle y no tienen libreta matrimonial, van detenidos y tienen que pagar una multa, lo cual es una vergüenza terrible para la familia de la mujer, pero, obvio, no para la del hombre. Incluso aunque estén caminando sin hacer nada, porque en Irán no existen las demostraciones públicas de afecto. Las mujeres tienen una habilidad sobrenatural para evitar los roces accidentales con los hombres en lugares llenos de gente y para acomodarse el hijab inconscientemente si hay una figura de autoridad a menos de treinta metros.

Cuando salía con mi ex nos paraban todo el tiempo, pero ya pasadas las primeras diez o veinte veces te reís, los sobornás, te vas corriendo. Lo mismo cuando me detenían cuando era chica por mi ropa —y mira sus chupines y sus New Balance flúor—. Es casi un juego. Después de todo hay cosas peores. La homosexualidad masculina puede ser penada con la muerte, mientras que la femenina se castiga con latigazos y muerte recién a la cuarta reincidencia. De todas formas, casi siempre se termina recurriendo al margen de discrecionalidad del juez que aplica multas y castigos corporales. O al menos eso pasó en todos los casos que no fueron los entre 4000 y 6000 que calculan los activistas internacionales que terminaron en muerte desde 1979. Parece no haber un criterio fijo y las cifras cambian según qué fuente se consulte. El régimen se maneja en un equilibrio precario entre alguna muerte por año como para dar un ejemplo y el escándalo internacional.

Salimos a la calle, ella con una segunda hijab en una bolsita, mucho más grande, que tapa todo menos la cara, requisito para peticionar en cualquier oficina pública como la Biblioteca, adonde vamos. Mientras la esperamos, Arash responde a mi pregunta de si tiene novia desde sus tiernos veinte años: no sé hablarle a una mujer, nunca pude interactuar con una. No sé cómo voy a conseguir novia. Mis amigos a veces ven una chica en la calle y van y le dicen  “hola, este es mi número, llamame”, se dan media vuelta y se van sin que ellas respondan. Eso sí lo sé hacer.

Khomeini una vez llamó a los iraníes a tener familias grandes, para formar ejércitos que engrosaran las filas del Islam. En vez de eso, hoy el 70% de la población tiene menos de 30 años (la cifra es mayor en Teherán, adonde muchos más jóvenes van a estudiar o trabajar) y es vista como una amenaza por el régimen. La mayoría de los iraníes están profundamente avergonzados por su gobierno y cómo son vistos afuera, pero los jóvenes en particular están muy conscientes del mundo fuera de sus fronteras y tienen un deseo que los quema de las libertades que les son negadas por un gobierno fuera de contacto con la realidad. Irán fue el primer país del mundo musulmán en adoptar internet, y por más que la mayoría de los sitios occidentales estén bloqueados —pero todos saben formas de saltar el bloqueo— eso sólo aceleró el proceso. La columna vertebral del régimen es el iraní pobre, no educado, campesino y musulmán rabioso, agradecido por las inversiones del gobierno en sus aldeas que en muchos casos se ven igual hoy que hace doscientos años. El primer ministro es casi decorativo, es el Líder Supremo, autoridad máxima islámica, quien tiene la última palabra.  En 2009, en medio de las protestas por los escándalos de fraude en las elecciones presidenciales, ellos actuaron como fuerza de choque que se cargó siete muertos.

En Teherán se vive un clima opresivo, una ciudad de 8 millones en la que, más allá de los embotellamientos de tres horas y el smog verde y naranja, parece que viviera medio millón, silenciosa y triste. Es una ciudad en la que una de cada doce a quince mujeres en la calle tiene la nariz vendada, recién operada (las cirugías estéticas faciales son muy populares, siendo que las mujeres en general sólo muestran la cara, impecablemente maquillada todo el tiempo) y en la que uno de cada cinco autos es un Peugeot 405. En las otras ciudades, sin embargo, el clima es mucho más relajado. En Shiraz, me cuenta un profesor inglés especializado en literatura inglesa —que me dice que en un momento se obsesionó con la figura de Jesús, pero sólo Jesús, eh, y que tuvo que dedicar muchísimo tiempo a estudiar y entender la Biblia y los mitos griegos para recién poder empezar a entender la literatura occidental—, las parejas caminan mucho más tranquilas, hay delivery de vino, sus amigos se juntan a fumar porro en los patios de las casas. Los policías son de Shiraz, vivieron siempre acá, ¿por qué van a detener, a hincharle las pelotas a alguien de Shiraz?  Cuando le cuento que hasta ahora los jóvenes me dijeron que la única forma que ven que todo cambie es otra revolución, inversa, sonríe y dice que no, que no hace falta, que ya el proceso de apertura empezó y es irreversible. Renuncio a intentar entender las sutilezas de una situación social tan imposible y me alegro de entenderla a grandes rasgos.

En Irán el día libre por excelencia es el viernes, y la gente que puede sale de las ciudades a las afueras o a las aldeas a hacer el equivalente de un asado en patios, que son una institución iraní. La aldea a la que vamos nosotros se llama Baq Bahadoran y está al lado del único río en la zona, desértica e implacable, que parece no haberse secado. Llegamos a las 12, al ratito ya hay 25 personas. Las mujeres están todas con el pelo descubierto, las chicas se maquillan entre sí, los chicos juegan al backgammon y hablan con ellas. Imagino que ésta debe ser la forma en la que empiezan la mayoría de los noviazgos, pero me dicen que hoy por hoy todas las parejas que conocen se formaron en la Universidad (porque por más que lo intenten no pueden controlarnos todo el tiempo) y por Telegram e Instagram. La estrategia de los amigos de Ashar funciona, y mucho. Los padres fuman y toman alcohol casero, que me dan a probar con una mezcla de orgullo —particularmente del que lo destiló, autoproclamado el mejor destilador de la provincia— y aprehensión. El vino es dulce, nublado y denso. Parece Cepita con alcohol o vino de cartón —no se los digo—, pero el Brandy que me sirven en un vaso de cartón de Hello Kitty es excelente —eso sí se los digo— y el destilador que es el único de las 25 personas que no habla inglés sonríe tan orgulloso que parece que lo seguiría haciendo recibiendo los latigazos que le corresponderían. Almorzamos a las cuatro, al aire libre, sentados en el piso, hombres y mujeres mezclados. Cada familia llevó un tuppercon pollo adobado según su receta, que asan en brochettes y sobre las brasas de una forma que me hace sentir un poquito en casa, aunque todo en Irán es excesivamente dulce. En vez de ponerle azúcar a té, se llevan un cubo a la boca antes de cada sorbo. Y toman muchísimo té. ¿Alguna vez comiste sushi?, me dice una chica a modo de presentación. Cuando era chica vivía en Canadá y comía dos veces por semana, pero me olvidé el gusto. Lo extraño mucho, aunque no me lo acuerde. Acá no tenemos sushi. Acá no tenemos nada.

Aún así prefiere vivir en Isfahan que en Canadá, porque allá son aburridos y no hay nada abierto a las nueve, me dice, y no le pregunto exactamente qué hay abierto en Irán a las nueve que hace que prefiera quedarse. Los chicos que pueden, de clase media, media alta, sueñan con irse a estudiar afuera. Ghazal se quiere ir a Alemania, y está estudiando alemán durante el año y pico que va a tardar la visa, porque un pasaporte iraní es la marca de Caín. Iraní no, Persa me corrige un chico mientras sus padres bailan medio borrachos música que me dicen avergonzados escuchaban sus abuelos. Yo soy persa. Irán es el régimen.

 

Agustín Zalazar (28)
a.zalazar@hotmail.com.ar

(Este artículo está incluido junto con otros sobre más de treinta países en el libro La vida está en otra parte. Para consultas, contactarse con el autor).