Del remedio a la locura

Por Marcos Elia.

Todas las familias tienen alguna historia medio rara. El que sostenga que la suya no, creo que debería indagar un poco más. Conozco varias de mi familia, pero hace poco me contaron una que me llamó mucho la atención. Es una historia que marca el camino de la sanación a la locura.

Al personaje en cuestión lo llamaban Pin y era tío abuelo de mi papá; murió hace varios años en circunstancias bastante extrañas.

Pin era el hijo del medio de una familia de siete integrantes. Creció con bastante normalidad, tenía peculiaridades como todo el mundo, pero nada que invitara a la preocupación o generara mayores comentarios dentro o fuera de su familia.

Según la versión oficial, el tiempo pasó y no le presentó a Pin una mujer con quien unirse. El bajo fondo dice que al tipo le gustaba la joda como el dulce de leche, y por eso era un muchacho difícil de enganchar. Mientras todos sus hermanos se fueron casando, Pin se dedicó a la administración del campo de la familia y sorprendentemente, llevó las cuentas a un lugar mejor que donde las agarró.

De a poco se fue haciendo de cierto capital y fue comprando hectáreas al lado del campo de su familia. Su vida era la administración, las noches en el club, las mujeres circunstanciales, el alcohol y la familia en medidas cuotas. El recuerdo colectivo es que era muy bueno jugando con los chicos, los divertía, tenía el chiste fácil en la punta de la lengua y conocimientos camperos que generaban admiración en los niños. Aparte como todo buen soltero de la época, estaba impecable.

Una tarde Pin visitó a su médico de cabecera porque la lumbar lo estaba molestando. Luego de un par análisis, le diagnosticaron una enfermedad terminal que lo mataría en seis meses (lo mejor del cuento es que nadie recuerda cuál era la enfermedad que el Tío Pin tenía). Por eso, emulando al hijo pródigo, comentó su situación a su familia, vendió todo lo que tenía y pidió a su padre un adelanto de herencia para viajar. Claro que el pedido generó resistencia e intentos de persuasión, pero no había caso. El moribundo quería dejar el mundo en el extranjero viviendo una vida acorde a lo que siempre había esperado.

Pin salió del país al poco tiempo rumbo a París. Contó toda la plata que tenía y le asignó a cada día que le quedaba por vivir una suma determinada. Se “quemaría” toda la plata en París, disfrutando los días y las noches. Su fe en la ciencia y en su muerte era total.

Al llegar a París se hospedó en un hotel de lujo, donde vivió los seis meses que le quedaban. Ahí pasó de ser un soltero juguetón ocasional a un animal desenfrenado. Sus días fueron solamente de mujeres, alcohol, apuestas, cigarrillos y oscuridad (vaya uno a saber si a la historia se le sumaron drogas; en esa época hasta el escándalo tenía límites para ellas).

Como ya imaginarán, algo salió mal. Llegó el día del esperado último suspiro y Pin respiró. Una y otra vez, y no había indicios claro de que fuese a dejar de hacerlo. Pin desesperó agitado por la invasión de vida que sentía y por sentirse equivocadamente resucitado de entre los muertos. Su crisis existencial tuvo que enfrentar un problema bastante más mundano: no tenía más plata para el hotel, para nada en realidad. Tenía que volver a Argentina, pero no tenía los medios.

La leyenda cuenta que en una noche negra de violenta tormenta, mientras el Sena refunfuñaba y se agitaba con fiereza, Pin apostó con su vida un pasaje de vuelta: si lograba cruzar el río se ganaría el regreso. (Quienes hayan ido a París y hayan visto el Sena podrán decir que esta proeza no es gran cosa, pero bueno las historias familiares no están exentas de cierta épica y dramatismo.)

Cansado y agitado, Pin llegó a la otra orilla —algunos agregan que lo hizo con cierta frustración—.

A su vuelta al país fue a ver a otro médico para que le diga cuánto le quedaba de vida. Para su sorpresa, no tenía nada. ¿Qué había ocurrido?

No fue recibido por su familia con el amor que Rembrandt inmortalizó. Pobre, sin trabajo y distanciado de su familia, Pin acudió a su hermano y le ofreció ser puestero en uno de sus campos. El hermano aceptó.

A los pocos días que se instaló en un puesto de mala muerte cerca del Salado, Pin comenzó a mostrar visibles signos de deterioro psíquico. No se bañaba, gritaba a los niños, la casucha entró en un proceso de declive que nunca terminaría, usaba la ropa hasta que esta se rompía y su expresión cambió: sus ojos se tornaron crípticos. Algunos, con un poco de saña, dicen que por las noches paseaba y rasqueteaba con un palo los postigos de la casa principal para asustar a los pichones de la familia.

Recuerdan que por momentos tenía buenos gestos, pasaba a saludar y se quedaba conversando con los que estaban en la casa principal. Muchas de esas veces, se daban cuenta que mientras hacían otra cosa Pin les había robado el asado.

Pasaron muchos años hasta que murió. Solo y tirado en el puesto que lo acogió durante lo que duró su resurrección no deseada. Tampoco se supo con claridad qué fue lo que pasó, tan incierto hoy como la enfermedad.

Me quedan en el tintero muchas dudas y preguntas: ¿se volvió loco al sanar o siempre lo estuvo?, ¿el desenfreno lo curó o lo enloqueció?, ¿hubo una enfermedad original?, ¿habrá arrebatado al destino la definición del día de su muerte? Y si no lo hizo, ¿habrá sido consciente cuando estaba por morir? ¿habrá deseado vivir el momento previo a su verdadero último respiro?

La extraña historia de Pin es recordada de diferentes maneras: como una mágica sanación, el nacimiento de la locura y, la que más me seduce, la del hombre que eligió vivir cuando creyó que moriría, y murió al descubrir que viviría.

 

Marcos Elía (29)
Abogado
marcoselia1@gmail.com