Por Gustavo Morales.
Levantarse de la cama, tarea difícil del nuevo día, culpa de días anteriores y su peso que recae sobre nuestra conciencia. El hombre cotidiano se levanta sin mucho ánimo, sin mucho pensar. Un pie, el siguiente, nada del otro mundo. Pero esta mañana tenía un sabor distinto, no era como ninguna otra; este hombre no era como ningún otro.
Tez morena y un ceño fruncido; nadie sabe su nombre, y se puede ver en sus ojos de decepción una mirada vacía. Algo le faltaba a este hombre; no algo material, algo dentro de él. Como si no estuviese presente en su totalidad; como si su corazón se perdiese en la inmensidad. El hombre toma su desayuno, unos días sí y otros no, depende de su humor. No piensa al despertar, no piensa al desayunar, se encuentra solo, sentado en su soledad.
El hombre mastica sin pasión alguna, lo que es un desayuno sin sabor; hoy es un día donde no sale el sol. Los mismos frijoles de ayer y las mismas tortillas de la esquina. Sus toscos alimentos son pocos nutrientes para su endurecida alma. Para terminar su mañana, cerca de la puerta se encuentra un triste café esperándolo a la salida. Al terminar lo que fue una vez un pobre desayuno, se levanta de la mesa para uno y comienza a pensar. Entre el polvo del suelo y el humo producido por su desayuno, divisa gracias al haz de luz que entra por un hoyo de la lámina, la taza sucia con olor a café. Tras una mirada de inconformidad, toma el primer sorbo de su bebida, y comienza a recordar, como entrando a un sueño, mientras derrama un poco del diluido y frío líquido en su camisa, al instante en que una lágrima quiso, por voluntad propia, acompañar a la mancha recién nacida de café en su arrugada prenda.
Una bella mujer le invade su memoria, y junto a ella, le acompaña un delicado olor a rosas. El hombre logra ver con dificultad, entrecerrando sus ojos, una imagen borrosa. Pálidos tonos pasteles revueltos, dando color a lo que parece ser la bella figura de la fémina. Su rostro empañado por el recuerdo impedía ver lo bello de sus ojos, pero se sentía su belleza sin tener que verlos brillar. De pronto, invade al pobre hombre un vacío sabor a sal. Regresa a su mente, la sombría imagen de cuando su amada esposa descansó por siempre en la profundidad. Las olas del mar inundan su subconsciente como una marea azul en torno a la obscuridad. La sal, el sudor, las lágrimas, el calor, la desesperación al ver al amor de su vida desaparecer sin despedida.
Un sonido seco lo devuelve a la realidad. Se dirige a la puerta y observa discretamente a través de un hueco a dos policías de mediana edad con su mano diestra descansando sobre el arma. La ansiedad empieza a tomar un papel protagónico en sus acciones. ¿Qué hacer? ¿Qué no hacer? Un zumbido muy agudo se adueña del ambiente poco a poco hasta resultar insoportable. El acúfeno aumenta su intensidad y, en este momento, el hombre no supo que más hacer. Apretando sus manos sudorosas sobre sus orejas, el sonido cesó, así como cesó la conciencia del pobre hombre. Cayó al piso como piedra al agua; desmayó.
Nunca supo cuántos minutos, horas o días pasaron antes de despertar. Otro sonido seco se oye por su puerta, lo cual le recordó a los policías, volvió a ver por el mismo hueco y no vio nada. Era el sonido del viento que le jugaba una broma, o el alma de su amada que lucha por estar junto a él. Desesperado por su recuerdo, o por quienes querían matarle, toma su abrigo y sale a caminar. Su día negro se iba tornando más oscuro.
Un paso, después otro. Sus ojos clavados en la pupila del suelo sin color. Pensando en ella, no en los policías que buscan matarlo. Nubes estacionadas en perpetuo silencio, que parecían no moverse nunca, como si desde el inicio de los tiempos estuviesen plantadas así. El sol, no logra divisarse, pues se esconde tras el manto gris que cubre las montañas, pero los hombres saben que está ahí, porque así les enseñaron. El hombre levanta su vista, con un miedo ilógico de encontrarse con la imagen de su una vez amada, entre temblores y sudores, logra alzar su mirada y sus miedos se vuelven en contra de él.
Un paso, luego otro, el hombre se traga su miedo al volverse real. Ve a su amada. Esta vez sin desenfoque, una mirada tan brillante que hace olvidar al sol. Sus grandes ojos café se clavan en quien clava su mirada en ellos. Un suspiro. Un soplo del viento, vuelve a llevarse la imagen de la una vez amada. El hombre parpadea intensamente para volver a su realidad, o quizá para volver a ver su rostro una vez más. Tras otro suspiro de desesperación, vuelve a emprender su caminata, sin saber a dónde, pero sí sabiendo de lo que quiere apartarse.
Sus latidos comienzan a disminuir, el sudor se empieza a secar, y todo vuelve a la normalidad, desde la aparición de su amada. El hombre está caminando en la calle, con los ojos puestos hacía el horizonte, como pretendiendo saber hacía donde va. Una gran flor amarilla llama su atención desde el otro lado de la calle. Cruza la calle sin mirar, con sus ojos fijos en su flor, como hipnotizado pensando en su olor. Sus dos fuertes manos la manipulan con delicadeza, y empieza a ver la realidad de la situación. Sus pétalos caídos; su amarillo descolorido, ya no resplandece como antes. Recuerda como solía llevarle a su una vez amada girasoles, narcisos y tulipanes amarillos; rememora como aquellas eran firmes, coloridas y resplandecientes. El hombre, más triste aún, cierra los ojos por un momento y suspira, por el tiempo perdido que no vuelve, porque una vez fue feliz y no supo agradecer, y porquehoy se encuentra solo, con su flor por perecer.
Vuelve a respirar y quiere volver a caminar, pero dos policías ya corren hacía donde él está. El angustioso hombre no se paraliza como en su casa, y comienza a correr sin ver hacia dónde. La gente lo mira como si estuviese loco. No puede distinguir entre las voces en su cabeza y las voces de la gente que hablaba. Al voltear a ver, el hombre no ve más a los policías, debe haberlos perdido. Regresa de nuevo su mirada, y ve el azul del mar.
Para algunos, el azul del mar es fuente de tranquilidad y paz mental. Es diversión para los jóvenes y calma para los ancianos. Pero para el pobre hombre no. Como un imán, el mar atrae al hombre, y este atontado camina lentamente hacía él, un paso tras otro. Con cada paso, la arena traga un poco más sus zapatos viejos. Con cada paso, una nueva memoria toma las riendas de su cabeza. El primer beso, sus peleas, sus comidas, sus pláticas, sus llantos. Es mucho para la oxidada memoria del viejo hombre. Tras setenta memorias atravesadas, sus pies tocan el agua helada del triste mar. De pronto, solo le invade la nostalgia, y al querer retornar a su hogar, ve a los policías acercarse por la avenida por donde corrió, pero esta vez eran muchos más. Paralizado por el abrumador azul triste del inmenso mar, o por el frío de sentir que comienza a subir por sus delgadas piernas, se queda estático a la espera de lo peor. De nuevo, el agudo sonido empieza a aparecer poco a poco. Ve a los policías, ya a pocos metros de él, todos con sus pistolas en mano listos para disparar. El viejo cierra los ojos con fuerza ante su inminente destino. Se oye una metralleta de disparos, una tormenta de plomo, pero él no siente ningún dolor.
Al abrir los ojos, no hay policía alguno, y se encuentra de nuevo en su habitación, con la misma mancha en su camisa, y la taza de café que ocasionó el desliz. Todo lo vivido había sido vomitado por su mente frágil, y deseaba con todas sus fuerzas que la muerte de su amada fuera también delirio de su insania; pero no.
El hombre no aguanta su propio peso, como si su cabeza se apoyase solo en su pie. Su cabeza es un revuelto mar de sentimientos. Sus ojos transitan como en aguas turbulentas la superficie de su cara. La muerte está cerca de él, y se refleja en su figura. Su destino se abalanza. El sonido agudo incrementa; esta vez es ensordecedor. Su cabeza zumba como enjambre de abejas, todo está dentro de él, nada fuera. El hombre se encuentra convertido en una armoniosa deformidad. Su cabeza es un mar de culpas que lo ahogan. Todo el ruido muere, abre su boca, y grita, hasta sentir sus pulmones hacerse cenizas. Grita para que su amada lo pueda escuchar, o grita de dolor pues él no la puede ver más. Grita mientras se le acaba la vida, y su grito se va apagando. Su grito caduca, y del cuerpo frío su alma escapa a pedir perdón por asesinar en aquel mar a quien una vez amó.
Inspirado en la obra de Oscar Solares, El grito, expuesta en el MURB.