Por Santiago Legarre.
Tom Jones, un auténtico Masters 1000, fue el libro con el que empecé el año y disfruté mis vacaciones cordobesas. La obra de Henry Fielding fue una de las primeras novelas escritas en inglés y constituyó fuente de inspiración, guía o reacción para Thackeray (el autor de Vanity Fair), y para quienes tomaron a él como inspiración, guía o reacción: Jane Austen y, cincuenta años después, Charlotte Brontë (y acaso también su hermana Emily). Al comenzar cada sección del libro, Fielding estampa una larga reflexión o divagación que, en general, me resultó de lo más interesante (aun cuando guarden casi cero conexión con la trama y la frenen). John Steinbeck hace otro tanto en East of Eden, dicho sea de paso. La trama de Tom Jones es atrapante al principio y despareja al final, como suele ocurrir con libros tan largos, con rara excepción.
Al volver, el Taller distrajo y enfocó mi atención, y me leí de un saque dos novelas cortas de Pedro Antonio de Alarcón. A El capitán veneno, hacía años que quería echarle ojos, con ese título tan extraño y su sabor de clásico. No defraudó y la devoré en dos días. Es una linda historia de amor, con una lección fundamental: “te quiero porque antes me quisiste tú”. El capitán exhorta a Angustias: “¡No soy tan tonto que ignore lo que nos sucede…! ¡Los dos nos queremos! Y no me diga que me equivoco, ¡porque eso sería faltar a la verdad! Y allá va la prueba: ¡Si usted no me quisiera a mí no la querría yo a usted!”. Que, dado vuelta, resume una gran tesis del amor horizontal (amistad, matrimonio; a diferencia de filiación, paternidad): “Te quiero porque me quieres”, reitero la idea. El final de Norma —la otra de Pedro Antonio; una obra primeriza—, un escrito generalmente ninguneado por la crítica, me resultó más ameno e interesante que desopilante (aunque también lo es).
En Kenia leí mi segundo Graham Greene, The End of the Affair. Claramente adictivo; el texto y, seguramente, su autor. Una joya de muy pocas páginas; un ensayo discreto y sutil sobre Dios y su presencia, con la excusa de un romance con infidelidad flagrante incluida.
En Kenia también —más precisamente en la megareserva privada Ol Pejeta— una mujer inglesa, que sostenía teorías atrevidas e interesantes (tales como que la humanidad se ve favorecida por el nacimiento de niños con Síndrome de Down, pues aportan diversidad al mundo), me contó que ella era de Dorset, “donde transcurren las novelas de Thomas Hardy —comentó”. Frente a mi perplejidad, empezó a enumerar algunas, como Tess of the D’Urbervilles (más conocida como Tess, un nombre mágico que asocié siempre con Nastassja Kinski, quien la encarnó en el film de Polanski). Cuando vi en un avión Far from the Madding Crowd, la versión con Carey Mulligan de otra famosa novela de Hardy, me dieron ganas de leer algo de él (aunque no Far…, pues aún la trama estaba fresca en mi memoria por culpa de la película). Así que, con la recomendación de Ol Pejeta en mente, me incliné por Tess: una lectura fácil y llevadera; fascinante, aunque oscura (oscurísima), y con un vocabulario rico y complejo.
La última gran lectura del año —en tamaño y en densidad— fue Shirley, la tercera novela que leo de mi venerada Charlotte Brontë, cronológicamente leída luego de Jane Eyre y Villette. Si tuviera que hacer un ranking, que por suerte no tengo que hacer, el mandato social me llevaría a colocarla debajo de la primera y encima de la segunda. Pero disfruté Shirley tanto, que me alegra la libertad de no deber ranquear, y me permite ponerla en un pedestal máximo. A nadie que haya disfrutado la novela más famosa de Charlotte le va a dejar de encantar esta. Al igual que Jane Eyre, esta otra es una caja de sorpresas, pero menos gótica y más cercana a nuestra coyuntura que el gran clásico.