Por Juan Manuel Juarez.
El sol acariciaba las manos de Felipe y Miguel. Mientras el colectivo seis treinta transitaba pesadamente por San Alberto, los pasajeros dormían o usaban el celular o charlaban con un amigo. O leían un libro. Nadie pensaba más que en llegar a su destino.
Miguel, de pie, iba muriéndose de sueño. Las rodillas se le quebraban en cada pozo. Colgándose del travesaño y desparramando el traste en el apoyabrazos, intentó mejorar su posición; no quería caerse en el próximo salto del colectivo.
—Clack. Clack. —Su bolso emitía un sonido metálico en los baches.
Desde su asiento, unos metros más atrás, Felipe miró con pupilas vacías por la ventanilla. Los minutos pasaban. Pensaba en lo que comerían esa noche en casa. Si bajase en Crovara quizás podría comprar unos sandwichitos de bondiola para comer en familia.
Cerca de las vías de General Villegas, el colectivo se detuvo en una parada.
—Clack.
Bajaron unos, los salvados, y subió un grupo de gente ruidosa: una negra con un bebé pidiendo asiento, un par de viejos, un pibe, un policía que pasó, de cayetano, saludando.
Una vieja gorda se acercó a Miguel y lo miró pidiendo lugar en el apoyabrazos. Éste movió su bolso con el pie, liberando un poco de espacio. La gorda agradeció y, apretujándose contra el mamparo, se aferró a su cartera. Miguel, a cara de perro, gruñó:
—Por nada, doña.
Allá atrás, Felipe se saboreaba las encías y ahora le gustaba más el panorama… Felipe querido. Se saboreaba, casi, contando los billetes en el aire y también con el fierro nuevo en la mano. Miró una última vez a la tinta negra que mencionaba a mamá y papá; a los cinco puntos; a la calavera. Le tiró un guiño decidido a Miguel. El flaco entendió.
Y fue así como empezó una tarde de laburo en el conurbano bonaerense.
Juan Manuel Juarez (25)
Piloto de Ultramar
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