Por Santiago Legarre.
Desde hace casi una década viajo dos veces al año a Estados Unidos, invitado por la University of Notre Dame, que queda en el estado de Indiana. Una estadía bastante larga, en mi verano, a dar clases en la Facultad de Derecho; la otra, corta, en noviembre, al encuentro anual del Centro de Ética y Cultura de la Universidad. En una de esas visitas más cortas, lo conocí a Jack.
En el contexto del congreso anual del Centro, di una conferencia y Jack asistió y me hizo una pregunta. Estaba en segundo año de la Facultad de Derecho y podría haber sido alumno mío, pero había optado por tomar otras materias. Como la pregunta que me había hecho me había parecido excelente, cuando me lo encontré en uno de los cócteles del congreso tuvimos una agradable charla. Resultó que varios de sus amigos sí habían estado en mi materia el año anterior, así que teníamos conocidos en común. Oriundo de Newport Beach, en el sur de California, me pareció un tipo macanudo y divertido.
Cuando volví a Indiana unos meses después, me lo volví a encontrar, en los pasillos de la Facultad. Teníamos gustos parecidos y mantuvimos, luego de ese segundo encuentro, contacto esporádico por correo electrónico. Al año siguiente y de caras a mi siguiente visita, le pregunté por mail cómo le venía ir de South Bend (donde queda Notre Dame) a buscarme a Chicago (donde aterrizaría mi vuelo de Argentina). Son dos horas de viaje en auto de ida y dos de vuelta, de modo que para buscar a alguien hay que tener muchas ganas…
Tengo una docena de amigos que habían hecho el viaje por mí en el pasado. Este alumno mío, que en realidad nunca lo fue, se estaba portando como un amigo. En el viaje a South Bend hablamos de un tema que yo ya conocía por radio pasillo: iba a tener un hijo con una chica de su clase, de origen chino. También me contó que su hermano menor, Drew, se encontraba de visita en South Bend, recién llegado de cuatro años en Japón, donde había hecho sus estudios universitarios. Cuando llegamos al pueblo, los invité a los hermanos a almorzar y la pasamos bien. Por ese entonces, Jack siempre me decía “Professor Santi” (¡igual que como me dice Juanjo, mi maestro de batería!). Mientras escribo estas líneas, Jack ya ha dejado de lado el preámbulo académico.
Unos días después, dado que Jack iba a llevarlo a Drew al aeropuerto de Chicago y, aunque su hermanito volaba bastante más tarde que yo, Jack (que sabía que yo buscaba un nuevo aventón) se ofreció a llevarme a mí también. Fueron Jack y Drew en el asiento de adelante, y detrás la novia de Jack (embarazada del bebé que unos meses más tarde sería Tommy) y yo. El viaje consistió sobre todo en una larga charla entre Drew y yo. Con él todavía teníamos más temas en común que con su hermano. Me recomendó la música de Beach House (que desde entonces comencé a escuchar diariamente) y yo a él varias lecturas, incluida Anna Karenina, que encaró. Así que la seguimos por mail.
Yo no lo sabía, pero Drew le reenviaba mis sucesivas recomendaciones por mail a su novia, Hannah, que en ese momento estaba en Camboya, hacía dos años, de voluntaria. Parece que a ella le gustó en especial una charla mía, cuyo video le había mandado Drew. Y le dijo a su novio, según me contó ella misma cuando nos conocimos, un año más tarde: “Me gustaría que te hicieras amigo de Santi”.
Será por eso que apenas le conté a Drew, un año más tarde, que volaba a Chicago, con motivo de un nuevo viaje a Notre Dame, enseguida se ofreció a buscarme. Claro que ahora él ya estaba establecido en Chicago, así que no tendría que manejar desde South Bend como antes lo había hecho Jack; y además esta vez yo haría noche en la ciudad e iría a South Bend en tren al día siguiente, de modo que esa noche podría invitarlo con un trago y puesta al día. Mi avión se retrasó seis horas y llegué en plena oscuridad. Pero allí estaba el hermano de mi nuevo amigo o, más bien, mi nuevo fiel amigo, cuyo hermano no había sido mi alumno. Nevaba, hacían cinco grados bajo cero y Drew tenía un gorro puesto, incluso dentro del auto. Cuando abrí la puerta, sobre el asiento del acompañante había un sobre en el cual una mano de mujer había escrito “Santi”.
“Eso te lo manda mi novia, Hannah”, dijo Drew. Ese gran detalle de cariño iba acompañado, por si fuera poco, de un tubo de Smarties, una de mis golosinas norteamericanas preferidas. Mientras leía deleitado y sorprendido la divertida carta de bienvenida, me imaginaba inevitablemente a la autora de las líneas.
En los detalles, la ficción superó a la realidad. Pero en lo importante, en aquello sobre lo cual mis expectativas para la novia de mi nuevo amigo eran altas, la realidad fue insuperable. Hannah es lo más.
“Santi, fui yo quien le dijo a Drew que quería que se hiciera tu amigo”, me dijo esta persona espontánea e increíble, mientras su novio buscaba el auto, luego de la primera de nuestras cenas juntos. Habría muchas más. Fue el comienzo de una linda amistad. Con unos novios a los que conocí… porque soy profesor.