Por Nicolás Pérez Trench.
Si a alguno de nosotros nos hubieran dicho el 1.° de enero de este año que el mundo se vería sacudido por una pandemia y que nuestra vida estaría a punto de cambiar, seguramente nos habríamos reído durante un buen rato. La vida siempre suele estar acompañada de sorpresas, buenas y malas. Sin embargo, nadie nos avisó nunca sobre un cimbronazo de esta magnitud…
Me atrevo a decir, sin temor a equivocarme, que esta pandemia nos cambió para siempre. Podrá decirse que el Coronavirus tiene una tasa de mortalidad extremadamente baja, pero lo que no se puede subestimar es su capacidad de generar severos problemas, de todo tipo, en todos los países. No se trata ya de la añeja discusión entre países desarrollados y subdesarrollados, entre ricos y pobres. Este virus nos atacó a todos, sin distinción de clases.
Sin embargo, no vengo a hacer afirmaciones grandiosas. En estas palabras, voy a intentar esbozar un poco cómo va la vida en tiempos de cuarentena. Y si me disculpás el atrevimiento, amable lector, este relato no seguirá un hilo conductor estricto. Mi idea es apostar un poco a la espontaneidad, de modo que aquí iré volcando mis impresiones, a medida que surjan… y espero no aburrir mucho con lo que tenga para decir.
Seguramente muchas personas tenían planes armados para este año. Unos pensarían en irse de viaje a algún lugar que querían visitar por primera vez, o quizás un destino exótico. Otros estarían armando emprendimientos personales, proyectos que suponen una larga y costosa planificación. Y tal vez algunos tenían pensado seguir con su vida cotidiana como siempre. Al fin y al cabo, cada uno se maneja según su conveniencia y posibilidades.
Por mi parte, yo también tenía (y aún tengo) planes, aunque quizás no tan ambiciosos. Recibido hace nada, quería ponerme a trabajar inmediatamente en mi meta de ser académico. Esa meta sigue vigente, por más que la cuarentena haya puesto una suerte de impasse en el camino.
Y pese a estas complicaciones, sigo haciendo lo que más me gusta: leer y escribir. Participo en un par de proyectos sobre derecho constitucional, también escribo sobre fútbol americano como un pasatiempo (y ya me han señalado que hay abogados que terminaron convirtiéndose en periodistas deportivos, aunque no es un plan que piense seguir en el futuro…), y sí, también estoy escribiendo estas palabras.
Además de ello, empecé a ver un poco más de series (mi nueva serie favorita ahora es The Mentalist), y sigo también con mi otro gran pasatiempo, que es el de ser gamer (sí, lo confieso: soy un gamer, aunque no uno competitivo. Soy fanático de juegos como el Age of Empires 2, la saga Total War y el World of Warships. Son todos juegos de estrategia que me mantienen entretenido, aunque conllevan el riesgo de que ese entretenimiento pueda ser un poco excesivo).
Sin embargo, y a pesar de dichas ocupaciones y distracciones, ellas no pueden reemplazar algo tan básico y necesario para nosotros como lo es el contacto con nuestros seres queridos. No ignoro que tenemos medios virtuales para encontrarnos con ellos. Para aquellos que viven lejos de sus familiares y de sus amigos, son una posibilidad de mantenerse comunicados, en un mayor grado de intensidad que las meras conversaciones por teléfono y Whatsapp. Sin embargo, no son lo mismo que un encuentro en vivo y en directo. Y tampoco puedo dejar pasar que, a veces, esos medios no siempre funcionan de la mejor manera, lo cual arruina un poco la experiencia.
Es que sencillamente no hay (ni habrá) nada que pueda reemplazar la magia de estar en presencia de nuestros familiares y amigos, de verlos cara a cara, de escucharlos, de gozar de su compañía. Admito que a veces puedo volverme un poco solitario, de retraerme en mis asuntos. Pero también admito (y supongo que tanto vos como las demás personas coincidirán en esto) que extraño demasiado salir un rato a juntarme con amigos, a tomar una birra (o, si las circunstancias lo ameritan, un buen gin-tonic), a compartir sus vidas por unas horas. Extraño también mis reuniones con el grupo de mi parroquia, un lugar que he llegado a sentir como mi segunda casa. Uno puede estar un tiempo sin reunirse por diversos compromisos y tareas, pero cuando este ayuno llega ya a más de dos meses, francamente no hay manera de que no sea insoportable.
También es insoportable no tener deportes activos para mirar. Imaginate que en un país en donde se vive, se respira y se siente el fútbol, el no tener los partidos del fin de semana ya molesta, y mucho. Bueno, ¿cómo hago yo, no tan fanático del fútbol, pero un ávido seguidor de la NBA, la MLB y la NFL? El deporte siempre está ahí, todo el año, listo para sacarme de los momentos de aburrimiento, y afortunadamente con varias opciones para elegir. Sin embargo, ni eso nos quedó.
En este punto, quiero hablar un poco sobre la angustia, que ya está instalada en el debate público de todos los días. Mientras anunciaba una de las extensiones de la cuarentena, el presidente decía que angustiante no era sobrevivir, sino enfermar. Y yo pienso que ambas circunstancias son angustiantes (lo que sí se podría discutir es la medida en cada una de ellas, pero no creo que sea interesante explayarse al respecto). Porque nuestro sobrevivir no es el de todos los días, el que vos y yo conocemos a la perfección.
Si me disculpás por la digresión, esto me recuerda a una clase de Derecho Romano, en donde nuestro profesor nos explicaba el concepto de libertad para los romanos. Nos decía que, para nosotros, es difícil pensar en la libertad, porque vivimos amparados en ella. Pero él nos dio un ejemplo muy gráfico: imaginar que cada uno de nosotros estábamos en un baño, y de la nada nos quedábamos encerrados. En ese momento, según el profesor, en cada uno de nosotros afloraba un sentimiento intenso de querer salir de ese lugar, de querer recuperar la posibilidad de hacer lo que quisiéramos, de ir a donde quisiéramos. Así, en esa imposibilidad de moverse, era como entrabamos en contacto pleno y consciente con la libertad.
No obstante, ninguno de nosotros está encerrado totalmente. De hecho, muchas personas hacen su vida diaria normal, aunque con las lógicas precauciones que las circunstancias actuales imponen. Solo quienes viven en las zonas densamente pobladas están dentro de la situación de confinamiento, que tampoco es absoluta. Sin embargo, creo que he ilustrado mi punto: vivir sin la plena libertad de cada día es angustiante.
Con todo, y dado que soy quien suele hacer las compras en casa, tengo el “privilegio” de salir. Recuerdo cómo fue mi primera salida en esta cuarentena: poquísima gente en la calle, incluso menos que un día de fin de semana por la mañana. Normalmente me gusta cuando la ciudad se vacía un poco, durante las vacaciones de verano. Sin embargo, en esta oportunidad, francamente era desolador. Incluso la primera vez que fui a visitar a mis abuelos, para darles una mano con las compras, pude cruzar Rivadavia casi sin preocuparme por los autos: no había tránsito en absoluto.
Sin embargo, y casi como una paradoja, los días son más claros que lo habitual. Recuerdo no pocos días soleados que me parecieron más hermosos que uno normal. Quizás sea efecto del retroceso del hombre; mientras él se refugia en sus hogares, la naturaleza reclama el lugar perdido. Es una postal que hemos visto repetidas veces en las noticias; animales atreviéndose a salir a las calles a plena luz del día, sin tener que preocuparse por que las personas puedan hacerles daño. Hasta se ha reducido sustancialmente el nivel de polución en las ciudades más contaminadas del mundo. Sin embargo, a medida que el mundo se vaya reactivando, el medioambiente volverá al triste statu quo que conocemos…
Y cuando hay días lindos, a veces aprovecho a ir al balcón para tomar un poco de aire fresco. Descubrí que la cuarentena nos provee una buena excusa para redescubrir lugares de nuestras casas que dejamos un poco relegados. En mi balcón hay una mezcla perfecta de luz y sombra: suficiente luz como para poder leer un libro (por caso, el otro día estaba leyendo El cardenal, una excelente novela de Henry Morton Robinson que relata la vida de un sacerdote, desde sus inicios hasta el momento en que llega casi hasta la cima de la jerarquía eclesiástica), y suficiente sombra como para estar cómodo y con ganas de quedarse toda una tarde, desafiando al clima, cada vez más frío a medida que pasan los días.
Con todo, y pese a que intento mantenerme distraído con lo que tenga a mano, no puedo evitar sentir un poco de desánimo, un desgano que no me motiva a hacer nada, ni siquiera a relajarme. No dejo que ello me afecte durante mucho tiempo, pero tampoco puedo evitarlo. Es que tengo una falencia: la de ser imperfectamente humano. Cada vez parece que se acerca el fin, hasta que se pospone. Y eso no solo me afecta a mí, sino a todos.
No sé cuándo se terminará. Espero que sea lo antes posible: ya quiero volver a ver a todos mis amigos cara a cara. Quiero volver a tomar los controles y poder hacer mi vida de siempre. Hay rumores de que la cuarentena podría llegar incluso hasta agosto, y confieso que la idea de celebrar mi cumpleaños en esas circunstancias no me gusta en lo más mínimo. Pero ¿qué puedo hacer? Es la mano que nos tocó…
No nos queda otra que soportarlo. Esto se hace para evitar que el coronavirus siga tomando vidas. Y volviendo a lo que decía antes, aun cuando sean comparativamente pocas (como si nosotros pudiéramos decidir arbitrariamente el valor de una sola vida…), todas y cada una merecen salvarse. No sabemos las consecuencias que el virus puede ocasionar en la salud de aquellos que lo contrajeron. Por eso creo que no hay que tomar riesgos: el virus debe ser detenido, aunque las autoridades también deben ser prudentes para intentar subsanar los problemas económicos, que afectan a gran parte de la población de igual manera que esta pandemia. Yo solo espero que los gobernantes de todo el mundo estén a la altura de las circunstancias cuando todo esto haya pasado y comience la etapa de pensar en lo que será la nueva “normalidad”, porque creo (y no soy el único que lo piensa) que no hay vuelta atrás a los tiempos previos a esta pandemia.
Porque el coronavirus nos cambió, de alguna u otra forma. Y, por nuestro bien, espero que lo haya hecho en la dirección correcta.