Por Santiago Legarre.
Primer Acto
“¿Paramos acá?”, preguntó mi amigo argentino que vive en Holanda. Una de esas “preguntas” de anfitrión, que invitan decididamente una respuesta afirmativa.
Así, sin saberlo, nuestra caminata por el centro de Ámsterdam hacía escala en el pub más antiguo de la ciudad: el Café Brandon, una esquina donde se vende de todo, menos café.
Hacían 35 grados y el dueño del “café” tenía prendida, sobre la vereda, una de esas peculiares regaderas que tiran agua de arriba a abajo, tipo ducha, que invitaba a pararse debajo, en medio de la calle, donde el artefacto rociaba en diagonal. Apenas me paré allí, mi amigo, avergonzado de mi goce vulgar tal vez, me trajo de un tirón a la vereda, justo a tiempo para salvarme de ser arrollado por ese enemigo silencioso —y en esa ciudad una plaga— llamado “bicicleta”.
En un local aledaño, una chica que resultó ser de Ancona amasaba pizza a la que hicimos debido honor, mientras bebíamos Peroni sentados en un banco de madera sobre la vereda del Brandon, compartida con la mínima pizzería.
Al día siguiente —la temperatura había bajado quince grados— pasamos nuevamente por el Brandon, rumbo a Misa, y paramos nuevamente en nuestro café. Al escucharnos intercambiar alguna palabra, una voz interrumpió con acento porteño:
“¡Argentinos! Bienvenidos al pub más antiguo de Ámsterdam”, y enseguida puso en nuestras manos dos vasos de cerveza local, a la vez que nos presentaba a Mila, una amiga suya argentina, de visita en Ámsterdam por unos días.
Sin querer, Mila derramó su propia cerveza sobre mis auriculares que, por ser tan grandes, había posado yo poco antes sobre nuestra mesa, pues no me entraban en el bolsillo. Se preocupó de haberlos arruinado, pero le aclaré con presunción que eran tan viejos como irrompibles. Por cierto, unos días antes, en Argentina, una de mis alumnas salteñas, que me vio con ellos en las orejas por la calle, me había preguntado con sonrisa pícara si me los había robado de un avión.
Cuando anuncié a nuestros nuevos amigos de pub que nos íbamos a Misa, el porteño —devenido en anfitrión del bar— me preguntó de lleno y sucesivamente, sin esperar respuesta:
“¿Sos católico? ¡¿Católico, católico?! ¡¿Tipo del Opus?!”.
Di pronto por terminado el juego de adivinanzas que tenía a un ganador por goleada y, más sobrios que mi interrogador, caminamos con mi amigo un par de cuadras hacia la iglesia.
Segundo Acto
“¿Comemos otra pizza en el local de al lado del Brandon?”, preguntó mi amigo mientras, de regreso de la iglesia, deshacíamos las dos cuadras andadas.
No fue una gran sorpresa encontrarnos a los dos argentinos todavía allí, al sentarnos en el banco de madera sobre la vereda del pub.
Cuando Mila nos hizo un lugar a su lado, observó nuevamente mis grandes auriculares, tipo clase económica de avión —nada que ver con los tipo Bose—.
“¿Viste?”, le espeté, “sobrevivieron a tu inundación”.
Sonrío y enseguida charlamos un rato los tres: ella, mi amigo y yo —el otro argentino se había unido a otro foro del Brandon, más cercano a mi “ducha” del día anterior—.
“Me gusta lo oscuro”, nos compartió sin anestesia Mila. Tentativamente y sin convicción, casi con gracia, le sugerí explorar la masonería.
“Ya lo hice”, añadió. “Hay doce mil mujeres masonas en Argentina. No descarto sumarme en el futuro. Y también me interesa la astrología. Mucho”, subrayó, al tiempo que aclaraba: “Lástima que, por culpa de la New Age, la astrología se encuentre en baja”.
Amén.
Tercer Acto
Durante su exilio neerlandés, mi amigo vive en Haarlem, a una media hora de Ámsterdam. De regreso a su suburbio, en el tren, comentábamos los azarosos sucesos del día, que habían girado en torno del Brandon Café. No sabíamos que aún faltaba el broche de oro…
Pues al comentar el incidente de mis auriculares gigantes inundados por Mila, reparé en que… no tenía conmigo mi vetusto artefacto auditivo-musical.
“Seguro te los dejaste en la iglesia”.
“No, no, no. Recuerdo que luego de Misa, hablé sobre mis auriculares con Mila. Los estoy viendo ahora mismo, apoyados sobre el banco de madera”.
“Bueno, te compras otros mañana en el aeropuerto, antes de salir para Kenia”.
“No, no, no. Mis auriculares son tan viejos que ya no se consiguen así nomás. Si cuando llegamos a Haarlem encuentro un tren listo para salir de vuelta para Ámsterdam, me subo y vuelvo a buscarlos”.
Dicho y hecho, llegamos a Haarlem, tipo once de la noche, y había un tren presto a partir, casi que esperándome. Muerto de cansancio, saludé a mi amigo, subí a un vagón vacío y me desmayé sobre un cómodo asiento.
Obviamente, en plena noche me perdí en el camino surcado de canales que va desde la Estación Central hasta el Brandon. Encima, observaba que, en esa parte de la ciudad, casi todo estaba ya cerrado, así que temía encontrarme el Brandon también cerrado al llegar. Y faltó poco para que así fuera.
No es difícil imaginar quiénes se encontraban aún sobre la vereda cuando llegué con la lengua afuera: los dos argentinos, unidos ahora a un nuevo foro, en etílica charla.
No me entretuve en saludarlos por tercera vez en el día. Fui directo a la barra del pub.
“Acá no hay nada ni nadie devolvió nada. Pero fíjese afuera si quiere”, se me refregó de mala manera.
Fui directo al banco de madera que había sido testigo de pizzas y cervezas, y de nuestras charlas tripartitas. Había dos nuevos sujetos allí sentados. Pedí mirar por ahí, por si se habían caído detrás. Uno de los dos se corrió, mientras comentaba, corto y molesto:
“Acá no hay nada” —parecía un coro del barista—.
Mas el otro:
“Espera un momento; alguien se llevó unos aparatos negros para adentro”. Y se fue.
La esperanza de un viaje no hecho al cuete y de la recuperación del tesoro perdido. My precious…
En eso sale del pub un hombre pelado, de remera a rayas verdes, onda pirata. Parecía loco o tal vez tan solo estaba dramáticamente borracho, y tenía en su mano izquierda… mis auriculares. Lejos de dármelos, empezó a gritar desaforadamente:
“Varias veces esta noche, tus amigos quisieron tirar esto al canal”; y, mientras lo decía, amagaba con arrojarlos al agua. Esa inundación sí que habría sido definitiva, y mi viaje, en vano.
Como estaba visiblemente enojado, adopté el modo de darle en todo la razón. A la tercera vez que amagó, sin terminar nunca de soltarlos, no me aguanté y le agarré el brazo, tatuado, en súplica. No le gustó ni un poco, y era grandote y fuerte, así que infundía temor, y encima era de noche. Volví entonces al modo docilidad total y, luego de unos segundos, se cansó y me los entregó, a mis auriculares negros, con hastío en su cara. My precious.
Fue al fin una vuelta triunfal; un triunfo costoso; una oreja de Van Gogh en Ámsterdam, pero sin corte y sin Gauguin.