Por Pablo Ivankovich Ortler.
El mito de la regeneración está ligado a la historia de este país. Italia es la cuna y cúspide del Renacimiento. Cuando llegó el momento de unir en algo parecido a una sola nación a una amalgama difusa de reinos, repúblicas, territorio papal y otros terrenos todos enfrentados, se inventó la palabra Risorgimento. Hoy, mientras el país intenta sacar nuevamente lo mejor de sí tras la pandemia, la palabra es Riapertura. Para mí, reencuentro.
Mi abuelo salió de Trafoi con destino al puerto de Génova en 1949; allí, junto con sus padres, iría al encuentro de su hermano mayor en Buenos Aires. En el camino descubrieron que por las peripecias mismas del migrante, la visa de su hermano había vencido, y no podía quedarse en Buenos Aires. Con ayuda de otros migrantes, consiguió un pasaje de tren a Bolivia, donde podría trabajar con otros migrantes de la época de la guerra. En enero de 1950, llegaron a Buenos Aires, y después de un par de días en el Hotel de los Inmigrantes, siguieron viaje hacia esa Bolivia donde empezaba la vida.
Desde que tengo conciencia de ese relato, siempre supe que me gustaría vivir en Italia, una especie de círculo que se cierra cuando se encuentra con el principio y parece, de forma mágica, darle sentido al recorrido. Sin quererlo, o sin saberlo, desde los 18 años empecé a seguir el recorrido inverso de mi abuelo. Poco después de terminar el colegio partí hacia Buenos Aires, y cumplí con creces esa parada, extendiendo esos días de mi abuelo a los siete años que me hicieron casi porteño. Después de recibirme de la facultad, y un par de años trabajando, decidí, como había sabido en mi corazón por un largo tiempo, que quería seguir estudiando.
Emprendí la campaña de buscar programas doctorales en Estados Unidos, casi de forma exclusiva en las 15 mejores universidades del mundo, que —no tan— casualmente, están en su absoluta mayoría, en Estados Unidos. El proceso fue largo, exigente, y al final del camino, fallido. La decepción nublaba totalmente mi vista y para mí el fracaso era casi insoportable. Había considerado, al iniciar todo el proceso, la Universidad de Bolonia y no había aplicado porque el deadline era posterior. En medio de mi frustración, fui a almorzar con un profesor y en muchos sentidos mentor, que me había escrito cartas de recomendación para contarle mis malas nuevas. Después de la motivacional perspectiva de que era un resultado estadísticamente esperable me dejó la mejor de todas las lecciones cuando le mencioné la universidad italiana: no tenés nada que perder.
Cerca de un mes después, llegó la tan anhelada aceptación, y con más dudas que certezas acepté y decidí seguir ese eco que había puesto en movimiento con la primera piedra migratoria mi abuelo hace setenta años. Pero yo seguía indeciso. Después de siete años en Buenos Aires había decidido mudarme a Italia y ahora me encontraba con que mudarse de continente era un programa mucho más arduo de lo previsto. Mi decisión tenía la forma más de un salto, una aventura que una decisión planificada, como si el entusiasmo y la determinación fueran suficientes para atravesar el muro de los formularios y la burocracia trinacional.
Mudarse, me di cuenta después, es un poco como confesarse. Y como con la confesión, pensé que por haberlo hecho antes, sería más fácil la segunda vez. Me encontr equivocado, obligado a examinar los restos de mi propia vida y a emitir un veredicto sobre ellos. Vaciar mi departamento fue como vaciar mi vida en la Argentina, aunque al hacerlo me encontré con lo imprescindible. Así se siente mudarse, yo debería saberlo, que además de venir de una larga tradición de migrantes, creo tener el récord personal de mudanzas con más de diez en mis cortos siete años en Buenos Aires —una peripecia a la que otros migrantes estarán acostumbrados en la urbe de la “garantía en Capital”. Pero se siente especialmente así cuando es una mudanza lejana, donde sólo las cosas realmente valiosas justifican el traslado. A medida que se vacían los cajones y estantes; que se tira o dona aquello que ya no sirve, se desempolva y descongestiona la mente.
Mientras lo hacía, entre despedidas y promesas, compré con temprana melancolía un pasaje sólo de ida hacia Bolonia. Por más que uno esté seguro, nunca es fácil dejar ese lugar en el que uno se sintió en casa. Viajé en un avión lleno de sueños, de estudio, de vacaciones y de esperanza. Cuando salí con las dos valijas que contenían mi vida, me esperaban mis abuelos. Sí, el mismo abuelo que setenta años antes había dejado Italia, hace diez años decidió volver. Afuera el cielo estaba nublado y en el camino en auto desde al aeropuerto a la que sería mi casa empezó a llover. Bajo la lluvia, mi abuelo me daba recomendaciones de supermercados, telefonía e internet mientras la voz del GPS marcaba el camino y mi abuela la superaba preguntándome si me gustaba mi ciudad. En la medida en la que la transitábamos buscando mi dirección, sentí el reencuentro con mi hogar. La voz de mi abuelo en su país se siente inconfundiblemente como el hogar.
Pablo Ivankovich Ortler
Licenciado en Ciencias Políticas
pabloivankovich@hotmail.com