Por María Soledad Riccardi.
«Do you find that you take up short stories these days, in your free time?” La pregunta la formula un ex editor en jefe de The Paris Review, Lorin Stein, en una entrevista en la que oficia de promotor de una recopilación de cuentos originariamente publicados en las páginas de la revista. Stein es, en rigor, quien debe responder las preguntas, pero su interrogante no descoloca al reverso entrevistado, quien se excusa bajo las líneas de ser, más bien, un lector de novelas.
Stein sonríe y asiente —acaso porque conocía la respuesta incluso antes de haber verbalizado la pregunta— y, luego de realizar algunas apreciaciones sobre la habitualidad de tal sentencia (“that’s typical of fiction readers”), esboza la siguiente teoría: «It’s a funny, counterintuitive fact, that fiction has become more and more a distraction for us; we use it in a way that we didn’t use to use it: to drop out of the life of distractions that we have; and short stories aren’t really made for that, they don’t let you drop out, not for that long».
La interpelación inicial resulta prevalente incluso ahora, en épocas de pandemia, cuando de la referencia “free time” emana una fresca ironía. ¿Cuántas personas leen cuentos, y por qué? Con o sin pandemia, las narraciones cortas parecen no ser la elección obvia de los lectores, ni siquiera de aquellos que se abocan mayor o exclusivamente a leer ficción.
Cuando vi esta entrevista, solo leía novelas. Los cuentos me aburrían; me parecían una forma literaria inferior que no me daba la posibilidad de seguir una narración en el tiempo. Mi diagnóstico, por supuesto, no era solo mío: cuando consultaba al respecto recibía respuestas similares sobre porqué el lector promedio privilegia otras formas más extensas de escritura. Respuestas aparte, la encuesta empírica más develadora venía siempre a través del silencioso escrutinio en el colectivo: ensayos, novelas, libros de psicología, el libro del filósofo zeta, Harry Potter, libros de emprendedurismo o de bisnes (extranjerismo cuya incorporación al diccionario de español era evidentemente necesaria).
Volví a leer cuentos (luego de los estudiados en el colegio ) mucho después de haber pasado por alto lo que decía Stein. Así encontré una forma de consumir a escritores que admiraba —como novelistas— a través de obras que demandaban mucho menos tiempo. Muchos de ellos habían escrito cuentos en algún momento de su carrera —acaso para ejercitar los músculos literarios—, si es que estos no habían sido una constante: el imbatible Graham Greene, por ejemplo, decía que los cuentos eran un pasatiempo al que se dedicaba entre novela y novela (¡vaya productivo pasatiempo!); los cuentos completos de Adolfo Bioy Casares alcanzan el número redondo de mil páginas; los de Juan José Saer exceden las seiscientas.
Si bien esta apatía respecto de la narrativa corta representa una tendencia que entiendo es, por lo menos, internacional, resulta particularmente notable en estas tierras, que produjeron al ilustre Jorge Luis Borges (¿el mayor escritor de la lengua española?) a través de su trabajo tenaz en esta morfología literaria. Del mismo modo, sería difícil encontrar algún argentino afortunado de haber recibido educación (instrucción, en rigor) que no haya leído alguno de los libros de cuentos de Julio Cortázar.
El mismo Borges explica, respecto del carácter de esta brevedad, que “una obra de trescientas páginas no puede prescindir de ripios, de páginas que sean meros nexos entre una parte y otra. En cambio, en un cuento, todo puede ser esencial…”. Se asemeja un poco a producir un escrito, un artículo o similares, bajo la presión del reloj: cuando uno no tiene tanto tiempo para cavilar, tal vez por instinto, termina siendo más exacto, más concreto. Otro tanto sucede con las narraciones de pocas páginas.
Con menos poesía y más pragmatismo, otras de sus virtudes incluyen la posibilidad de lectura cuando escasea el tiempo (viajes en transporte público, épocas de agendas ocupadas); o cuando se requiere un descanso entre textos largos (en particular para quienes favorecen los tomos extensos); y, especialmente, que permiten un tratamiento enciclopédico: se pueden leer algunos de sus títulos, aquellos que resulten de interés, y dejar el remanente para otro momento, tal como con los textos de consulta. También existen compilaciones con los mejores cuentos escritos, que funcionan como un buen crisol para conocer o descartar escritores aún no abordados.
Stein propone, en parte, una simbiosis entre el tiempo que insume y la extensión de la obra como justificación a la falta de lectores de esta morfología tan transversal. Si bien me parece válido, resulta mucho más interesante su observación sobre el cambio en el uso de lo leído y su función actual como fuente de distracción, acaso sugiriendo que la literatura no debe considerarse un mero lugar de esparcimiento.
The Paris Review había sazonado esa edición bajo el siguiente eslogan de Stein: “This is intended for readers who are not —or are no longer— in the habit of reading short stories”. Esta defensa no acérrima de su proyección no es tan contundente: el trasfondo no deja de ser, tanto aquí como allá, cómo y para qué leemos. Lo mismo resulta aplicable a los ensayos, una novela, un cuento, o textos de divulgación. Para el lector, en definitiva, el valor literario será la única casta tácita.