Aprender a hacer cosas con palabras

Por Hairenik Aramayo Eliazarian.

¿Por qué es importante dominar herramientas lingüísticas y de redacción para el ejercicio del derecho?

En el año 1955, el filósofo y lingüista inglés John L. Austin brinda una conferencia en Harvard donde presenta su teoría de los infortunios (1). Esta propone, fundamentalmente, que los enunciados que producimos no son solo descripciones constatables del estado de las cosas del mundo, como sostenía la tradición filosófica hasta ese momento, sino que, a través suyo, podemos cambiar dicho statu quo. Para Austin, un enunciado como “Los declaro marido y mujer” (pronunciado en las circunstancias apropiadas (2)) no está constatando ni tampoco describiendo, sino que es parte de lo que posibilita un cambio en el estado de las cosas. Es decir que, por decir o al decir algo (esto incluye aquello que decimos por escrito), podemos estar realizando la acción (o parte de ella) y no solo dando cuenta de alguna cosa. Por eso, más tarde, Austin hablará de actos de habla: porque, para él, hablar es también hacer. Así, el lenguaje cobra una dimensión performativa, ya que, a través suyo, podemos crear nuevas realidades, como, en el ejemplo citado, un vínculo jurídico.

No casualmente gran parte de los enunciados de los que Austin parte pertenecen al mundo jurídico. En este campo, gran cantidad de los enunciados producidos (enunciados que luego conforman textos) son lo que Austin denominaría de tipo realizativo (3), según su teoría de los infortunios. Los textos jurídicos son textos que resuelven, determinan y regulan aspectos de la vida de las personas y que crean realidades jurídicas. Los mismos nombres de los documentos ─“resoluciones”, “sentencias”─ traslucen esa potencialidad. No se reduce a los textos emanados de las autoridades públicas, sino que incluso en los documentos redactados por abogados, como los contratos, encontramos la misma característica.

Con esto en mente, si lo que decimos y cómo lo decimos impacta en el estado de las cosas del mundo, ¿cuál es el rol de la formación lingüística en la vida de las personas? Cualquier persona debería ser al menos consciente del poder de la lengua para conocer los potenciales efectos de lo que dice. Aún más, si en el campo jurídico se produce un sinnúmero de textos con “potencial realizativo” sobre la vida de las personas, ¿cuál es el rol de la instrucción en lingüística y escritura en la formación de profesionales del derecho? Desde esta perspectiva, tiene sentido proponer que estos deban estar específicamente formados para ser capaces de controlar las consecuencias que tendrán sus producciones.  

Los profesionales del derecho deben entrenar su redacción porque el tipo de textos que producirán a lo largo de sus vidas tiene consecuencias tangibles y prácticas, y porque una redacción defectuosa puede acarrear consecuencias jurídicas graves. Parte de la formación jurídica debería incluir conocimientos lingüísticos que enseñen a hacer cosas con palabras y a producir textos que no den lugar a problemas. No solo por la investidura de los textos jurídicos, sino también por su cantidad: en este campo, la comunicación se maneja aún en su mayoría por vía escrita, con lo cual, la redacción constituye para los abogados una herramienta fundamental para el ejercicio de su profesión.

Los juristas no son totalmente ajenos a esta cuestión: ni al rol central que la escritura tiene en su profesión, ni al cuidado requerido para dicha producción textual. Hay una preocupación extendida entre estos profesionales por la precisión y la ambigüedad, y son conscientes de las consecuencias jurídicas que puede traer un texto no claro. Sin embargo, y paradójicamente, los textos jurídicos son característicamente difíciles de entender, crípticos y ambiguos, a lo que se suman las numerosas incorrecciones gramaticales que suelen tener. Nadie es ajeno a la mala fama que padece el estilo jurídico por su carácter artificioso y arcaico y por la falta de adecuación al lenguaje de sus lectores. ¿Dónde está el problema y el origen de esto? ¿Por qué textos que deberían ser especialmente claros y precisos ─tal vez como ningún otro─ están escritos en un lenguaje oscuro y enrevesado que, en términos de eficacia comunicativa, es tan arriesgado?

En primer lugar, la máxima precisión se busca a través de recursos lingüísticos poco convenientes, como la acumulación de información accesoria y la constitución de párrafos y oraciones sobredimensionados. Las estructuras resultantes terminan siendo potencialmente más ambiguas que una expresión concisa; sin embargo, el desconocimiento conduce al mal manejo de las herramientas lingüísticas. Por otra parte, no podemos dejar de lado la tradición textual en que se insertan estas producciones. Uno de los problemas con la redacción jurídica y su estilo característico es que ciertas formas no son incluidas por lo que significan, sino por reproducir un estilo de escritura, y no se dimensionan los efectos que eso puede tener a nivel interpretativo y de eficacia comunicativa. Lo último y más importante: tampoco se tiene muy claro qué es “escribir bien”. “Escribir bien” aún se asocia a cuestiones prescriptivas ─de tildes, mayúsculas y comas─ cuando, en realidad, si nuestra preocupación es cómo se interpreta el texto y los efectos que produce, el foco debería estar en su eficacia y no en su corrección (o en su corrección en la medida que otorgue eficacia). Si se corrige o se propone desechar ciertas fórmulas no es por purismo lingüístico, sino para garantizar la correspondencia entre lo que quisimos decir y causar, y lo que se entendió y causó.

En definitiva, identificar un imperativo de precisión y claridad o preocuparse por la ambigüedad no es suficiente si, en realidad, no se sabe cómo resolverlo. La formación lingüística y en escritura permite saber cómo funciona la lengua y cómo funciona la ambigüedad, así como conocer todos los elementos que entran en juego en la producción textual y dónde poner el ojo a la hora de revisar y corregir lo que escribimos. De la misma manera, formación lingüística no se limita a conocer y respetar las normas de los manuales de estilo, sino que también implica trabajar cuestiones vinculadas al texto en tanto vehículo de comunicación.

Por otra parte, cómo usamos la lengua impacta de forma directa en la transmisión y comprensión de nuestras ideas y puede, por lo tanto, mejorar o perjudicar directamente la estrategia jurídica y la argumentación. De hecho, más tarde, Austin hará referencia a los efectos que un acto de habla puede tener en su receptor ─como persuadir, convencer, disuadir─ como otra dimensión de aquello que hacemos cuando hablamos. Sin embargo, el paso previo a buscar causar algún efecto es lograr que aquello que escribimos se entienda, y esto solo es posible a través de una redacción cuidada. En ese sentido, dominar las herramientas lingüísticas y tener entrenamiento en escritura garantiza poder replicar el dominio conceptual del tema en el nivel verbal. Desde esta perspectiva, ser capaces de escribir de forma clara beneficia el ejercicio profesional y representa un valor agregado al servicio que uno ofrece. De forma inversa, no dominar las herramientas lingüísticas puede comprometer la práctica profesional o representar una limitación. Tener la habilidad de poder redactar un contrato claro, de narrar los antecedentes de hecho en un orden que favorezca el hilo de comprensión, de comunicarse con los clientes en sus palabras debería ser parte de las competencias básicas de los abogados.

Por ende, el ejercicio del derecho demanda un dominio de la palabra escrita mucho mayor del que exige la vida moderna en general. Así, la instrucción sobre lingüística y redacción debe ser parte troncal de las distintas instancias de formación de los profesionales del derecho. Para el emisor del texto, esa instrucción representa un beneficio ya que los temores innecesarios a la pérdida de precisión o a la malinterpretación desaparecen cuando se conoce la materia con que se trabaja (i.e., la lengua). Además, dicha instrucción permite volverse dueños de los propios textos y desarrollar un estilo personal, sin que ello implique quitarle validez al documento. Por último, resulta fundamental por cuánto se escribe, pero, sobre todo, por lo que se escribe y lo que se hace mediante la escritura.

Hairenik Aramayo Eliazarian (24)

Lingüista

nikiaramayo@hotmail.com

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(1) Posteriormente, versionada como teoría de los actos de habla.

(2) En su teoría, Austin contempla los requisitos extralingüísticos que deben cumplirse para que el acto sea válido, por ejemplo, la autoridad que debe enunciarlo. De cualquier forma, incluso ante un caso de invalidez, el ejemplo citado no constituye un enunciado descriptivo con verdad o falsedad, y eso ya representa un cambio.

(3) El término realizativo indica que emitir la expresión es realizar una acción y que esta no se concibe como el mero decir algo. Por ejemplo, si debiéramos definir la palabra prometer, no diríamos “significa pronunciar ciertas palabras”, sino “hacer una promesa”.