Por María Agustina Nallim.
A la memoria de mi abuelo, el Doctor Juan Carlos Nallim, docente apasionado.
Son muchos los profesores que podrían inspirar ensayos como este. Es que si algo he agradecido y valorado de mi etapa estudiantil —en la cual sigo inmersa— son los profesores, a quienes siempre me gustó llamar “grandes inspiradores”.
Cuando sometí la consigna de este escrito a la opinión de excompañeros, a la mirada de familiares de distintas edades y al parecer de amigos de diferentes lugares me fui dando cuenta de lo que en un principio sospechaba: el concepto de “ideal” tiene mucho de subjetivo, pero, al mismo tiempo, hay parámetros que todos compartimos. Es que hay profesores que dejaron huellas y otros —afortunadamente los menos— de los que nos cuesta inclusive recordar sus nombres.
El concepto de “ideal” se va redefiniendo también según las edades ya que lo que nos parecía espectacular en la secundaria deja de serlo en la etapa universitaria. Lo que antes valorábamos de un profesor hoy ya no nos parece relevante, o mejor dicho, aquellas cosas que antes pasábamos por alto, hoy dejan de darnos lo mismo. Es que —en teoría— los años y la experiencia nos dan la capacidad de ser más observadores y agradecidos, de no dar las cosas por sentadas y reconocer la labor de quienes nos rodean, en este caso, los profesores.
A la dificultad de definir lo “ideal” se le suma la compleja tarea de establecer a que nos referimos con “profesor”. Son varias las palabras que pueden asimilarse con el concepto y se acercan bastante a su significado; entre ellas: maestro, formador, docente, “seño”, educador, etc. Para el DRAE, “profesor” es la “persona que ejerce o enseña una ciencia o arte”. El “profesor ideal” es mucho más. Hay profesores de la vida y profesores académicos; creo que de la fusión de ellos dos surge el ideal.
La puntualidad, la organización, el estar siempre dispuesto, la paciencia, la prolijidad, el conocimiento, la formación, la pedagogía… son algunas de las cosas que configuran un buen profesor. Sin embargo lo que los lleva a ser ideales es la pasión que ponen en cada una de sus clases, el compromiso que tienen con el alumnado y con la institución que representan. Según mi criterio, los profesores ideales no se encasillan en la materia que dictan, ni tampoco se limitan al horario de cursada. Ellos son capaces de aprovechar todas y cada una de las situaciones que se le presentan para dar lecciones a los estudiantes, pero no desde un lugar arrogante ni soberbio, sino todo lo contrario, con altura y teniendo la verdadera intención de sacar al alumno de su ignorancia o equivocación. La humildad y modestia de un profesor para ser considerado “ideal” tiene que llegar al punto tal de muchas veces considerar a su aprendiz como el verdadero profesor o incluso también ser capaz de reaccionar con un “no sé” sin miedo a sentirse expuesto. Actitudes como esas educan mucho más que clases magistrales de puro contenido científico.
El profesor que “se va por las ramas” tampoco es el ideal, ya que por más que en sus clases haga referencia a temas muy interesantes y que sumen a la cultura general, si estos son muy ajenos a la materia que el profesor debe dictar distrae mucho al alumno e inclusive deja de tomarlo en serio. En situaciones como estas el alumno opta por no ir a las clases o, si decide no ausentarse, busca la manera de aprovechar ese tiempo adelantando tareas de otros profesores o simplemente deja de prestar atención.
En definitiva, el profesor ideal tiene la capacidad de equilibrar sus clases con información referente a la asignatura y con un contenido que si bien no es propio de esta se relaciona de alguna manera o guarda un vínculo con la vida académica y servirá al alumno para algún momento de la vida.
Por otra parte, cuando el contenido extra de las clases se circunscribe exclusivamente a anécdotas de índole personal puede resultar repetitivo para el interlocutor ávido de variedad y, para otro tipo de alumnos, actitudes como estas pueden llevarlo a considerar al profesor —incluso— un tanto egocéntrico. Creo que la solución es siempre dosificar entre vivencias propias y pensamientos de autores de renombre, reflexiones o también posturas distintas a las propias; los estudiantes siempre agradecen la pluralidad de voces.
En esto último me parece fundamental hacer un paréntesis: la bibliografía. Los libros de los cuales se valen los profesores para dar sus clases deben aparejar mucha reflexión porque en estos deben converger tanto actualidad como pensamientos clásicos, deben a su vez ser accesibles para los estudiantes no tanto en la lectura —siempre es importante desafiarlos con contenidos y formas de escribir complejos— sino en la facilidad para conseguirlos. No hay nada que dé más fastidio como estudiante que el hecho de no encontrar el material, ya sea en librerías tradicionales o de segunda mano. Hay profesores que recomiendan libros que se han dejado de editar hace años y la única opción es sacarlos de alguna biblioteca y fotocopiarlos. El argentino debe librarse de una vez y para siempre del vicio —que por otro lado es un delito— de fotocopiar. El mundo no va en ese sentido.
Otro de los problemas en torno a la bibliografía es la falta de actualización de los libros que la mayoría de los profesores recomiendan. El alumno valora mucho cuando el profesor se aggiorna y recomienda autores nuevos, que tratan las problemáticas actuales y también cuando, además del libro tradicional, el profesor agrega videos, plataformas y páginas web como medio de consulta. Está claro que es fundamental para la gran mayoría de las materias acceder a autores clásicos y es acá en donde muchos profesores o casi la mayoría incurre, a mi entender, en un gran error: recomiendan libros contemporáneos que analizan el pensamiento de autores de la Antigüedad. Parece ilógico, pero en tres años de carrera nunca me han dado como bibliografía la Suma Teólogica, todo a lo que he accedido de Santo Tomás fue por medio de algún otro autor, que en líneas generales se trata del titular de la cátedra. Esta es una de las cosas que más extraño de la secundaria: encontrarme directamente con el pensamiento de los padres del pensamiento filosófico… acceder a ellos sin ningún tipo de intermediarios para luego sí analizarlos en clase con los profesores ideales que con su experiencia y formación tienen todas las herramientas para desentrañar conceptos oscuros o de difícil comprensión. Esta es la única posibilidad de entrenarse en comprensión para los estudiantes y un gran déficit de los profesores de nivel superior. Creo que el principal motivo es el tiempo —que como sabemos es tirano— y la abundancia de libros propios que circulan en las distintas cátedras.
El “libro de la cátedra” es uno de los grandes placeres para el estudiante porque tiene la seguridad de que leyéndolo y estudiándolo aprobará la materia. Por otra parte, el libro es de gran ayuda para facilitar la organización y el orden ya que, generalmente siguen el programa al pie de la letra. Sin embargo tener la información procesada anula la capacidad del estudiante de cranear sus propios argumentos, formar opiniones y debatir en otra oportunidad con alguien que piense de forma diametralmente opuesta. Por todo esto creo que el “libro de la cátedra” tiene que estar acompañado de bibliografía complementaria preferentemente opuesta al pensamiento del profesor para que el alumno discierna y baraje diferentes posturas. Sin lugar a duda esto se trata de una gran utopía no solo porque los profesores en general no tienen esta amplitud mental sino porque, como dije, el tiempo no lo permite y el alumnado no está a la altura de las circunstancias: apenas se limita a leer lo justo y necesario y sabemos que los resúmenes están a la orden del día. El profesor ideal será aquel que, a pesar de los pronósticos adversos, tenga la esperanza y se ocupe de cambiar la situación; por eso intentará que sus aprendices cumplan con las lecturas y lo logrará no solo por temor de los chicos a desaprobar sino por el gusto de aprender.
Uno de los grandes atributos del profesor ideal es el diálogo. Cuando un profesor escucha y da la oportunidad al alumno de opinar o preguntar demuestra que todos, independientemente del nivel de formación, merecemos el mismo respeto. Por otro lado, el profesor que cede el espacio y la palabra a quien lo está escuchando contribuye a fortalecer su autoestima y ayuda a hacerlo sentir capaz con los debidos límites; es que es deber del profesor ideal hacerle notar al alumno sus falencias, su mal timing a la hora de intervenir con algún comentario o marcar su extralimitación en el tono o tipo de pregunta: eso también es formar.
Sin lugar a duda, el profesor debe ser justo, pero —aunque suene pretencioso— el profesor ideal es el misericordioso; el capaz de dar segundas oportunidades y a veces —porque no— terceras. Para conceder estos “plazos de gracia” el profesor deberá tener en cuenta el rendimiento del alumno, su personalidad, los problemas personales que le hayan surgido, las dificultades con respecto a la materia, el tiempo… La exigencia sine qua non no siempre es la mejor alternativa. Resulta un tanto difícil que los profesores sean laxos en aquellas situaciones que lo ameritan sobre todo en un mundo tan competitivo como en el que estamos inmersos, tan exitista, en el cual solo se da real valor al resultado dejando de lado o en un total segundo plano al proceso, al camino, al esfuerzo invertido. La exigencia es primordial porque siempre hay que aspirar a los mejores resultados y las versiones más positivas, pero el perdón en los momentos justos educa en calidad humana.
Es algo muy habitual de los profesores con cierto prestigio y queridos en la institución de la cual son partes tener un fandom propio. Personalmente no veo como negativo que los alumnos sigan a los profesores que estiman si fue una idea espontánea de los primeros. Con lo que no estoy de acuerdo es cuando el profesor pretende tener a los alumnos a su total disposición, no dejándolos despegar y hacer su propio camino. El profesor ideal es el que tiene la generosidad de confiar en las herramientas que les legó a sus discípulos para que sean protagonistas de su propia historia, cualquiera sea su elección. El profesor ideal será también aquel capaz de aconsejar las veces que se le pregunte o cuando crea que con unas palabras ayudará a su alumno a concretar su sueño —siempre y cuando, lo haga desde un lugar de respeto y no creyéndose el dueño de la verdad absoluta—. En pocas palabras el buen profesor, intervendrá en las decisiones de sus alumnos con prudencia y cariño; tendrá como mira el desarrollo personal del estudiante y se despojará de su ego.
No hay profesores ideales sin alumnos ideales, o al menos, responsables. No hay nada más desalentador para el docente que un interlocutor pusilánime, que se conforma y no busca salir de su “zona de confort”, que se estanca en el “aprobado” y no es ávido de saber. Ser alumno ideal no significa ser obsecuente con los profesores, todo lo contrario, el profesor ideal será el capaz de neutralizar a aquellos alumnos aduladores fomentando siempre el pensamiento libre y argumentado, las opiniones y la lectura por cuenta propia.
No se será nunca un profesor ideal sin un “equipo ideal” por atrás. Los ayudantes de cátedra hacen —en la vida universitaria— más agradable la cursada. No es lo mismo contar con una persona que mande el material de estudio de manera inmediata que el no tenerlo. El ayudante de cátedra despierto, alerta, considerado y responsable eleva la categoría del profesor. Esto se debe a que, por un lado, el profesor ideal sabe de quien rodearse, elige con ojo muy crítico a aquellos que formarán parte de su troupe y por sobre todas las cosas es capaz de generar confianza entre quienes lo rodean logrando a cambio su fidelidad e incondicionalidad.
Es primordial que el profesor se haya formado para ocupar el lugar que ocupa, pero el ideal será aquel que por algún motivo se haya destacado en la vida académica o profesional. El profesor ideal será quien haya tenido experiencia en el extranjero, quien tenga en su haber posgrados, masters y el doctorado y quien conozca otra lengua. Ser una persona culta es una característica inherente al buen profesor, para lo cual es fundamental la lectura paralela al estudio de la materia, el viajar o al menos conocer otras maneras y cosmovisiones. Como en la vida, en el aula es evidente el hombre de mundo y el que no salió de su lugar. Esto no significa que quien no haya tenido la oportunidad —o mejor dicho, el lujo— de conocer otros países o lugares recónditos del mundo no pueda ser catalogado como profesor ideal. Quiero decir que para conocer el mundo no es indispensable subirse a un avión; leer y estar abierto a conocer culturas distintas, aprovechar las situaciones de intercambio con personas de otros países, son maneras de viajar y ampliar horizontes.
El profesor internacional, es decir, aquel que da clases en distintas partes del mundo y en universidades de toda laya da mucho prestigio y nivel a sus clases, justamente, por la experiencia adquirida y lo hace indudablemente encontrarse más cerca del ideal. Este tipo de docentes impulsan a sus alumnos a lograr sus mejores versiones, a conseguir llegar a esos lugares y hacer todo lo posible para cumplir los requisitos y tener ese tipo de invitaciones. El profesor internacional es para el alumno el vivo ejemplo de jamás conformarse. En mi vida como alumna fueron muy escasos —escasísimos diré— profesores con esta categoría y es por eso que hay que saberlos aprovechar cuando aparecen.
Uno de los grandes dilemas que pueden llegar a surgir es si el profesor ideal es aquel profesor full time o si puede ser considerado ideal también aquel que trabaja. Está claro que esta discusión es para definir el profesor ideal en la facultad, porque los maestros de primaria o profesores de secundaria se dedican de lleno a dar clases. El problema es en la vida universitaria en donde la mayoría de los profesores ejercen su profesión y a modo de hobbie dictan seminarios o clases, o lo hacen porque realmente es algo que les apasiona; y por otro lado —los menos— se dedican completamente a su rol de profesor. Personalmente creo que ninguno de los dos tipos de profesores te garantiza nada y considero que ambos son beneficiosos para el alumno. Es una ventaja tener profesores que conocen la parte práctica de la materia porque ejercen esa parte de la profesión y es también un placer tener docentes cuya vida profesional entera se circunscribe a formar futuros profesionales. Me parece valioso contar con los dos estilos de docentes; ni el que no tiene vida académica ni el que jamás tuvo contacto con la realidad de la profesión pueden ser profesores ideales. Es importante que transmitan al alumno su experiencia en ambos ámbitos.
En igual sentido creo que es mucho mejor tener como profesor a alguien que haya trabajado tanto en el sector privado como el público, que haya tenido contacto con clientes particulares y que conozca de primera mano los tribunales (hablando siempre de profesores de Derecho). Es difícil que una misma persona reúna tanta variedad de trabajos y esa pluralidad de experiencias, por eso es muy positivo que las cátedras se configuren teniendo en cuenta esto. Las cátedras que pueden dar las dos visiones de la profesión y son capaces de transmitirla a los alumnos marcan la diferencia.
El profesor ideal es ante todo el que educa con el ejemplo, el que se muestra ante el alumnado como un hombre confiable que no dice y desdice. Aquel que con hechos demuestra ser alguien de principios, respetable, que cumple con su palabra, que actúa con honor. Esto último es particularmente complejo de definir, por lo que me pareció oportuno citar la definición que da Ricardo León en su obra Alcalá de los zegríes:
“El honor, hijo mío, es una obligación, viva y presente en la conciencia, que nos inclina al cumplimiento del deber, es la virtud por excelencia, porque en sí contiene todas. El honor está por encima de la vida y de la hacienda, y de cuanto existe en el mundo, porque la vida se acaba en la sepultura y la hacienda y las cosas que poseemos son bienes transitorios, mientras el honor a todo sobrevive y trasciende a los hijos, y a los nietos, y a la casa donde se mora, y a la tierra donde se nace, y a toda la humanidad, finalmente, como un aroma eterno de virtud. El honor es el patrimonio del alma, el depósito sagrado que Dios nos fía al nacer y que habremos de volver intacto al morir, es la rectitud del juez, el heroísmo del soldado, la fidelidad de los esposos, los votos del sacerdote, el cumplimiento de las promesas, la santidad de los juramentos, la obediencia de las leyes, el respeto de la opinión…Es una cosa hijo mío, tan grande y tan hermosa, que por ella, no lo olvides nunca, se deben sacrificar la vida y la hacienda y las más hondas afecciones del corazón.”
Es fundamental que el profesor tenga en claro sus ideas, convicciones e ideales. La integridad es una de las virtudes más importantes para ser cultivadas; por lo tanto, que un adolescente o joven, en plena formación de su personalidad, tenga acceso a personas tan fieles a sí mismas es clave para los resultados de la educación. Con respecto a sus ideas, el profesor ideal deberá ser coherente con los pensamientos de la casa de estudios a la que pertenece. Esto no significa que el profesor no tenga pensamientos disímiles ni que impulse a sus alumnos a formarlos, pero en aquellos temas de gran trascendencia y relevantes a la condición humana es prudente que haya coherencia y una línea en común.
La coherencia también tendrá que verse a la hora de evaluar. Hay una falsa creencia: el profesor que más alumnos desaprueba es el más exigente y el profesor que no reprueba es un profesor que titula una cátedra fácil en la cual no se aprende lo que se debería. El examen del profesor ideal debe contar con la dificultad lógica y prudente, no debe conllevar sorpresas ni golpes bajos ya que se supone que el año de cursada prepara al alumno que estudió, participó, asistió, para ese momento culmen.
En los exámenes se ve también la justicia de la cual debe jactarse un profesor, o mejor dicho la equidad, que grandes pensadores de la Antigüedad definieron como “la regla de Lesbos”. Es decir, el profesor deberá puntuar conforme parámetros objetivos sin perder de vista al alumno en sus particularidades, es momento de poner también a consideración el compromiso y la respuesta del alumno durante el año. Es un momento de gran vulnerabilidad para el estudiante por lo que siempre se debe buscar transmitirles seguridad. En el supuesto en el que el alumno no está en condiciones de aprobar es responsabilidad del profesor ideal aconsejarlo a futuro, darle ánimos para que revise aquellos conceptos que no tenía claros y no desista. Estas palabras finales son —en general— sumamente determinantes para la actitud del alumno en el futuro. Hay quienes se frustran a tal punto que deciden abandonar la carrera, quienes comienzan a dilatar los exámenes por miedo y temor a presentarse otra vez y someterse a otro tribunal. Soy de las que considera que un profesor, o mejor dicho el comentario de un profesor, nos debe llevar a tomar decisiones drásticas —las cuales derivan de otros problemas personales—, pero que con una actitud compasiva y respetuosa del docente el alumno no sufrirá tanto una frustración semejante y lo ayudará a tener ganas de seguir adelante.
El profesor ideal tiene la ductilidad de brindar al alumno un ejemplo en cualquier situación. Son muchos los momentos en clase que uno se pierde y no llega a entender el concepto tan en abstracto; el profesor ideal con una mirada percibe la desorientación del alumno y le simplifica el estudio con un ejemplo, el cual puede ser extraído de su propia vida, de la situación del país, de alguna noticia reciente o de algo que acaba de acaecer en clases. Esto último suele siempre distender y alguno que otro suelta una risa que descomprime el ambiente y sobre todo hace entendible y accesible la información que acaba de dar a conocer.
“La paciencia todo lo alcanza” dice Santa Teresa de Jesús —doctora de la Iglesia—, así que esta no podrá ser ajena al profesor ideal, ya que deberá explicar la cantidad de veces que sea necesario un concepto independientemente de la dificultad que posea. El ideal no será el profesor que repita varias veces el contenido, sino aquel que encuentre la manera apropiada de esclarecer la duda del alumno y que siempre lo haga con amabilidad cuidando la sensibilidad del confundido. Será tarea del profesor identificar la mejor técnica para sacarlo de su vacilación eligiendo un vocabulario idóneo pero adecuado a la circunstancia del educando.
Estar abierto a las críticas, siempre que sean constructivas, es otra de las características del profesor ideal. Darle a los estudiantes el espacio y la posibilidad de manifestar aquellas diferencias, puntos de vista, ideas para agregar dinamismo al aprendizaje, contribuirá muchísimo a la relación académica y elevará el nivel.
El profesor ideal debe tener una buena presencia que se traduce en vestir adecuadamente para el dictado de una clase y para la toma de un examen, esto demuestra el respeto a la institución y hacia los alumnos; quienes también deberán cumplir con el requisito de la buena presencia. El profesor ideal les marcará la falta y les llamará la atención cuando así no lo hicieren.
El lenguaje apropiado es parte de la presencia. Está demás decir que el profesor ideal no dice ni deja decir malas palabras en horario de clases. Tenemos el privilegio de contar con una lengua muy linda y riquísima de vocabulario por lo que no hay necesidad de caer en vulgaridades para expresar ideas. Personalmente me resulta penoso y me da mucha lástima cuando grandes profesores incurren en esta bajeza; siento que pierde legitimidad todo lo que dicen.
El egoísmo no es propio del profesor ideal, quien se caracteriza por su generosidad. El profesor ideal es quien se enorgullece por ver brillar con luz propia a sus alumnos y que estos puedan crecer en la vida profesional o académica. Es ideal el profesor que no ve en su alumno una competencia, sino que lo estimula a ser un gran colega y quien incluso lo ayuda a insertarse en el mundo laboral.
El profesor ideal prepara a sus alumnos para el mundo real y no para una clase de la facultad. El profesor ideal sabe cuándo dejar ir, fomenta partir y hacer su propio camino.
El profesor ideal es aquel que tiene una verdadera vocación de servicio, es aquel que se entrega y contribuye cada día a formar personas de bien, ciudadanos responsables, capaces y hacedores de la patria con una conciencia global que abarca el respeto por el prójimo, por el medio ambiente y por el contribuir desde donde toque a cambiar la realidad que nos rodea, teniendo como faro una sociedad más justa e inclusiva… porque “cambiar el mundo, querido Sancho, no es locura ni utopía sino justicia.”
El profesor ideal es en definitiva el que se para frente a un aula por la pasión que lo mueve a enseñar.
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María Agustina Nallim (21)
Estudiante de Abogacía
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