Por Agustín Eugenio Acuña.
Mis lecturas suelen ser desordenadas. En algún momento me quise imponer algún tipo de disciplina: un libro profesional y un libro recreativo. No tuve éxito. La pandemia agudizó el desorden. Tuve hilos de lectura de libros sobre mi profesión sin cesar para luego aborrecer el camino seguido y correr a refugiarme en la ficción.
¿Y qué ficción? ¿O cuál ficción? ¿Es que hay que leer algo o a alguien primero? ¿A quién? ¿Y a quién le hago caso? Muchas preguntas que en general zanjo con más desorden pues arranco con literatura argentina, intento luego matizar con algo de ciencia ficción (género despreciado, subestimado y subvalorado, pero que me encanta) y en el medio me disperso con la lectura de recomendaciones de amigos y conocidos. Al final, mi Kindle tiene más libros que al principio de la travesía pandémica. ¿Cómo puede ser? ¿Acaso estoy condenado símil Sísifo a leer continuamente sin cesar y sin final? No sé, pero seguro que sería una mejor condena.
Arranqué la pandemia con la lectura de dos obras de un maldito en la literatura argentina. En efecto, mi tocayo Eugenio Cambaceres es más conocido por ser el padre de la trágica Rufina que por su obra literaria. En algún momento le regalé a un amigo su novela más conocida Sin rumbo (1885) y para mi sorpresa, le gustó, aunque más debo decir que le impactó. En fin, mucho prolegómeno para decir que leí Música sentimental (1884) y Pot-pourri (1881). Por supuesto, no hay fantasía ni ciencia ficción, sino que en ambas encontraremos un realismo y un pesimismo digno de su autor obsesionado por lo que consideraba la decadencia de su época, que podía darse el lujo de observar desde el lujo y la holgura en la que vivía. La infidelidad y la crítica ácida, de la sociedad en la que vive, son los principales temas de ambas novelas que se leen con gran facilidad, puesto que nos hace olvidar esos estilos rebuscados para parecer interesante, tan comunes hoy en día.
Roberto Fogwill siempre me atrajo por su historia personal. ¿Un publicista exitoso que se convierte en escritor? Tengo que leer algo de él, pensé. Arranqué en su momento con lo primero que escribió que es el cuento Muchacha punk (1980). No me impactó mucho, pero lo atribuí no a su mala calidad sino a otros factores (pienso que hay lecturas que no leímos en el momento oportuno, pero con el tiempo, revalorizamos). Decidí darle una segunda oportunidad con Los pichiciegos (1983), atraído por la temática de Malvinas. Sin embargo terminé con un gusto amargo. Quizás el tiempo y la relectura me permitan apreciar esta obra de la que rescato la forma en que transmite las penurias de una guerra sinsentido.
Rusia siempre me atrajo. Sin embargo tampoco logro apreciar su belleza. Eso me pasó con Crimen y castigo (1866) de Dostoievski que no me pareció genial, sino que me gustó más El jugador (1867). En fin, igualmente no llegué a La muerte de Iván Ilich (1886) de Tolstói por mis ganas de darle (y darme) una segunda oportunidad a la literatura rusa, sino por una referencia en una obra relacionada con mi profesión (sí, insólitamente todavía hay quienes al escribir sobre cuestiones profesionales meten datos de literatura). Su lectura nuevamente me decepcionó, quizás por la temática deprimente de la muerte y el vacío de sentido que va llenando la vida del burócrata protagonista en su afán de escalar paso a paso en la jerarquía.
El hijo de César (1972) de John Williams lo leí por recomendación de una amiga lectora. No me arrepiento. Roma y su historia son magníficas, pero mucho más lo son cuando Williams nos cuenta en forma novelada la vida de Augusto, su primer emperador. Además de hacerlo con rigor científico (aparentemente, según los que saben, así es) lo hace a través de diversos narradores en formato de diversos documentos como cartas, informes u órdenes gubernamentales. Me hace recordar que las formas de leer una historia son innumerables.
Otra lectura a la que llegué por recomendación de un colega es El solitario (1958) de Guy Des Cars. Además de ser de fácil lectura, el argumento es sin dudas apasionante, porque se trata de la defensa de un hombre acusado de asesinato. ¿Y eso qué tiene de apasionante si hay un montón de historias iguales? Pues que en este caso el cliente es sordo, ciego y mudo. Y además, no quiere cooperar en su defensa. Ciertamente cuando leí de qué venía la cosa se disparó mi curiosidad. De solo pensar estar en la situación del defensor Víctor Deliot, le corre a uno el frío por la espalda. Si bien el personaje es pintado como un fracaso en términos del éxito capitalista, no es un incompetente ni mucho menos. Es más, estimo que me dejó perplejo en más de una oportunidad al estilo Sherlock Holmes. No debe dejarse pasar también la temática sobre el amor, la abnegación, la postergación de nuestros deseos, la compasión, el dinero, el casarse por piedad y demás asuntos complejos que se mezclan con el crimen.
Otro lugar que siempre me atrajo es Japón. Quizás por haber crecido con animé japonés en los años 90. Lamentablemente el consumo de su literatura me ha dado un balance agridulce. He tenido buenas experiencias como la lectura de los cuentos En el bosque (1922) y Rashomon (1915) de Ryunosuke Akutagawa; los cuales fusionaría Akira Kurosawa en su magnífica película Rashomon (1950). Sin embargo Tokio blues (1987) de Haruki Murakami pasó ante mí sin pena ni gloria. Nuevamente, seguro que por mi incompetencia lectora o por el destiempo al leerla. En fin, en esa relación ambivalente con la cultura japonesa se inscribe mi lectura pandémica de El tren nocturno de la Vía Láctea (1934) de Kenji Miyazawa. Realmente cuando me detengo a leer de nuevo su contratapa no puedo dejar de coincidir en que se asemeja a El principito (1943) de Antoine de Saint-Exupéry, pues nos cuenta un viaje fantástico de dos niños, Giovanni y Campanella. Un poco de bullying o crueldad de niños, pobreza, ausencia de padre, amistad y mucho de fantasía hasta la evidente tragedia infantil. A simple vista, un lindo cóctel, pero que realmente no supe apreciarlo. Ya habrá oportunidad para releerlo.
Finalmente tenemos la ciencia ficción que en medio de esta pandemia estaría sobrando para algunos (muchos) a los que les parece vivir en medio de una de esas distopías como 1984 (1949) de George Orwell, Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley o incluso la recientemente redescubierta, gracias al frenesí de las series, El cuento de la criada (1985) de Margaret Atwood. Saquemos a esos pesimistas del medio. Supuse que debía haber algunas novelas de ciencia ficción que me ofrecieran aventuras puras y duras al mejor estilo de la Colección Robin Hood (1). Sin embargo arranqué una que prometía todo lo contrario y no defraudó dado que Apolo y después (1972) de Barry N. Malzberg es un viaje psicológico agotador que explora las consecuencias del viaje espacial. Cuestiones domésticas como el sexo, el matrimonio y la salud mental de los astronautas son los temas de la obra.
Basta de rodeos, terminemos con las novelas realmente de aventuras y sin tanta reflexión, que tenemos tiempo de sobra últimamente para reflexionar. Detrás de las estrellas (1958) de Charles L. Fontenay, Sin mundo propio (1955) y Los corredores del tiempo (1965) de Poul Anderson, son la tríada de novelas de ciencia ficción de aventuras puras que leí últimamente en pandemia. La primera se vale del viaje en el tiempo para resolver la trama que tiene a un explorador espacial tironeado entre su lealtad al cuerpo de élite al que pertenece y su sentido del deber (mezclado con su interés personal por estar enamorado). La tercera tiene al viaje en el tiempo como la trama en sí, con un protagonista que se ve tironeado en una lucha compleja entre dos bandos (sin embargo también tiene tiempo para enamorarse). La segunda no tiene al viaje en el tiempo involucrado en su trama, pero sí al viaje espacial mezclado con traiciones, vueltas de tuerca, tortura y nuevamente tiempo para que el protagonista se enamore. ¿Habrá final feliz? Pues, tendremos que leerlo para descubrirlo. Al fin y al cabo, parte del atractivo de leer es no saber lo que va a pasar. Y de la vida también. ¿O no?
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Agustín Eugenio Acuña (32)
El lector incompetente
agustin.eugenio.acuna@gmail.com
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(1) Los que no tengan idea de lo que les estoy hablando, pueden leer la nota que hace unas semanas publicó el diario Clarín y que nos llenó de nostalgia.