Por Santiago Legarre.
En el aula, él se sentaba al lado de su mejor amigo o, más bien, eso que los “americanos” llaman buddy. Como eran inteligentes, la remaban en clase y me caían bien (sobre todo él), un día les propuse almorzar juntos los tres. Sugirieron ir a un bar, cerca de la Universidad. De ella no se habló en ese almuerzo, sino más bien de otra, con quien él acababa de terminar lo que ahora llaman “una larga relación”.
Acabó el curso, le ofrecí a él escribir un artículo conmigo y aceptó. Luego de unos meses, hubo un ida y vuelta de borradores, y así entró en escena ella, de la manera menos pensada. Porque en el primer borrador largo (en el cual él había insertado decenas de comentarios dirigidos a mí), había una docena insertados por ella y dirigidos a él, que al parecer se había olvidado de borrarlos. Esos comentarios inicialados, a mí me deslumbraron, aunque entonces no sabía a quién atribuirlos, ni siquiera si eran de un varón o de una mujer, ni mucho menos cuál era el vínculo del autor de ellos con mi incipiente coautor.
En respuesta a una curiosidad por invitación (las huellas de ella, dejadas por él en los comentarios), él me explicó que el autor de los comentarios era… una amiga. Semanas después, se desveló que la amiga había sido compañera de Facultad durante toda la carrera, incluidos los años en que él tenía esa novia que, según me había contado en el almuerzo inicial, le había roto el corazón —aunque no lo dijo así: es “americano”—. Como nos íbamos haciendo amigos con él, y como el trabajo avanzaba de lo lindo, emergió más mi faceta humorosa y me animé a preguntarle: “¿Estás seguro de que ella no es tu nueva novia?”. Su respuesta, acaso humorosa también (imposible saberlo entonces, por mail): “No, ella no quiere”.
Terminamos el artículo, viajé a Estados Unidos a dar clases y aproveché el viaje para dar una conferencia en la Universidad de él y lo invité a darla conmigo. Mientras charlábamos por los pasillos y reconectábamos —hacía un año que no nos veíamos— le pregunté por ella. “Viene esta noche a comer con nosotros”, me dijo. Era algo que ansiaba. Por fin conocería al sagaz fantasma de los comentarios insertados y no borrados.
Dimos la conferencia. Salió bien. El pibe es un crack. Basta con recordarle, cada tanto, que es humano. Fuimos al restaurante, elegido por ellos. Ella ya estaba en una mesa…
Muchos de los vínculos más lindos que he creado en mi vida (aunque dudo que “creado” sea el verbo correcto) empezaron mal, con una metida de pata mía, del tipo que en inglés se llama “awkwardness”. Soy un especialista. Tal vez ya lo sepan. En cuyo caso a lo mejor tenemos un lindo vínculo. Pero solo “a lo mejor”.
Con ella no pude empezar peor. Por la ansiedad y por el atolondramiento de querer casarla con él (casi con olvido de que ni siquiera estaban de novios), hice un par de comentarios bruscos sobre la amistad entre el varón y la mujer, de esos que parecen irreparables. Para colmo, su singular inteligencia, su formalidad o timidez, su belleza discreta y su atuendo nocturno abogadil, me intimidaban no poco. Por fin, salimos a flote mediante charla sobre libros. Es una de las pocas personas que leyó Villette, de Charlotte Brontê, y, para colmo, le gustó —un libro imposible, cuya existencia, por supuesto, él ignoraba—. Ya en el estacionamiento, donde ella se subió a su propio auto y él, conmigo, al suyo de él, me preguntó la dama de negro: “¿Estuve a la altura de las expectativas?”. Cuac.
Pasó el tiempo. Cada uno en su lugar. Con él empezamos a escribir juntos otro artículo. De ella ni noticias. Yo le había insinuado en nuestra comida tripartita si quería sumarse a la Lista de Nicky, en la que él ya estaba, pero había respondido secamente: “Él me lee todo lo que mandás”, comentario que me dejó un sabor agridulce (aunque más dulce que agri). Un día, sin embargo, él me sugirió una videollamada, durante la cual, luego de un poco de “small talk”, exclamó abruptamente: “Tenías razón. Ya no somos amigos. Estamos de novios”. Yo estaba feliz, y no solo por la natural y absurda satisfacción de quien tiene razón y ahora se le reconoce, sino por ellos (y, de consiguiente, por mí). Empecé a exultar en voz alta y, de repente, el crack se acordó de aclararme que ella estaba también allí, en la misma habitación, escuchándolo todo. Y me puse verde, mientras él volteaba el teléfono —la cámara— hacia la esquina femenina del cuarto, también sonrojada (o verde).
Pasó un nuevo año y volví a Estados Unidos, en medio del encierro cuarenténico, y a pesar de él. Le sugerí tímidamente a mi nuevo amigo un programa largo, de sábado, con la idea de sumarla a ella. Para mi deleite, a los dos les pareció bien. Me buscaron temprano en el hotel y salimos en el auto de ella (con él al volante: un clásico contemporáneo) rumbo al campo de un colega, conocido también de ellos, profesor en la Facultad en la que yo doy clases visitantes y donde ellos estudiaron. Pasamos un día espectacular, ya sin “awkwardnesses” (o casi). Para rematarla, a la tardecita, mientras el sol caía, fuimos los tres a Misa, en una Iglesia lindísima de un pequeño pueblo de por ahí. Comulgamos los tres. Otra alegría, con la que no contaba.
Mientras escribo, él me dice que en estos días ella está mirando distintas piedras para anillos. Aunque todo ocurrirá, sin duda, al pragmático ritmo millennial (el mismo pragmatismo que espoileará la sorpresa de la joya anular regalada), me tengo que ir preparando, pues ya me dijo él que sería invitado a su casamiento con… una de mis alumnas que nunca lo fueron.
Santiago Legarre (53)
Profesor
santiagolegarre@uca.edu.ar