Por Estefanía Servian.
Un año atrás, cuando descubrimos que existía el Covid-19 y empezó la cuarentena que luego sería eterna, no podíamos ni siquiera pensar cómo sería todo un año después. Nadie quería ni imaginarlo. Parecía una película de terror, de esas que quizás no vayas a ver al cine porque la trama suena obvia y un poco tonta: un mundo en el que deberás pasar el mayor tiempo posible en tu casa, sin abrazar ni saludar a nadie, y menos a tus seres queridos (tal vez, algunos estarán alegres de no tener que saludar con beso a todos y cada uno de sus compañeros de oficina); porque dicen que lo que lastima es la cercanía, el contacto. Una escritora catalana lo describió bastante bien cuando -en una entrevista- dijo algo de este estilo: “lo que es terrible es que te digan que con un beso podés matar a tu abuelo”. Y ahí se encuentra el mayor miedo de estos momentos difíciles: que es un acto de amor lo que puede poner en riesgo a quienes amamos. No hablamos de las fiestas llamadas “clandestinas”, sino de que no se puede compartir el mate, que mejor veámonos al aire libre, que si te saludo mejor que sea con el codo. “Que el barbijo contagia más”, primero, y que “mejor usémoslo que es lo único que te protege del virus”, después. Que se comprueba que, ante lo nuevo y lo inesperado, todos estamos en la misma situación: a la espera.
Recuerdo que cuando empezaron los confinamientos alrededor del mundo y algunos países – qué triste – acumulaban muertos, había un dicho que circulaba en inglés que mencionaba: “Tus abuelos fueron llamados a la guerra. A vos te están pidiendo que te quedes sentado en un sillón: puedes hacerlo”. Parece cruel y duro; sin embargo, algo de cierto había. Se trata de marcar la crueldad de que, antes, nuestros antepasados fueron a la guerra contra un enemigo que era visible y, ahora, había que quedarse encerrados porque no sabemos a lo que nos enfrentamos. Y la naturaleza humana es complicada: cuánta gente pensó que le encantaría poder estar tanto tiempo en su casa para pasar todo el día sin hacer nada, ordenar, ponerse al día con todas las series que siempre quiso mirar y los libros que en toda su vida quiso leer (cuántos habrán pensado que no leían los tres tomos de Los Miserables porque no tenían tiempo en vez de interés), y, después – ante la recomendación de no salir – nunca tuvo tantas ganas de pasear y de compartir con más gente. Y, a veces, como el año pasado y como ahora, no se puede.
Después de todo este tiempo, se deberían haber acabado las excusas, esas de “qué harías con tu ansiado tiempo libre”. ¿Qué es lo que más te gusta hacer? O ¿qué es lo que pensaste que más te gustaba hacer? Si en un año no hiciste eso que te hubiese gustado hacer, lamento desilusionarte con el hecho de que quizás no te gustaba tanto. Disculpas.
La cuarentena, el confinamiento, nos enfrentó a una realidad complicada de asumir: que quizás no nos guste tanto la profesión que tenemos, la persona que elegimos, o el lugar donde vivimos. Nos llevó a replantearnos la ciudad que elegimos para vivir, las horas que les dedicamos a nuestros supuestos gustos. Que si tenés vida interior, en realidad, el encierro y el confinamiento no deberían afectarte tanto; pero no se sabe. Porque, aun disfrutando de la propia compañía, hasta la creatividad parecería acabarse. También hubo mucho de “hay que aprovechar este tiempo en casa”, como si no se pudiera parar. Como si no estuviera bien parar alguna vez. Admiro a los que después de un año continúan con sus maratones en el balcón y con la misma pasión por el deporte que descubrieron esos primeros días.
Luego de un año de acostumbrarnos a esta forma de vida, empezamos a pensar qué significa “nueva normalidad”. ¿Será esto entonces mi vida para siempre? Pasé este tiempo entre el encierro total en un lugar y el slogan de “libertad” en otro. Parece existir una “nueva normalidad”, pero incluye barbijo, muchísimo alcohol en gel y sin abrazos. Lo que puedo concluir es que aún no estamos ni cerca de saber cuál será esa “normalidad” y que, por lo menos en principio, no hay fórmulas.
En mi caso personal, para no dar ejemplos de otras personas a quienes tal vez no les guste admitirlo, a mí que tanto me gusta leer y que he leído durante toda mi vida en filas de bancos, esperas de médicos, ascensores, colectivos, en los semáforos y hasta caminando por la calle, creo que pocas veces leí tan poco por placer como en cuarentena. El primer mes o mes y medio sí, porque, como me dijo un amigo riendo: “esos primeros días donde no se sabía bien si eran vacaciones, home office o qué era esto”. Esos primeros meses sí, leí de todo y a cualquier hora. Luego, cuando comprendí que esto era para siempre, por lo pronto, y que casa era oficina, gimnasio (aunque nunca fui a uno), solárium, y cafetería; caí en la cuenta de que tenía menos tiempo para leer. Después el toque de queda y el frío me vinieron muy bien, y en un mes leí seis novelas de un tirón. Así que descubrí que seguía gustándome lo que antes y siempre me gustó. Que mis hobbies continuaban siendo los mismos. Qué tranquilidad.
A su vez, creo que jamás voy a cocinar bien porque no me acerqué a la cocina más que para calentar el agua en la pava eléctrica, y ¡eso que hubo tiempo! O para observar a mi familia cocinar, muy motivados. O también en este tiempo descubrí el arte culinario de mis amigas y de mis primas.
También conozco personas que vivían juntas desde hace bastante tiempo y se encontraron conociéndose, viviendo, cuando llegó el confinamiento. Amigos que se replantearon la vida, la carrera, el camino que estaban transitando. Otros que se eligieron. Algunos que decidieron mudarse a lugares más tranquilos, con mucho pasto y menos gente. Incluso el amigo que volvió de vivir en el exterior, convencidísimo de que quería vivir en Buenos Aires aunque todo el mundo le dijera que se estaba equivocando. Y es de los más felices.
Jamás pensé que podría decir que quiero más a la gente que ya quería mucho. Y la quiero y así es. Y extraño más a la gente que ya extrañaba: porque viven lejos, porque no viajan mucho, y que no importa cuántas horas nos separen en avión con fronteras cerradas y aviones que no despegan. Que no pensamos que podía nacer una niña hermosa, cuyos abuelos y tíos la vemos todos por videollamada, y que yo iba a ser la única persona que la iba a conocer personalmente; que quizás sepamos algún día si le queda algún trauma por tardar en comprender que la vida es más que las dos personas que vio durante más de un año entero y que son sus padres.
Aunque se agradece el valor de la tecnología, no estamos tan lejos si podemos hablar todos los días, y hasta vernos la cara. También descubrimos que no le queremos ver la cara a todos, aunque se pueda, y en todo momento. Me gusta que sepa cómo es mi casa y cómo la decoro la gente a la que la invito, no a la que veo por videollamada por alguna situación de necesidad, como el trabajo o algún trámite. A otros les gustará, pero ¿dónde queda la intimidad en estos casos? Un tópico que se viene hablando largo y tendido, sobre todo desde que los teléfonos tienen cámara. ¿Por qué debo mostrar todo, aunque se pueda?
Que aprovechemos porque la vida es una sola, aunque suene obvio, trillado, sencillo. Ya lo sabíamos, siempre lo supimos, pero ahora parece un poco más evidente. Que parece que a los que no se cuidan no les pasa nada. Y que, en estos momentos difíciles, que “te pase algo” significa morirse. Todos tenemos a un conocido que fue víctima de esta enfermedad cruel porque encima se debe transitar en soledad. Jamás, más que nunca, fueron necesarios los abrazos, ese amor. Que los homenajes, en vida, por favor.
Luego de un largo año, continúo creyendo que, a fin de cuentas, somos aquello que nos gusta hacer, pero hacemos; las personas que elegimos y los sueños que tenemos. Que no perdimos nada, aunque haya sido un año extraño y extenso. Y, así como todos tenemos una historia de amor, también todos tenemos una pasión oculta y una actividad preferida con su correspondiente historia detrás. Y el desafío no solo es encontrarse y encontrarla, sino también llevarla a cabo
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Estefanía Servian
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