Por Sofía M. Velasco Devoto.
Quise escribir un cuento, pero parece que va a resultar un cuadro de costumbres. Bueno, costumbres desacostumbradas, o algo que ojalá nunca sea costumbre. Un cuadro, entonces.
Todo lo que aquí se narra, si bien parece producto de la más loca de las imaginaciones, no es sino un relato más o menos pormenorizado de un episodio de la vida. Las alteraciones son mínimas, nombres y alguna cosa de ese estilo; los hechos, por el contrario, no se apartan en lo más mínimo del rigor de la verdad. En cuanto a la focalización de la historia, es fuerza que esté puesta en uno de los personajes, más que secundario, terciario, porque es la única información con la que cuenta la humilde autora.
Vamos:
Alba y Fernando se conocieron no sé bien cómo. San José estuvo metido en medio, de eso nadie tiene dudas, pero cuáles fueron los métodos de los que se valió el patriarca para propiciar el encuentro de estas almas que se estaban destinadas, lo ignoro en profundidad. Tal vez los enamorados quieran algún día dar cuenta de ello. Sin embargo, lo que nos ocupa aquí no es esa parte de esta bella historia de amor, sino el grandioso día en que finalmente unieron para siempre sus vidas ante Dios y los hombres. El tiempo que les tocó vivir hizo de la celebración y de la fiesta de este sacramento algo que parece difícil de creer, pero que da cuenta, una vez más, de la veracidad de aquel adagio que reza que «la realidad supera la ficción».
Dos días antes de que llegara la ansiada fecha, el presidente de la Nación volvió a imponer sobre los habitantes de este augusto, aunque zamarreado país, una serie de restricciones: «no se pueden realizar reuniones sociales de más de veinte personas al aire libre; no se pueden reunir las personas en los domicilios particulares; hay toque de queda desde las 23:00 hasta las 6:00 de la mañana», sentenció con su voz en sordina desde las puertas de la Residencia de Olivos, frente a un improvisado ambón, guardando las distancias, al aire libre… ¿Qué pasa? ¿Cuál es la amenaza que se cierne sobre la población y que obliga a tomar estas medidas? Parece que el mundo anda azotado por una gran peste, aunque no todos están de acuerdo sobre cuál es… Lo cierto es que, de buenas a primeras, los novios se vieron obligados a cambiar algunos planes. El jueves llegó un mensaje de audio a los invitados: «La comida se hace igual. Cuando llegan al lugar, dicen que tienen reserva en el restaurante “El Viajero”». Al día siguiente, a este mensaje se le sumó otro, por escrito esta vez, que detallaba aún más los «protocolos» a seguir, entre los que se contaba el ir vestidos informalmente, «como si fueran a comer a un restaurante» (Hay de reconocer que este último punto atrajo sobre ciertas muchachas una gran incógnita que promovió múltiples especulaciones y el intenso intercambio de fotografías de los más diversos atuendos y accesorios).
Y como siempre, porque el tiempo avanza incansablemente, llegó el gran día. Las puertas de la Iglesia del Santísimo Sacramento se abrieron rebosantes de alegría mientras Alba, con un vestido que hacía honor a su nombre, caminaba desbordante de júbilo por el pasillo al encuentro de Fernando que, con la sonrisa pintada en el rostro, la esperaba emocionado. Era Alba la que marcaba el ritmo de todo: agarrada del brazo de su hermano, lo apremiaba a llegar al altar. Cuando pisó la primera grada y su mano se posó en la del que en minutos sería su marido, dos palomas (diremos torcazas, aunque no lo fueran) que se habían colado dentro del templo salieron volando al unísono, como señal de buen augurio. El coro expresaba con sus cantos el gozo que brotaba de todos los corazones y que era doble: el de la Pascua, las bodas del Cordero, y el de Alba y Fernando, las bodas de los hombres.
De la Misa en sí, bueno, nunca van a alcanzar las palabras humanas para hablar de ella. Podríamos escribir kilómetros de hojas y volcar ríos de tinta (como dice el tópico) sobre su grandeza, belleza y leticia (sobre todo en la Octava Pascual), pero nunca llegaríamos a dar cuenta ni de una millonésima parte de lo que fue. No diré más que fue la fiesta grande que siempre es y que el sermón fue muy bueno. Por su parte, la celebración del sacramento del matrimonio mostró los caracteres de Alba y Fernando: ella, vigorosa y arrojada, respondía con ímpetu todas las preguntas que se les hacían; él mostraba su calma confiada y segura. En un abrir y cerrar de ojos, eran marido y mujer: «que el hombre no separe lo que Dios ha unido».
En cuanto la Misa hubo terminado y luego de firmar las actas, la novia no quería esperar más, miraba al Padre que había celebrado la Misa y le preguntaba ansiosa si podían ya salir. No habían terminado de poner sus nombres los padrinos, cuando los flamantes esposos caminaban presurosos pasillo abajo. Todo sucedía a gran velocidad. Cuando la mayoría de los invitados salió, ellos ya no estaban.
En el solemne atrio cruzaron algunos breves saludos dos distinguidas damas, la familia Fílos y las tres muchachas cuyos pasos seguiremos; pero como la lluvia comenzaba a caer con cierta intensidad, todos se apresuraron dentro de los autos para ir al restaurante-no fiesta de casamiento, donde se encontrarían para seguir conversando. Las tres jóvenes se acomodaron menos que más bajo un destartalado paraguas bordó y caminaron unos metros para tomar un «coche de alquiler» (así queda más distinguido) que las llevó prontamente a su destino.
En la entrada dijeron, como les habían instruido, que tenían una reserva en el restaurante «El Viajero» y el guardabarrera les señaló en silencio la dirección que debían seguir. Un pasillo de linternas las guio hasta una carpa beduina. Allí, con el rostro cubierto por el tapabocas, cual moras modernas, les tomaron la temperatura e indicaron cuál era la mesa que tenían «reservada». La 19, adentro. Como salían de la carpa beduina y entraban bajo techo de construcción propia de cristianos sedentarios, pudieron desvelarse y se ubicaron elegantemente entre risas y chistes fáciles en los asientos asignados.
Hablar del menú con el que Alba y Fernando deleitaron a sus huéspedes merecería un capítulo entero. Alcanza con saber que se trató de verdaderos y abundantes manjares que llegaban escalonada e incansablemente a las mesas, donde eran recibidos con exclamaciones de júbilo.
Cuando transcurría ya la segunda vuelta de canapés, entraron Alba y Fernando. Para disimular que no se trataba de una fiesta de casamiento (insisto en que estaban en un restaurante), la novia se había puesto un kimono negro con bordados de flores coloradas sobre el vestido. Era un disfraz infalible, jamás nadie hubiera sospechado que el vestido blanco que asomaba por debajo era, en efecto, un traje de novia. Fernando había estado aún más acertado en su disfraz: se había quitado el saco. El chaleco y el boutonnière no delataban en lo más mínimo su condición de recién casado.
La fiesta, perdón, la comida en el restaurante, se desarrolló sin ningún inconveniente. Sin prisa, pero sin pausa se servía plato tras plato. La alegría rodaba y desbordaba por todas las mesas. Risas, conversaciones, gozo puro. En un momento, «tengan a mano el barbijo que viene una inspección», alertó a las tres jóvenes el mozo que se encargaba con especial cuidado de que nunca sus platos estuvieran vacíos. Dicen que, en esos momentos, la novia, que ya había abandonado el kimono, estaba dando vueltas, saludando a los invitados. Al enterarse de la presencia del censor, se deslizó en una silla, tapó la falda del vestido con el mantel y se echó un chal sobre los hombros. El inspector parece que quedó satisfecho y pronto se retiró dejando que la comida en el restaurante-no fiesta de casamiento continuara con la alegría intacta.
A las diez de la noche, cual Cenicientas tempraneras, la cena en el restaurante debía llegar a su fin. Unos minutos antes se llevaron a cabo tres de las más célebres tradiciones de las comidas en restaurantes-no fiestas de casamiento: torta, ramo y whiskey. El procedimiento, como todo en esa tarde, fue particular. El corte de la torta y el brindis fueron rápidos y disimulados. El ramo fue directamente entregado por la novia en mano a aquella que Alba quería que se casara después. Y el whiskey, bueno, eso fue más tradicional: Fernando tiró rápidamente y sin mucho ruido la caja en el jardín. Alguien la agarró, creo.
Y así llegamos al final de esta celebración. Fue realmente feliz y con la mirada puesta en lo importante. Como suele decir Alba: «Dios nos puso en este tiempo, tenemos que amarlo y santificarnos en él». Y con el ánimo y el espíritu que reinó en ese día, puede estar segura de que cumple con su propia sentencia.
Dios bendiga a esta nueva familia.
Sofía M. Velasco Devoto
sofiamvelasco@gmail.com