Florida sin flores o delirio porteño

Por Juana Bosio Perrupato.

Setenta Balcones hay en esta casa,

setenta balcones y ninguna flor…

¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?

¿Odian el perfume, odian el color?

La piedra desnuda de tristeza agobia,

¡dan una tristeza los negros balcones!

¿no hay en esta casa una niña novia?

¿no hay algún poeta lleno de ilusiones?

¿Ninguno desea ver tras los cristales

una diminuta copia del jardín?

¿En la piedra blanca trepar los rosales,

en los hierros negros abrirse un jazmín?

Si no aman las plantas no amarán al ave,

no sabrán de música, de rimas, de amor.

Nunca se oirá un beso, jamás se oirá un clave…

¡Setenta balcones y ninguna flor!

Setenta balcones y ninguna flor, de Baldomero Fernández Moreno

La experiencia de caminar de lunes a viernes por la reputada calle Florida es, en principio, puramente íntima y personal. Tiende una a acostumbrarse a cada una de sus particularidades. Y a sus universalidades, naturalmente compartidas con las calles más transitadas de nuestro querido continente.

Tengo la dicha de patear todos los días la calle Florida. En el corazón de Buenos Aires, orgullo porteño, sostienen algunos, y verdadera precursora del progreso. Ella me conoce bien y yo la conozco a ella, pero sé que nunca terminaremos de hacer las paces. A veces me toca caminarla del sur hasta su medianera, pasando por la excelsa calle Corrientes —repleta de teatros, luces y carteles, que alguna vez supo brillar con la luz de las grandes estrellas del arte porteño—, a la cual Florida, flaca en comparación, corta perpendicularmente. 

Toda mi adolescencia sostuve y defendí a capa y espada que nunca trabajaría en una oficina. Mi vocación, sin dudas, además de ser una charlatana, es la de ser maestra, que al fin y al cabo es parlotear lo mismo, pero con la autorización de un título profesional. La miseria me empujó a trabajar y como mujer moderna, libre e independiente hoy lo hago desde mi propia oficina, donde coordino el área de Mentiras —digo, Marketing y Comunicaciones— de un importante estudio de abogados porteño. Mi oficina está sobre Florida, entre Lavalle y Tucumán, dentro de la galería Jardín, en la cual, a falta de buenos jardineros, no crece ninguna flor, a no ser por los frutos de los últimos avances humanos del progreso y la tecnología o el aroma de la perfumería perdida en la entrada.

En la calle Florida tampoco crecen flores, de hecho. Tantos balcones y ninguna flor, como dice el tango de Baldomero Fernández Moreno. Yo no tengo las respuestas precisas ni sé exactamente qué es lo que le pasa a la gente. Tal vez sí, en efecto, odien el perfume y el color dulce de las flores. No conozco a ningún poeta en la actualidad, lleno de ilusiones, que pueda pintarla, verdaderamente, florida. Yo, aunque trato, no cuento. Sus grises oficinas denotan las últimas maldades de la infertilidad. También la muchedumbre de gente que va a trabajar, de todo tipo y color, aunque con la misma mirada y con el mismo porte: el mismo estilo de pantalones caqui, camisa celeste, sweater azul y cara de otario. Da la impresión de que ninguno puede amar las plantas, ni el ave, ni sabe de música, ni de poesía, ni de amor, consecuencia del olvido de la trascendencia, de la Verdad, del Bien y de la Belleza.

Esta calle cuenta con la inmarcesibilidad del aburrimiento, del tedio y del desasosiego de la sociedad argentina, que es lo único que en nuestro país pareciera no marchitarse jamás. En alguna esquina, un indigente clama al oficinista de pantalones caqui que le tire algún billete, algún guanaco o, si tiene mejor suerte, unas Malvinas o una Evita. Ya casi nunca espera una ballena franca austral o un yaguareté. Ni hablar del hornero: esos no salen más de sus nidos para visitar sus manos. Estas aves, al menos, debe pensar el indigente, tienen un techo y un hogar al cual acudir y la libertad de surcar los cielos con sus alas, fuera de la condenada Ciudad de Buenos Aires. 

Lo que el indigente no sabe es que, a fin de mes, lo más probable es que el oficinista de pantalones caqui tampoco tenga horneros en su billetera. Al mismo tiempo, se pregunta cómo es que en el Banco Central de la Nación, partenón de la inflación, no se puedan imprimir más billetes. Así él mismo podría ser dueño también de una ballena, de un yaguareté o incluso de uno o varios horneros, si la dicha le sonríe y puede llamarse bacán. 

Pero no. El oficinista, si es que lo escucha —cuando no pasa mirando paparruchadas en su celular o escuchando las últimas novedades del trapo latino en sus auriculares sin cable—, traga saliva, le dice que no tiene nada y continúa con su triste marcha. Es así como se manifiesta la realidad en la calle sin flores: aquel lugar de Buenos Aires, en algún momento cuna de la comunicación, donde se instaló por primera vez un teléfono, hoy repleta de gente incomunicada, aislada.

A mi parecer, la Iglesia Católica debería otorgar quinientos años de indulgencia a aquellos que cruzan la calle Florida un día de semana, en hora pico. Yo, que sin falta la cruzo todos los días, estaría ya casi totalmente exenta de las penas del Purgatorio. Pero los curas ya no usan sotana y pareciera que el Infierno no existe. Entonces tampoco hablan ya del Purgatorio en sus sermones, ni de la muerte. Solo un Cielo utópico existe, lejos de Florida, en el que un Dios más hippie y bonachón que justo y misericordioso parece abrazar a todo el que se asoma aunque le reniegue; y San Pedro ya no es custodio, sino un portero al que le han robado las llaves. Ya nada se condena, solo a aquel que llegue a plantear la existencia del Infierno.

De todas maneras, si tuviera que describir mi propio infierno dantesco, no distaría demasiado de la experiencia calamitosa de la calle Florida. Por suerte es una calle y no una rotonda, sin principio ni fin. En ese caso la semejanza sería casi total con uno de los nueve círculos infernales. Cada vez que la cruzo me lo figuro. Pienso en la cantidad de almas condenadas que caminan y caminan, descienden a sus oficinas en altos edificios y trabajan y trabajan para comprar algo de comer o para tirarle un guanaco a algún indigente en alguna esquina, cuando se pueda.

Los negocios que se encuentran en sus flancos pasan por todo el abanico de variedades mercantiles. Desde tiendas ciento por ciento locales, donde venden peluches de alpacas jujeñas, estatuillas de bailarines de tango y cuadros del Romano Pontífice con su bobo semblante y un celeste cielo de fondo, como compendio, al parecer, de la argentinidad; hasta tiendas de ropa ideales para empilcharse como un oficinista promedio. Algunas son históricas, como la bella y clásica Galería Güemes, y otras abren y cierran constantemente. Además, puede encontrarse el gran centro comercial Galerías Pacífico, precioso por fuera y oda al consumo por dentro. Lleno de marcas importadas, la gente entrega miles de horneros por un reloj, por un rouge, por una camisa. 

En cuanto a la gastronomía ofrecida en la calle sin Flores, lo más común es encontrar importaciones de comida rápida gringa, como para colaborar con todo el ambiente dantesco. Puede hallarse una gran M amarilla sobre colorado una vez cada dos cuadras. En medio de ellas, muchas tiendas que pretenden ser saludables y dietéticas y quitarles a los oficinistas una de sus pocas alegrías diarias: la de comer una insalubre hamburguesa. Por el contrario, se ven invitados a consumir alimentos sin grasas y bebidas sin azúcares, amargando un poco más sus existencias. Entre toda esta maraña se encuentra el Café London City, otrora un lugar de reunión de poetas, artistas e intelectuales, uno de los elegidos por Julio Cortázar —que no es santo de mi devoción— para dejar volar su imaginación y escribir algunos de sus cuentos y novelas.

Algo que destacar de la calle es que es peatonal. Es una calle que ningún auto atraviesa, solo, tal vez, autómatas cada tanto. Sin embargo, siempre cuenta con alguna sección en inútil reparación. En nombre del gobierno de nuestra querida Buenos Aires, el príncipe calvo y mefistoféico, como para no decir maquiavélico, se ensaña con las baldosas indemnes y continúa tratando de curar lo sano, desperdiciando horneros y horneros que no necesitan ningún tipo de lavado, pues saben bañarse solos. Estos sectores en obra estropean el paso de los transeúntes que miran para abajo y convierten a la calle Florida en una suerte de laberinto con obstáculos que uno debe sortear hasta llegar a su destino. No nos extraña, ni a mí ni a usted, querido lector, que sean los políticos aquellos que obstaculizan los caminos. La última de las ideas brillantes de nuestro gobernante fue colocar una serie de lamparitas en las alturas a lo largo de toda la calle, con el fin, tal vez, de suplir la falta de visión de las estrellas y lograr que sea un poquito menos infernal.

A veces, en alguna que otra esquina de la calle porteña, el caminante puede encontrarse con una suerte de funcionario trabajador de cierta organización no gubernamental y sin fines de lucro, pero con muchas ganas de lucrar, que tiene en sus manos una planillita que debe llenar. Para eso frena a los peatones y les pregunta si les interesa formar parte de la campaña a favor de la conservación del Lémur Titilala, de cola rayada y ojos anaranjados, oriundo de Chikwawa, Mozambique, especie en peligro de extinción. Muchos transeúntes jóvenes, esos mismos que ni siquiera se atreven a mirar al indigente y menos a tirarle un guanaco, frenan y los escuchan atentamente, para finalmente firmar, creyendo así que en un arrebato de solidaridad están aportando algo al futuro global del planeta. En otras ocasiones, los funcionarios trabajan en favor de diferentes organizaciones encargadas de la eliminación deliberada de pequeños seres humanos. Niegan su estrecho vínculo con Malthus, sostienen que todas sus acciones son en favor del empoderamiento femenino y tratan de convencer a los caminantes para que firmen en favor de la matanza de inocentes. Atrasan hasta los tiempos del sacrificio de niños bajo la bandera del inminente progreso, importado del primer mundo. ¡Dios nos libre del primer mundo! Yo les digo que es mejor formar parte del tercer mundo, o incluso del cuarto, que apuntar nuestros esfuerzos y cansancios a imitar las desgracias y atrocidades europeas.

Otro puesto que puede encontrarse en la peatonal sin flores es el de la politiquería. En algunas ocasiones le toca al partido de izquierda, en otras al que está más a la izquierda y a veces al que está al centro, pero a la izquierda. Dicen que la derecha murió como una mártir de la diosa Democracia, cuando trató de frenar un ataque subversivo y violento. Sus sucesores, hoy en día, todavía son incapaces de lograr una síntesis pragmática de estas ideas o, aunque sea, de tumbar estos puestitos de centros e izquierdas. Los pocos que existen están enfrascados en gritar desaforadamente en contra del discurso enemigo, sin atender a que, al final, los principios que sostienen sus argumentos son los mismos que los de sus enemigos. Estos puesteros también tratan de juntar firmas en sus planillitas y de convencer a la gente de que, en favor de la diosa Democracia y su prima la República, tienen que firmar, pues se los exige su deber cívico. Muchos firman, también, felices de poder aportar a que todo siga tal cual está.

Si bien la calle Florida no tiene flores, uno puede encontrarse con los llamados “arbolitos”. Estos arbolitos son maestros de la usura y saben hacerse oír en medio del griterío y del caos auditivo del centro de la ciudad, donde no se escuchan ni los besos ni los claves. Su grito de guerra es “¡Cambio!¡Cambio!¡Cambio!” y su bandera la usura, bajo cualquier divisa. Uno puede entregarles un dulce hornero y a cambio recibirá ocho Benjamines Franklins y medio, pero eso solo por hoy. El día de mañana, por un tierno hornero podría recibir solo un nefasto Benjamín. Dicen los que saben que esto se llama inflación… yo creo que todo lo que se infla en exceso, eventualmente, explota como un globo repleto. Imagino que es cuestión de tiempo.

Algunos arbolitos un poco más amables y educados a veces me preguntan mientras camino: “Señorita, ¿usted quiere cambiar?”. Yo respondo con un “No, gracias”, pero la pregunta resuena en mi corazón. ¿Si quiero cambiar? ¿Qué cosa? ¿Cuándo? ¿Yo? Recuerdo los versos de Tita Merello, que alguna vez también supo caminar por esta misma calle: A mí no me cambia nadie./ Siempre estoy donde nací./ Mi cuna fue Buenos Aires./ Y en mi cuna he de morir. A mí no me cambia nadie. Me han hecho la fama de cabeza dura, esa no cambia. Pero el corazón… el corazón es lo que hay que tener blando, decía algún santo. Blando para perdonar, blando para saber adaptarse, blando para saber amar, perder, partir, sufrir y sanar. Pero tampoco cambio mi corazón. Tampoco cambio Benjamines, porque plata y miedo nunca tuve.

Pero cambiar, cambiar, cambiar… ¿qué es exactamente lo que se expresa bajo ese grito aseverativo? ¿Cambiar qué? ¿Cambiar cómo? ¿Cambiar nuestros pesos por liviandades? ¿Cambiar el mundo? Todos queremos cambiar el mundo, ya lo cantaban los Beatles en 1968 y las cosas no han cambiado, valga la redundancia. ¿El indigente? Seguramente quiera cambiar su situación por un futuro mejor, una casa donde dormir y un pan para comer. ¿El oficinista de pantalones caqui? Es probable que también quiera cambiar. Cambiar de trabajo para no tener que caminar todos los días por la calle Florida, aunque sea; cambiar el auto; mudarse de su monoambiente en Palermo; cambiarse a sí mismo, dejar de lado esa cara larga de otario y esos ojos caídos. ¿Y los que juntan firmas y firman? Intuyo que desean cambiar el mundo por un lugar mejor, cuidar a los animales o liberar a los oprimidos. En sus almas se esconde el ansia del cambio, del constante movimiento, pero al mismo tiempo la necesidad imperiosa de echar raíces, de no dar vueltas y vueltas por el mundo como un barrilete. “Solo el gaucho vive errante”, recita José Hernández, y los argentinos tenemos, ciertamente, sangre de gauchos.

¿Cómo es que conviven en el ser humano estas dos necesidades, la del movimiento y el cambio y la del establecimiento? Ambas son la misma necesidad de perfeccionamiento. De avanzar, pero de avanzar en algo particular. En resumen, de construir, de edificar, síntesis de ambos movimientos. Hoy la sociedad, la academia, el mundo, enseñan que la novedad, que lo importante es deconstruir, destruir, hasta acabar en el caos absoluto, cuando precisamente lo que el hombre necesita es orden. Como no puede moverse y avanzar para cualquier lado, necesita un camino recto, un sentido para toda esa necesidad de movimiento, totalmente contraria a la búsqueda del absoluto caos actual. 

Florida es el compendio de este caos, con su batería de elementos dispuestos desordenadamente y sin sentido. Y por este caos tengo que caminar, a veces correr, todos los días. La rutina se resume en salir de la Universidad, que se encuentra junto a las dársenas de Puerto Madero, donde antiguamente había solamente barro, hasta que la mano del hombre pudo tomarlo con su divina capacidad creadora y artística y convertirlo en lo que es hoy. Desde allí cruzo el casco histórico de la ciudad; maldigo a la rosada, sede de la autoridad y del Rey Morsa, que hace tiempo no es ocupada por un verdadero argentino, que haga honor a nuestra poética nacionalidad y, como cantaba Leopoldo Marechal, pueda ser de plata y verdadero espejo del oro que brilla en las alturas; trazo la Cruz sobre mi cuerpo al pasar por la Catedral Metropolitana de Buenos Aires, donde el señor múltiple arzobispo pastorea a su rebaño plateado; y para llegar hasta mi oficina, me dirijo hacia la calle sin flores.

Aunque infernal, ella siempre aguarda mi llegada. El hombre se mide en base a lo que espera. Como todos queremos cambiar, también es cierto que esperamos algo. Y nuestro tiempo lo medimos en esperas. Yo espero, aunque sé que es en vano, que algún día ella me reciba con una flor. Y no solo que florezca la calle Florida, sino que lo haga también toda nuestra patria.

El florecimiento de nuestra patria solo podrá ocurrir cuando sea verdaderamente regada. Tantos años de vicios, de desgracias y calamidades, de guerras civiles y de enfrentamientos entre hermanos, de politiquerías y comités, de pobreza de izquierdas, pobreza de derechas y pobreza de centros, de ignorancia y de sobreeducación, de populismos y neoliberalismos, y pesos, australes, patacones y dólares, de asignaciones y subsidios, de sindicatos y oligarcas, de civilización y barbarie, deben servir como abono para nuestra tierra, para hacerla fértil y fecunda. 

Esta tierra solo florecerá cuando sea verdaderamente regada. Regada por la sangre de aquellos que todos los días entregan su vida para salvar del abismo este suelo, al parecer yermo, infértil. Yermo e infértil para los ojos de aquel que al caminar mira solamente la pantalla de su celular, yerma en infértil para aquél que se refugia en las desgracias nacionales para cubrir su propia mediocridad, yerma e infértil para aquel que escupe sobre la tumba de nuestros héroes y de nuestros mártires. Solo florecerá cuando cambien su mirada desde abajo y miren para arriba. Solo florecerá cuando el argentino cambie su mirada sobre su propio país y su propia tierra, deje de pretender importar políticas, modelos e imágenes extranjeras, que nunca funcionan en esta tierra indomable y gauchesca. Las flores serán plateadas, regadas por sangre de plata y en suelo de plata y adornarán, por fin, no solo la calle Florida, sino toda nuestra Argentina.

Juana Bosio Perrupato

juani.bosio.perru@gmail.com