No saber lo que queremos

Por Tomás Guido.

Desde siempre, el “no saber lo que se quiere” puede ser un peso para quienes, por decirlo de algún modo, lo “padecen”. No saber lo que queremos nos lleva a lugares muchas veces impensados. De hecho, no saber lo que queremos no solo nos hace pensar demasiado, sino que también, en ocasiones, muy poco. No saber lo que queremos nos provoca enredos que nos van empujando, incluso, hasta la confusión. 

No saber lo que queremos, en algunos casos, nos hace utilizar nuestro tiempo en cosas que luego nos resultan inocuas —o sea, nos hace perder el tiempo—. No saber lo que queremos podría ser sinónimo de duda; la duda, por lo general, demuestra debilidad. No saber lo que queremos podría volverse algo muy desesperante para muchos. No saber lo que queremos nos puede causar ansiedad o dejar que otras emociones dominen nuestros pensamientos por completo. 

No saber lo que queremos puede llevarnos también a frustraciones constantes. No saber lo que queremos nos hace sentir a la deriva, como si no tuviéramos un rumbo preestablecido. En fin, el “no saber lo que se quiere” parecería ser algo malo; pero ¿es realmente algo malo? 

La verdad, no lo sé. Peor aún: no me animo a dar la respuesta. En los tiempos actuales, en donde hay una desmedida preocupación por la velocidad con la que todo debe darse, dedicar un tiempo a la vacilación (ya sea por elección propia o no) parece ser algo inconcebible: para qué te detendrías a pensar —o, por qué no, a dudar—, aunque sea por un instante, ¿a qué lado ir, qué camino escoger o cuál opción tomar? El tiempo corre y no tienes demasiado de éste en tu haber: ¡No lo desperdicies! ¡La vida es una sola! ¡El tiempo es ahora!, etcétera, etcétera. Podría seguir hasta el hartazgo con esas “frases hechas” que tienen, todas, el mismo objetivo: hacerle sentir al receptor de alguna de estas “indiscutibles verdades” que el tiempo no está de su lado, que su situación es apremiante y que, por ende, debe hacer “algo” a toda costa.

Ahora, me pregunto: ¿hay que tenerlo todo planeado? ¿Está uno “perdido” si no lo tiene? ¿Está, uno mismo, perdiendo el tiempo mientras no “hace nada” (porque está dudando, pensando o contemplando alguna situación en particular)? ¿Es acaso uno mismo un fracaso por no tener un proyecto trazado de antemano? Tampoco lo sé. Definitivamente, no tengo estas respuestas porque no tengo los porqués detrás de las posibles contestaciones a estos interrogantes, pues, la final, aquellos dependerán de cada uno. Sin embargo, lo que sí tengo son algunas consideraciones o, más bien, objeciones con respecto al hecho de no tener “todo planeado”:

Dudar es la base, el cimiento principal de la mayoría de las decisiones que uno toma en la vida. Dudar, en mi opinión, es el prolegómeno de nuestras certezas, el exordio de nuestras aseveraciones. Y es, gracias a esas dudas, que nos inquietamos y que comenzamos a salir de situaciones en las que nos aprisiona la monotonía (las rutinas, los trabajos que no nos satisfacen, las relaciones que se nos hacen más y más densas hasta ser insostenibles…). 

¿Pero no nos habían dicho que tenemos “poco” tiempo, y que tenemos que hacer las cosas a su “debido” tiempo, y que éste se nos pasa “en un abrir y cerrar de ojos”? Sí, nos lo han dicho en incontables oportunidades; mas eso no hace que lo que nos dijeron sea cierto. De hecho, es lo contrario: ¿desde cuándo vacilar está mal? ¿No es la duda la semilla desde la que crecen nuestras ideas y decisiones? El dudar es necesario, cuando no indispensable, para poder llegar a buen puerto la mayoría de las veces. El dudar implica elegir: si hacer tal cosa o tal otra; discriminar, dentro de las posibilidades, lo mejor de lo peor, lo bueno de lo malo, lo útil de lo inútil, y así, indefinidamente —por supuesto, dentro de las apreciaciones que cada uno tenga acerca de esos objetos: ¡todos nos equivocamos!

Y el elegir conlleva, a su vez, algo más importante todavía: la responsabilidad de quitar de nuestras vidas —al menos de momento— las opciones que son descartadas de suyo con nuestra elección. Todo un desafío, si lo analizamos en estos términos.

Entonces, siendo ese el panorama, ¿no sería más atinado que le dedicásemos más tiempo a la duda y menos a la incesante acción?  Digo, ¿siempre hay que estar en movimiento, haciendo tal o cual cosa? ¿Es la incertidumbre, el no saber qué hacer frente a una situación concreta, una mala compañía? Esa respuesta sí creo tenerla —quiero decir, sí me arriesgaré a contestarla—: La incertidumbre no siempre es una mala compañía. Es más, me parece una buena, si uno sabe cómo llevarla a su lado sin que el pánico, el temor y la inquietud —principalmente por no saber qué pasará— lo cundan a uno al punto tal en que ya deje de poseerse a sí mismo y se encuentre arrastrado hacia una realidad que solo puede generarle una cosa: insatisfacción. Y, luego, más insatisfacción, como un círculo: sin vértices, sin final.

La duda es un arma de doble filo; no tengo, válgase la redundancia, la menor duda de esto. Decidir la prioridad con la que uno tiene que actuar es casi tan difícil como tomar la decisión en sí. Más aún, cuando tienes a los que te rodean alentándote o, mejor dicho, presionándote para que te apures a decidir; para que concretes, por lo menos algo (¡lo que sea, pero ya!), pues ellos están ahí para “alertarte” —y recordarte— de que el tiempo se te va a “escapar”. 

En esas situaciones, es difícil no caer en tentación de lo inmediato. En situaciones en las que los sentimientos de apuro comienzan a apoderarse de nosotros, no hay nada mejor que recordar que el único apuro que tendremos es aquel que nosotros mismos nos impongamos. Y… ese apuro que nos imponemos, aunque depende de muchísimas cosas, siempre está supeditado a qué tan a gusto o qué tan disconformes o incómodos nos encontremos donde estemos o con la situación que tengamos en lidiar.

Ahora, en contextos así, desde luego que es una ardua tarea el tomar una decisión sin tener de molesto acompañante al consecuente y tan innato temor a equivocarnos. Al fin y al cabo, las miradas están puestas tanto en aquellos que se equivocan como en aquellos que no hacen lo que los demás esperan de ellos en el tiempo en que ellos lo creen pertinente. Pues, en ambos escenarios, los demás podrían terminar sintiéndose “defraudados” por nosotros. Y nosotros, en contrapartida, culpables —¿de qué?, con exactitud—.

Como les anticipé, no es sencillo dar una respuesta a la mayoría de las preguntas que me hago aquí. El miedo a equivocarse, las presiones de los demás, el “qué dirán”, lo que se espere de uno e incluso las ansiedades internas —que también están presentes en esa inestable posición ocupada por el dudador—; todas cosas que, al final de cuentas, pueden tirarnos hacia atrás a la hora de afrontar esta compleja empresa que puede ser la causante principal de nuestra “demora”: el tener que decidir.

No sé qué tan mala o qué tan buena es la hesitación. Lo que sí sé, lo que para mí es verdaderamente cierto es que el dudar lejos está de ser una pérdida de tiempo. ¿Qué más puedo decir? Tras el breve recuento de ideas que acabo de hacer, es importante no olvidarnos de que, en este camino, en la vida misma, como dicen —sí, hay refranes para todo—: “más nos valdrá un paso que nos dure que un trote que nos canse”. 

Con esta última frase en mente y, después de todo lo considerado anteriormente, ¿es en verdad, el utilizar el tiempo de uno para dudar, algo malo?

Tomás A. Guido

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