Por Santiago Legarre.
Mi visita reciente a Palermo, en Sicilia, fue mi cuarta. Y la primera en la que la ciudad realmente me gustó.
I
Mi primera visita, en 2002, fue consecuencia de una invitación del profesor Francesco Viola, para dar un seminario de doctorado en la Universitá di Palermo. Había conocido a Viola el año antes en un simposio en «La Armonía”, un campo cerca de Mar del Plata. Mantuve la amistad con Viola hasta hoy y cuando supe que yo volvería a Palermo en 2022, le avisé. Me citó en la puerta del Teatro Massimo (equivalente a nuestro Colón, y parecido en muchas cosas), para ir desde ahí a tomar un café.
Como casi siempre, llegué un poquito antes. Mientras esperaba se me ocurrió leer la cartelera. (Mi tía decía que cuando era chico era la única persona que leía las carteleras de nuestro club.) Y me encontré con que al día siguiente se representaba la ópera de Verdi, «Simón Boccanegra», y que en el rol de Simón estaría… Plácido Domingo. Pensé que sería un error, pues imaginaba al gran tenor o muerto o fuera de combate; supuse que sería un hijo homónimo. Cuando me junté con Viola me confirmó: «Es él. Primera vez en Palermo. A sus ochenta y tres años. Tenés que ir. Vamos a sacarte una entrada».
Con gran emoción, y bien vestido, fui la noche siguiente al Massimo. Nomás acercarme vi de lejos una hoja blanca pegada torpemente sobre la cartelera que había leído el día anterior. Apenas vi la hoja, lo supe: Plácido Domingo no actuaría en mi función, seguro, por alguna razón. Y así fue. «El maestro Domingo sufrió una indisposición imprevista… Pero estará en la función del domingo…». ¡Y yo estaré en Buenos Aires!
Plácido Domingo estuvo en Palermo y yo fui a verlo…
***
Cuando en las escaleras del gran teatro siciliano —sobre las que le dispararon a Sofia Coppola en “El Padrino III”, según me dijo mi hermana…— mascullaba mi bronca por la cancelación de último momento de la actuación del maestro Plácido Domingo como Simón Boccanegra; cuando masticaba unas almendras que me había llevado para la ocasión, mientras la gente (trajeada o casi, como yo también) subía las escaleras con calma… consideré seriamente qué hacer: si entrar a ese teatro o no, pues la única razón que me había decidido a aceptar el empujón del profesor Viola, había desaparecido.
No sé por qué, pero entré y me dirigí a mi palco, por pasadizos parecidos al de nuestro Teatro Colón. Allí me encontré con un hombre de unos ochenta años con una mujer mucho más joven que él. Enseguida pensé mal. “Piensa mal y acertarás”.
«Buenas noches», me dijo el señor, mientras la mujer sacaba fotos.
«Buenas noches. ¿Qué me cuenta de lo de Plácido Domingo?”; yo, desolado.
«En realidad es una buena noticia. Él es un tenor y el rol de Simón es para un barítono. Yo prefiero al que aceptó a último momento reemplazarlo. Es una joven promesa».
No podía creerlo. No sabía si subir mi ánimo o decretar que este hombre estaba loco.
«Me presento. Soy Roberto. Me dedico a esto. Soy tenor yo mismo, o lo fui».
Creer o reventar.
«Le presento a mi hija, Lucía».
Bueno. Creer o reventar de vuelta.
Roberto me fue explicando lo poco que requería explicación, de esa opera bellísima e ignota.
«Es como el Falstaff, una ópera más bien oscura».
En el intervalo, Roberto salió y le confesé mi torpeza de pensamiento a Lucía.
«Sí, no se preocupe. A mucha gente le pasa lo mismo. Pero peor es cuando mi padre viene con mi hija, como empezó a hacer desde que mi madre murió. Mire, esta es mi hija».
Y me mostró su teléfono, con el cual siempre estaba muy activa. Había una foto de una mujer monísima, de unos treinta años, con un bebé en brazos.
«La tuve a mi hija cuando yo tenía diecinueve… Haga sus cuentas. Está casada hace unos años. Soy abuela».
Y entonces me señaló con un dedo dos sillas de la platea, en la segunda fila:
«Ahí se sentaba siempre, con su abono, mi padre con mi madre. Y atrás de ellos, el sastre más famoso de Palermo, con su mujer. Luego de que murió mi madre y papá empezara a venir a la platea con mi hija (antes de que nos abonáramos a este palco), un día fui a la sastrería, y la mujer del sastre, con confianza de años (pero sin saber de mi hija), me preguntó con alta preocupación: Señora Lucía, ¿usted sabe con quién va su padre al teatro últimamente?».
Nos reímos los dos en el palco.
Salimos los tres juntos del Teatro y cuando nos estrechamos las manos en la esquina en la que nuestros caminos se separaban, yo tenía una sonrisa en mi cara que no habría podido pintarme ni Plácido Domingo —a quien le debo, en primer lugar, haber conocido a Roberto, a Lucía y casi que también a la nieta e hija—.
II
«En mi humilde opinión» (como dicen los arrogantes, o «imho«, en inglés escrito), en Palermo solo las iglesias son deslumbrantes. En especial Monreale, pero también otras, como Santa Catalina (de Alejandría), que expone a la enésima el barroco siciliano (pariente del barroco aragonés que puede verse en Lecce), y que a mí me tomó por sorpresa —tanto blanco y rosa; llena de candelas de vidrio— y me dejó de una pieza.
Pero más allá de los templos, Palermo es una ciudad que requiere remarla (a diferencia de bellezas tipo París o Viena) y que solo se aprovecha si uno tiene amigos u otros recursos derivados, que permiten aventurar.
Contaré una anécdota, relacionada con las iglesias. Varios de los templos interesantes están desacralizados (incluido S Matías, donde expuse en un panel literario). Y hay que pagar una entrada. Me cansé de pagar, así que cuando vi en «La Martorana» (la iglesia árabe-normanda por excelencia de Palermo) que a las 9am había una «liturgia», decidí arriesgar a que no cobrarían por rezar y, luego de consultar con mis amigos, fui. No resultó tan solo una liturgia sino una auténtica Misa —una liturgia eucarística—, pero no de rito latino (el «nuestro») sino con el rito oriental de San Juan Crisóstomo, que es el que siguen los católicos albanos. Una locura. Divino. Rítmico y repetitivo. Comunión con unos pedacitos de pan «posta», cortados de la hogaza consagrada. Éramos cuatro personas, más el sacerdote. Todos me miraban.
La Martorana en sí misma me gustó mucho, y también la liturgia, así que, con mentalidad no turística, al día siguiente decidí volver (y volver a no pagar). Cuando llegué por segunda vez, dos de mis compañeros del día previo esperaban en la puerta:
«Nuestro papá todavía no llegó. Es un gran amigo nuestro. Ya nos avisó que está en camino», me explicó la mujer, que me reconoció inmediatamente.
Y el varón: «¿No quiere mientras tanto tomar un café?».
«Sí, llevalo al señor al bar, e invitalo con un café, mientras esperamos a papá».
Me impresionó que llamaran «papá» al sacerdote.
El café, riquísimo, motivó este comentario de él a su amiga y correligionaria: «Un euro y treinta! Carísimo».
Luego llegó el papá, tuve mi segunda Misa albana y, al terminar, recibí la bendición del sacerdote.
«Nos vemos mañana», me dijeron mis nuevos amigos entusiasmados.
«Yo, en realidad, soy argentino…».
Santiago Legarre
Escritor (53)
Febrero 2022