Por Catalina Mihanovich.
En el marco del taller de escritura que cursamos once alumnos, el profesor Santiago Legarre nos propuso leer un libro (por él indicado) y luego, sobre la base de una consigna preestablecida, cada uno debía escribir un ensayo. Por mi parte, leí el libro El Capitán Veneno, una novela escrita por Pedro Antonio de Alarcón. La consigna fue: “Tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe”.
El Capitán Veneno fue publicada en 1881. La novela se sitúa en Madrid, España, en 1848 y cuenta el romance entre un noble caballero y una señorita. Sin siquiera leer el libro, es fácil para cualquiera advertir que se trata de una ficción que fue escrita con modos antiguos, en una época totalmente distinta a la presente. Esto resulta más notorio aún cuando uno efectivamente lee la obra. El autor relata escenas que no ocurren en la vida diaria del siglo XXI y utiliza un vocabulario que hoy en día no es usual.
Por ello decidí adaptar la consigna dada a los tiempos presentes y, sobre esa premisa, escribir este ensayo. “Tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe”. Antes de empezar a escribir, esta frase resonó cientos de veces en mi cabeza. Intenté buscarle un significado, una referencia. Traté de aplicarla a tal o cual situación. Al fin y al cabo, solo una palabra se impuso: paciencia. Paciencia, calma, esperar, disfrutar del momento, no insistir. ¿Por qué vinculé esta palabra a la frase mencionada? Porque resolví que la falta de paciencia, de tranquilidad, de poder de espera, de tanto ir y venir constante, hace que al final “el cántaro se rompa”, que caigamos exhaustos, cansados del movimiento diario.
Paciencia es lo que hace falta en la sociedad del siglo XXI. Nacimos en la época de la tecnología, una época en la que todo es “ahora”, ya, en este instante. No nos enseñaron a esperar; podemos conseguir todo con un solo clic. El teléfono, la televisión, la computadora… se crearon miles de herramientas que, no lo voy a negar, son tremendamente útiles, pero nos quitan uno de los valores más preciados que puede tener una persona.
Me despierto por la mañana con la alarma de mi teléfono. Voy a la cocina de mi casa. Pongo pronto agua a calentar. Mientras se calienta el agua, preparo una taza, con café y edulcorante. Me paro enfrente de la pava en la que de a poco hierbe el agua. Pienso “que lento, no voy a llegar a tomar mi café”. Apenas termina de calentarse, vierto el agua rápidamente en la taza y vuelvo a mi cuarto a prepararme para salir. Bajo por el ascensor a las 8:55 exactamente. Ya tengo calculado el horario en el que pasa el 102 por la parada, así no tengo que esperar. Si algún día se atrasa, empiezo a mirar la hora ansiosamente, asomándome a ver si lo veo venir de lejos. Me subo al colectivo. Cada vez que frena en un semáforo, y aunque solo hayan pasado unos pocos segundos de espera, se me paran los nervios y “que avance por favor, no llego a la oficina” es mi pensamiento.
Finalmente, llego a la oficina, me siento en mi escritorio y prendo la computadora. Siempre tarda unos segundos en encenderse. Empiezo a tocar los distintos botones del teclado para impulsar el encendido de forma más rápida. Trabajo, varias horas. Muchas veces hay alguna plataforma de Internet que no funciona. Le pregunto a mis compañeros si a ellos tampoco. Refresco la página dos, tres veces. Sigue sin funcionar. Me frustro. Voy a tener que dejar esta tarea para otro momento. Vuelvo a casa, caminando lo más rápido posible. Tengo que llegar, almorzar en diez minutos y salir de forma precipitada para la facultad. Esta rutina se repite todos los días.
La realidad es que no es fácil disfrutar de la vida cotidiana, de lo común, de lo que se le da a uno todos los días, pero cuán mejor estaríamos espiritualmente si lo hiciéramos. Pasa que no tenemos paciencia. El reloj nos corre todo el tiempo, necesitamos tener todo ahora. Gozar del poder de teletransportarse es el sueño de toda persona nacida en este siglo.
¿Por qué somos así? En parte, es una elección propia y, en parte, es un ritmo de vida impuesto por la sociedad. No por nada se crearon los restaurantes de comida rápida o las aplicaciones de celulares que en pocos minutos traen la comida que uno elige. Así también se crearon teléfonos celulares cada vez más modernos, que cuentan con cámara de fotos, calculadora, linterna, reloj. Todo ello lo llevamos en un solo bolsillo y podemos disponer de aquello y mucho más con tocar un solo botón. Otro ejemplo son las laptops. La necesidad de poder llevar la computadora de uno a todos lados, estar todo el tiempo conectado, contestar mails, atado al trabajo o al estudio.
¿Podemos descansar de este ritmo? Sí, claro. Hace poco tiempo me propuse desacelerar mi paso mientras camino por la calle y así poder atender a lo que cruza por mis ojos a diario. Descubrí lo imponente y bello que es el edificio de Tribunales, sobre la calle Talcahuano. Descubrí la basta arquitectura francesa que se puede encontrar por las calles de Buenos Aires. Descubrí un cielo azul en los días de sol, escondido entre tanto edificio y ciudad. Descubrí a Rita, una señora que hace bordados en la esquina de mi casa. Descubrí lo linda que es la vida que llevo, la suerte que tengo y lo agradecida que debo estar.
La rutina nos lleva a que el cántaro se rompa. Nos lleva al cansancio, al aburrimiento, a ser sedentarios, al malhumor, a no abrir los ojos y a descubrir la maravilla del día a día. Dejemos de forzar, de insistir, de apurarnos. El tiempo pasa tan rápido que es una picardía no aprovecharlo. Complementar el ritmo de vida de la actualidad con prácticas de tiempos pasados. En los años de El Capitán Veneno no existían los teléfonos, ni los autos, ni las computadoras. La comunicación era a través de cartas o de boca en boca. No existían los remedios ni las curas inmediatas. Si uno estaba enfermo, debía esperar días o semanas a recuperarse. Sin embargo, las personas eran felices y sí, podían vivir también sin tecnología.
Ojalá aprendamos a desconectarnos, a frenar nuestro propio tiempo. A levantar la mirada, a esperar. A ser cautos y bondadosos. Ojalá algún día la sociedad recupere la paciencia, que tanta falta le hace.
Catalina Mihanovich
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