El Gatopardo

Si pudiera repetir hasta cansarme y cansar que un libro es bueno, lo haría con gusto. Pero las convenciones vigentes en “criticología” lo prohíben tajantemente, así que, crítico literario sin patente ni experiencia, tendré que buscar otras cosas para decir de la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, El Gatopardo (Feltrinelli, 1957, 247 ps.). Igual lo afirmaré claro una vez y, en todo caso, que me perdonen: no es buena, es bue-ní-si-ma.

El Gatopardo se parece al Quijote en que ambos son brillantes tratados de humanidad, aunque el primero sea cinco veces más corto que el segundo. Todo gira en torno de la vida del Príncipe Fabrizio Salina, un noble siciliano testigo de la unificación de Italia en la segunda mitad del siglo XIX y de la decadencia de su propia clase social. La política es uno de los ejes principales de la obra, que trasunta una cínica pero interesante visión de la naciente república italiana, trasladable a muchas otras democracias poco maduras, como la nuestra. “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”, es la frase célebre que resume lo que se dio a conocer como “gatopardismo”.

Para el Príncipe, el antiguo régimen no es demasiado distinto del que fervorosa y apasionadamente viene a reemplazarlo. Por eso le dice famosamente al Chevalley que viene a ofrecerle una banca de Senador: “Nosotros fuimos los Gatopardos, los Leones. Quienes nos sustituyan serán los chacales, las hienas; y todos, gatopardos, chacales y hienas, continuaremos creyéndonos la sal de la tierra”. Según me explicó un amigo siciliano, toda la conversación entre el Príncipe y el Chevalley es esencial para entender la vida en Sicilia. La parte que más me gustó del diálogo son las palabras que usa el Príncipe para resumir por qué, a su juicio, fracasará la empresa civilizadora de los unificadores. Las pronuncia en inglés, pues se dirige a un grupo de angloparlantes: “They are coming to teach us good manners. But they won’t succeed, because we are gods”. Como es obvio, los dioses no necesitan aprender nada.

En verdad, quien ignora tanto de historia de Italia como yo se da cuenta de que se le escapan muchos aspectos de la cuestión política abordada por El Gatopardo. En todo caso, el libro es también una excelente novela de amor. Por un lado, está la vertiente romántica en la relación entre Tancredi, el sobrino del Príncipe, y Angelica, la bellísima hija del groseramente burgués alcalde de Donnafugata, preferida por aquél a su prima Concetta, que muere de celos. Mediante este triángulo amoroso el autor inyecta a la obra una gran dosis de sensualidad, siempre alejada de lo obsceno. Por otro lado, sobresale el entrañable cariño del tío por su sobrino, quien supera en sus afectos a todos sus hijos juntos. Este aspecto es de lo más original; no es tan común ahondar en este lazo de parentesco, a pesar de que somos muchos los que hemos sentido un no sé qué especial por algún tío en nuestra vida. En ambos casos, Lampedusa es un excelso forjador de personajes y parece mentira que en pocas páginas pueda enseñarnos tantas cosas de las personas que caracteriza, aunque esto sin duda viene facilitado por la mínima presencia de diálogo, que le deja más espacio disponible para trazar sus descripciones del alma. (La sequía de diálogo puede tornar inicialmente difícil la lectura del libro, que va a requerir de algunos cierta paciencia, por más que no sea una novela pesada.)

Una recomendación que no puedo dejar de hacer, para cuando uno termina de leer, es ver la versión cinematográfica que hizo Luchino Visconti en 1963, sin duda un clásico del cine, aunque sea una película lenta para los estándares de nuestros días. Burt Lancaster encarna magistralmente al Príncipe, Alain Delon a Tancredi y Claudia Cardinale a su amada Angelica. Delon, muy joven y con bigote, seguramente hará las delicias del público femenino —por algo se ha dicho que fue durante mucho tiempo el modelo de belleza masculina—. Cardinale, por su parte, retrata a la perfección la hermosura voluptuosa de su personaje, muy lejos de la perfección cuasi anoréxica que hoy se espera de las mujeres mediáticas y muy cerca, en cambio, de lo que en el mejor de los casos se puede encontrar en la vida real.

Santiago Legarre
38 años

Profesor

s.legarre@sedcontra.com.ar