Puede que ya exista aquel o aquellos que hayan reflexionado acerca de lo que irrumpe en mis pensamientos cuando oigo a alguien preguntarse el porqué del mal. Pero como mi mezquina sabiduría desconoce la existencia de dichos pensadores, siento la persistente necesidad de volcar estas ideas por escrito.
Constantemente, las personas se preguntan: ¿por qué, si Dios es bueno y omnipotente y quiere lo mejor para nosotros, permite la existencia del mal infeccioso del bien? Creo haber escuchado esta pregunta hasta cuatro veces en un día. Yo también me considero una víctima de esta duda, pero creo, en parte, habérmela quitado. Junto a esa satisfacción, siento la alegría de haberle encontrado un verdadero sentido a la vida, uno útil y positivo para lo que me hace comprender la gloria del bien, del amor y de la belleza: el mal.
El mal abarca el sufrimiento, el dolor, la tristeza, las enfermedades, y las más evidentes situaciones límites, ineludibles, a pesar de que todo hombre intenta escapar de ellas. Muchos describen su mundo ideal como una existencia en donde no existan. Me aterra pensar en un mundo así de “perfecto”; en donde la razón de los seres humanos funcione siempre al máximo, y en donde ésta tenga un total dominio sobre los sentimientos. En una situación de esas características, el sin sentido de la vida me abrumaría y me conduciría a una depresión absoluta.
¿Cómo valorar la belleza, sin conocer la fealdad? ¿Cómo conocer el verdadero significado de la reconciliación y del amor, si no conocí antes el odio? ¿Cómo adorar y valorar un buen estado de salud, si jamás sentí dolor y sufrimiento? En mi breve experiencia dentro de esta verdadera y perfecta realidad, concluí que tendemos a valorar más las cosas buenas cuando las perdemos, en parte o en absoluto, o cuando carecemos de ellas. Cesemos en el constante reproche a Dios por permitir el mal en el mundo. Si, como establece Juan Pablo II en la carta encíclica Veritatis Splendor: “Dios, que sólo Él es Bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre (…)”, animémonos a pensar también, que permite el mal porque algún sentido tiene.
Si el estado constante de las cosas fuese amor y paz, nos parecería ordinario y normal y no le pondríamos un nombre de valoración positiva como lo hacemos. Es decir, el mal y las situaciones límites nos permiten conocer y disfrutar del bien y de las cosas buenas de la vida y, a la vez, apreciarlas y valorarlas más. Cuando el mal se hace presente, el bien se oculta y sentimos su carencia. No obstante, es cierto que el primero en exceso nos conduce a la frustración, aunque la gente que vive un mal puro y vitalicio es minoría.
En síntesis, creo que Dios permite lo malo como un instrumento para valorar más la vida. Un ejemplo de esto es la razón que Dios nos brinda para captar la ley natural y el camino a nuestra realización como hombres. La existencia del mal se debe, en parte, a que el hombre no es capaz de captarla nítidamente y, por otro lado, a que Dios permite que esto sea así.
Quizás la maldad desaparezca por completo el día en que el alma humana emigre del cuerpo. Ya habiendo conocido y comprendido el sentido de su existencia y de las situaciones positivas mediante el conocimiento del mal y de las situaciones límites, el hombre entonces podrá prescindir de ellos. Un mundo “utópico”, o “perfecto”, sería devastador. Nada nos sorprendería: un día lindo no sería tal, sería normal por no conocer días feos. Siento una total satisfacción al pensar que la realidad a la que solemos describir como “dura” o “cruel” no hace más que enseñarnos a disfrutar lo bueno y bello de ella, aunque sea escaso.
Nicolás Belgrano