Goodbye, love

Por Santiago Legarre.

Había un juego en el Italpark que desde su aparición, tardía, eclipsó a todos los demás: el “Samba”. Y parte importante del juego era la música que acompañaba el breve rato que vos pasabas adentro de esa especie de plato volador invertido, sacudiéndote al ritmo de los violentos movimientos del plato en toda dirección, que acaso emulaban el propio ritmo de la canción elegida por quiensabequién. No sé si te pasa que asociás el recuerdo de un lugar con alguna canción que escuchaste en ese lugar, y te quedó grabada. A mí, muchas veces. Una canción que durante un tiempo atribuí a The Doors, y que después resultó ser de Status Quo y llamarse “Little Miss Nothing”, me trae a la memoria irremediablemente Oxford, Arcadia, Lyme.

Parejamente, al Samba lo veo, iluminado como el Simon (Saimon, decíamos), ese juguete que nos volvió locos cuando estábamos cruzando la dura frontera entre la niñez y la adolescencia, lo veo, lo escucho, al Samba con “Heat of the Moment” como música de fondo. A cualquiera que tuviera 14 años en 1982 y viviera en la burbuja porteña que incluía visitas al Italpark cada tanto un viernes a la noche con compañeros de colegio, le pasará otro tanto.

“Heat of the Moment” fue el gran hit del primer y mejor disco de Asia. Después de ese primer disco, llamado “Asia” igual que la banda (grupo, en la terminología de mi época), siguieron “Alpha” y “Astra”. Luego de “Astra” comenzó el desbande y el refrite, hasta que este año los cuatro fundadores se reunieron y están girando por el mundo para celebrar su 25 aniversario. Así llegaron al Gran Rex, después de un viaje fugaz a Buenos Aires, y tocaron un lunes a la noche ante un auditorio lleno. Lleno de gente grande, que sabe, y mucho, de música, no usa aros, ya no lleva el pelo largo, viste camisas, son casi todos varones (¿por qué será?), no saltan en sus butacas, disfrutan con una intensidad serena, piden canciones de Yes, Emerson, Lake, and Palmer, King Crimson y Buggles, las bandas de las que salieron respectivamente Steve Howe, Carl Palmer, John Wetton y Geoff Downes para formar a comienzos de los 80 el primer supergrupo de la historia. A su vez, los cuatro artistas apenas se mueven sobre el tablado, no disimulan sus buenos 60 años de edad —salvo por la sospechosa oscuridad del pelo de Wetton; los demás son o pelados o canosos—, tienen el talento intacto, suenan tremendamente sólidos y compactos, visten como una persona normal, tampoco aros ni colita ni nada más que una música increíble, miro mis brazos porque algo me llama la atención, recién es la tercera canción, tengo la piel de gallina, es eso.

“Eres lo que eres cuando mueres”, dice un refrán que inventé mientras miraba y escuchaba. Como en la mayoría de los casos uno se las toma para siempre de grande, mirando a estos señores (viejos, iba a decir), podría modificarse el refrán así: “Eres lo que eres a los 60”, porque después uno ya no cambia o cambia poco, salvo la muerte, que no cambia nada porque o ya es tarde o ya hiciste a tiempo. No importa si fuiste drogadicto, abandonaste a tus padres, insultaste a Dios o fuiste un Don Juan triunfante. Hoy estás ahí, sobre un escenario, con un blue jean prolijo y una alianza en tu anular izquierdo, tenés tres hijos y una mujer que te espera en el hotel, mañana te levantarás a las 9 y desayunarás ensalada de pomelo para después ir al gimnasio. Ahí estás. Sos uno de los chicos de Asia o sos Roger Waters o David Gilmour o cualquiera de las decenas de impecables elegantes sport ex rebeldes que vimos desfilar por los escenarios del mundo de Live 8 el año pasado.

Todavía debo tener en algún lado los vinilos de los tres primeros discos de Asia, discos se decía en esa época, vinilo ni sabía lo que era, hoy sí, porque ahora disco es un CD. En la tapa del primero hay un dragón azulado que ayer me pareció entrever en algún momento sobre una de las dos pantallas gigantes que colgaban en el Gran Rex. Por suerte, desde el superpullman no veía bien las pantallas, me las tapaban unas lámparas que enfocaban para abajo a los muchachos. Muchachos, déjense de pantallas, no las necesitan, son como el powerpoint para un buen profesor: distraen de lo único que vale la pena. Limítense a su música y llévenla a donde quiera que vayan, como el mendigo que arrastra su tambor y se instala en una nueva parada, más amigable, o el profesor que en medio de la selva decide que llegó la hora de mudarse a encantar serpientes en la jungla vecina. I just came to say goodbye love, goodbye love. Gracias Asia por tu música encantadora; trayendo tu tambor a América le has dado una lección a este mendigo que hoy se despide de su parada, aunque de sus serpientes, nunca.

Santiago Legarre

38 años

Profesor

s.legarre@sedcontra.com.ar